Domingo IV de Adviento: La Virgen Madre
Las figuras del Adviento se suceden con una gran lógica interna, de menor a mayor proximidad: El centinela, que vigila en la noche; el heraldo, que anuncia la llegada del Señor; el testigo, que no es la luz pero que apunta a la luz y, finalmente, la Virgen Madre, la señal de que Aquel a quien esperamos, consustancial con nosotros en su humanidad, porta consigo la novedad de Dios, ya que es el Hijo de Dios hecho hombre.
Jesús fue engendrado del Padre, antes de los siglos, en cuanto a la divinidad y engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto la humanidad, como define el concilio de Calcedonia. Él es, en verdad, el Emmanuel, el Dios con nosotros y la Virgen es, por esta razón, la Madre de Dios.
Ya en la antigüedad los cristianos se encomendaban a su intercesión: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!”, reza esta bella oración que se encuentra en un papiro de finales del siglo III.
María es como una segunda Eva, nacida sin mancha de las manos de Dios. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28), le dice el ángel Gabriel. El Nuevo Testamento, el Evangelio, es Buena Noticia, palabra de gozo, anuncio de salvación. María es invitada a alegrarse como la hija de Sión porque Dios viene a salvar a su pueblo.
La Virgen “comunica alegría, confianza, bondad y nos invita a distribuir también nosotros la alegría” (Benedicto XVI). Nos invita a ser, como el ángel, mensajeros de la Buena Noticia, llevando la alegría a los demás. Dios no está lejos, ni nos ha olvidado. Él está muy cerca, nos sale al encuentro en Jesús, el Hijo de María.

Juan venía como testigo, “para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era la luz, sino el que daba testimonio de la luz” (Jn 1,7-8). No centra la atención sobre sí mismo. Sabe que no es el Mesías, ni Elías ni el gran profeta esperado. Es un testigo de la luz y una voz que clama en el desierto. En la humildad de Juan está su grandeza.
Muchas veces las minorías son muy activas - y muy poderosas - y consiguen convertir en leyes del Estado ideales que, al principio al menos, muy pocas personas comparten. Se termina, en ocasiones, presentando como un derecho fundamental o como una ampliación de las libertades, lo que no deja de ser el deseo – o la imposición - de unos pocos.
En un precioso comentario a la “Letanía Lauretana”, el Cardenal Newman escribe que la Virgen es llamada Puerta del Cielo “porque el Señor pasó a través de ella cuando desde el cielo bajó a la tierra”. Y ve cumplidas en María las palabras proféticas de Ezequiel: “Este pórtico permanecerá cerrado. No se le abrirá, y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrado. Pero el príncipe sí podrá sentarse en él” (Ezequiel 44,2-3).












