(InfoCatólica) «La tragedia que está viviendo Gaza se ha convertido en una especie de imagen, un símbolo de este drama que está golpeando a toda la Tierra Santa», afirmó el patriarca, Estas palabras resumen su diagnóstico del momento que atraviesa la Iglesia y la sociedad: una época marcada por «odio, desconfianza, desprecio y división», que contrasta con el mensaje de comunión y esperanza de Pentecostés.
Aunque el grueso de la homilía se centró en la dimensión teológica del relato evangélico de Juan sobre la entrega del Espíritu por parte de Jesús resucitado, Pizzaballa subrayó que este don no puede quedarse en una experiencia interior. «Los discípulos […] deben comunicar lo que ya poseen, construirla, realizarla, siempre y en todas partes, a pesar de todo», dijo en referencia a la paz. Y añadió: «¿Resolveremos los graves problemas que afligen a Tierra Santa? Probablemente no. Pero aun así podemos y debemos ser una voz diferente, un estilo diferente, compartir una forma diferente de vivir».
El cardenal concluyó su intervención invitando a la comunidad cristiana a comprometerse activamente con la construcción de la unidad y la reconciliación, especialmente en el contexto actual. «El Espíritu es la fuerza que nos sostiene, pero no puede sustituir nuestra libre elección de vivir como hijos de Dios», dijo.
Homilía de Pentecostés Dormición 2025
Jerusalén, Abadía de la Dormición, 8 de junio de 2025
Jn 20, 19-24
Queridísimo Padre Nikodemus:
Queridos Hermanos de la Dormición, queridos Hermanos y Hermanas:
¡Que el Señor os dé la paz!
El pasaje del Evangelio que hemos escuchado hoy (Jn 20,19-23) nos remite a la noche de Pascua: según el evangelista Juan, esa misma noche Jesús se apareció a sus discípulos, que por miedo se habían encerrado en casa, y allí les dio inmediatamente su Espíritu.
Juan vincula estrechamente el don del Espíritu con la Pasión y a la Pascua, como un único gran movimiento, un único misterio de salvación: quiere subrayar y hacernos comprender que el Espíritu brota de la cruz, del costado abierto del Señor que da la vida. No puede haber Espíritu sin este don de sí mismo que Jesús lleva a cabo por nosotros en la cruz. Y, por otra parte, la Pascua no se cumple sino allí donde el Espíritu Santo es comunicado a los hombres.
El propósito de la Pascua es que la vida del Resucitado habite en nosotros, que seamos hechos partícipes de Su mismo modo de vivir. Por eso, Jesús, el mismo día de Su resurrección, se acerca inmediatamente a los suyos y comparte con ellos la vida que el Padre le ha dado: esta vida, que es una vida verdadera porque renace de lo más profundo, ahora es para todos aquellos que la acogen.
Para decir que Jesús da el Espíritu, el evangelista Juan usa un término importante y muy poco común: en el Nuevo Testamento solo lo encontramos aquí. Dice entonces que Jesús sopló, exhaló sobre ellos (Jn 20,22), pero también se podría traducir “en” ellos: el Espíritu es un don que no permanece externo a la persona, sino que penetra en su interior, se convierte en el aliento mismo del hombre.
Este verbo, único en el Nuevo Testamento, está presente al comienzo de la Biblia: Dios, tras haber moldeado al hombre con polvo del suelo, «formó al hombre del polvo del suelo, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Gn 2,7). El hombre, por lo tanto, está formado por dos elementos, ambos marcados por una gran precariedad: el polvo del suelo, es decir, la parte más delicada y menos consistente de la tierra, que por ello simboliza la fragilidad de su constitución física, y el aliento de vida, que representa todo lo que hace de un cuerpo inanimado una persona viva: todo lo que permite respirar, que da la posibilidad de vivir.
Pues bien, como Dios sopla en las narices de Adán la vida natural, para que pueda vivir, así Jesús sopla en los discípulos el aliento de la vida nueva, para que puedan vivir como resucitados: el Espíritu no es algo más, un accesorio, sino que es exactamente lo que nos hace vivir. El hombre es una criatura llamada a mantener unidos estos dos elementos, que en sí mismos estarían muy alejados, como el cielo y la tierra.
Pentecostés revela de manera definitiva el misterio del hombre: en la tarde de Pascua, a través del soplo de Jesús, Dios nos hace nueva criatura, llamada a mantener unida la vida natural y la divina, la carne y el Espíritu, la tierra y el cielo. Solo entonces el hombre está completo.
No solo eso. Sino que otro elemento viene a iluminar este cumplimiento de la creación que Pentecostés trae consigo: en el relato del Génesis la obra de Dios se refiere al hombre, al primer hombre, al individuo. En Pentecostés hay algo diferente: en la tarde de Pascua Jesús da el Espíritu a los discípulos reunidos, y los recrea como comunidad de hermanos. Nace la Iglesia.
La obra del Espíritu es un evento de comunión, crea fraternidad, resuelve diferencias, hace posible la unidad. En otras palabras, está en el origen de la Iglesia. La nueva vida del Espíritu no es una vida vivida ya en la búsqueda solitaria de la propia plenitud, sino en el encuentro con el hermano con el que se comparte la vida: no puede vivirse si no se comunica, se comparte, se da, porque esta misma vida, en sí misma, no es más que un don. Si la retenemos y la poseemos, el Espíritu se apaga y volvemos a la muerte.
Por esta razón, estrechamente vinculado al don del Espíritu está el don de perdonar los pecados («A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos» - Jn 20,23), la capacidad de no dejar que el mal pueda dominar al hombre, destruyendo sus relaciones: los apóstoles, llenos del Espíritu Santo, son enviados a hacer lo mismo que han visto en Jesús, es decir, a llevar la vida donde hay muerte. Este es el Espíritu que han recibido.
El Evangelio de hoy y la solemnidad de Pentecostés son un recordatorio para nuestra Iglesia.
Unidad, diversidad, comunión, relación, compartir, entrega, amor, paz... son las palabras que resuenan en Pentecostés, cuando hablamos del don del Espíritu Santo y del nacimiento de la Iglesia. Parecen muy lejanas por lo que estamos viviendo en este tiempo. Todo parece hablar exactamente de lo contrario. Las palabras que escuchamos están llenas de odio, desconfianza, desprecio y división, pero también de incomprensión, de sensación de abandono y soledad. Muchos también están enojados con Dios, como si Él fuera el responsable de todo esto. La tragedia que está viviendo Gaza se ha convertido en una especie de imagen, un símbolo de este drama que está golpeando a toda la Tierra Santa.
Hoy, pues se nos llama a elegir. Ya sea dejarnos guiar por el Espíritu Santo que hemos recibido y que está en nosotros, ya sea si queremos convertirnos en quienes expresan la vida de Dios en nosotros, a ese aliento que Jesús ha puesto dentro de nosotros, o si dejamos que sea la carne la que determine nuestras decisiones, ya sea que queramos vivir solo como aquellos que están hechos de polvo del suelo, como el primer Adán.
No se trata de volvernos irénicos, de ver un mundo ideal y alejarnos de la dolorosa realidad que estamos viviendo. Se trata de ser capaces, a pesar de todo, de dar vida, de comprometerse con relaciones que abran horizontes, de comprometerse a construir donde hoy todo parece estar destruido; en otras palabras, de comprometernos con aquel primer don que Jesús dio a sus discípulos en el cenáculo, la paz («se puso en medio de ellos y les dijo: «Paz a vosotros»» - Jn 20,19). No debemos simplemente esperar a que otros la hagan. Los discípulos la recibieron con el Espíritu, y por lo tanto deben comunicar lo que ya poseen, construirla, realizarla, siempre y en todas partes, a pesar de todo. Colaborando con cualquiera, para compartir ese precioso don, la paz, que ya está dentro de ellos, en su corazón indiviso. ¿Resolveremos los graves problemas que afligen a Tierra Santa? Probablemente no. Pero aun así podemos y debemos ser una voz diferente, un estilo diferente, compartir una forma diferente de vivir en Tierra Santa. Quizás esta sea la primera y más importante misión de la Iglesia de Jerusalén hoy.
Pentecostés, en resumen, nos llama a ser aquellos que construyen la unidad, el compartir, el amor, la paz, que son un don que viene de lo alto, pero que debe ser construido con nuestras manos, nuestro compromiso y nuestro sincero deseo. Incluso hoy, también aquí en Tierra Santa. Diría que especialmente hoy y especialmente aquí. El Espíritu es la fuerza que nos sostiene, pero no puede sustituir nuestra libre elección de vivir como hijos de Dios.
Que el Señor perdone nuestras infidelidades, nos haga capaces a su vez de perdonarnos mutuamente y nos sostenga en nuestro deseo común de convertirnos en operadores de la acción del Espíritu en el mundo y constructores de unidad y paz.