(InfoCatólica) El Papa León XIV inició su homilía recordando el significado profundo de Pentecostés: la efusión del Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, despierta e ilumina. Inspirado en san Agustín y en los Hechos de los Apóstoles, destacó cómo ese mismo Espíritu transformó a los Apóstoles, liberándolos del miedo y empujándolos a anunciar con valentía las obras de Dios. En ese acontecimiento, explicó el Pontífice, las lenguas no fueron obstáculo, pues el Espíritu abrió las fronteras del entendimiento y la fraternidad.
Citando a Benedicto XVI, subrayó que Pentecostés revierte la confusión de Babel y convierte a la Iglesia en un lugar sin barreras ni exclusiones, donde todos son hermanos y hermanas en Cristo.
Conversión del corazón
El Papa afirmó que «el Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros». Lo describió como «el Don que abre nuestra vida al amor» y aseguró que esta presencia del Señor «disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos».
Advirtió que el Espíritu Santo «viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo». Y lamentó que, en un mundo donde se multiplican las oportunidades para socializar, «corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de establecer vínculos, siempre inmersos en la multitud, pero restando viajeros desorientados y solitarios».
Frente a esta realidad, destacó que «el Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida». «Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas», afirmó, «nos conduce al encuentro con el Señor enseñándonos a experimentar su alegría», y «nos convence —según las mismas palabras de Jesús apenas proclamadas— de que sólo si permanecemos en el amor recibimos también la fuerza de observar su Palabra y, por tanto, de ser transformados por ella».
«Abre las fronteras en nuestro interior», insistió el Pontífice, «para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario».
Sana las relaciones
León XIV subrayó que el Espíritu Santo no solo actúa en lo íntimo del corazón, sino que también «abre las fronteras en nuestras relaciones». Recordó que, según el Evangelio, este Don es el amor entre el Padre y el Hijo que viene a habitar en nosotros, y que, cuando ese amor mora en el alma, hace posible superar rigideces, vencer el miedo al otro y moderar las pasiones que dividen.
Denunció también que existen peligros más sutiles que contaminan los vínculos humanos, como «los malentendidos, los prejuicios, las instrumentalizaciones» y, de manera concreta, aludió a las relaciones marcadas por la voluntad de dominio, que «frecuentemente desemboca en violencia», como lo evidencian los recientes casos de feminicidio.
Frente a ello, proclamó que el Espíritu «hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas», entre los que citó «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Gal 5,22). De este modo, el Espíritu «expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás» y nos introduce en «la alegría de la fraternidad».
En este sentido, el Pontífice afirmó que este dinamismo del Espíritu constituye también un criterio decisivo para la Iglesia, que solo será verdaderamente la comunidad del Resucitado si en ella no hay fronteras ni divisiones, si sabe dialogar y acoger integrando las diferencias, y si se convierte en «un espacio acogedor y hospitalario para todos».
La obra del Espíritu: unidad
Finalmente, el Papa explicó que el Espíritu «abre las fronteras también entre los pueblos». Recordó que en Pentecostés los Apóstoles hablaron las lenguas de quienes los escuchaban, y que así «el caos de Babel es finalmente apaciguado por la armonía generada por el Espíritu». Las diferencias, añadió, lejos de ser fuente de división, se convierten en «un patrimonio común» cuando el Soplo divino une los corazones y nos permite ver en el otro «el rostro de un hermano».
León XIV afirmó que el Espíritu Santo «rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio», porque es Él quien «nos enseña todo» y «nos recuerda las palabras de Jesús» (cf. Jn 14,26). Por eso, explicó, lo primero que el Espíritu graba en el corazón humano es «el mandamiento del amor», núcleo y cima del Evangelio.
Donde hay amor, subrayó, «no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo», ni para «la lógica de la exclusión», que —lamentó— reaparece incluso «en los nacionalismos políticos».
Recordando las palabras del Papa Francisco en Pentecostés de 2023, León XIV señaló un mundo marcado por la «discordia» y la «división», donde «estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad».
Y advirtió que esa fractura espiritual tiene su reflejo más trágico en las guerras que sacuden el planeta. Por eso, concluyó esta parte de su homilía invocando al Espíritu «de amor y de paz», para que «abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo».
El Papa León XIV concluyó invocando al Espíritu Santo como fuerza de amor y de paz, capaz de disolver el odio, derribar muros y sanar las divisiones que hieren al mundo.
Homilía del Papa
Santa Misa en la solemnidad de Pentecostés
Jubileo de los movimientos, de las asociaciones y de las nuevas comunidadesCapilla papal
Homilía del Santo Padre León XIV
Plaza de San Pedro
Domingo, 8 de junio de 2025Hermanos y hermanas:
«Brilla para nosotros, hermanos, el día grato en que […] Jesucristo, el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo» (S. Agustín, Sermo 271, 1). Y también hoy se reaviva lo que sucedió en el cenáculo; desciende sobre nosotros el don del Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, como un fragor que nos despierta, como un fuego que nos ilumina (cf. Hch 2,1-11).
Como hemos escuchado en la primera lectura, el Espíritu lleva a cabo algo extraordinario en la vida de los Apóstoles. Ellos, después de la muerte de Jesús, se habían encerrado en el miedo y en la tristeza, pero ahora reciben finalmente una mirada nueva y una inteligencia del corazón que les ayuda a interpretar los eventos que han sucedido y a tener una íntima experiencia de la presencia del Resucitado: el Espíritu Santo vence su miedo, rompe las cadenas interiores, alivia las heridas, los unge con fortaleza y les da el valor de salir al encuentro de todos para anunciar las obras de Dios.
El texto de los Hechos de los Apóstoles nos dice que, en Jerusalén, en ese momento, había una multitud de las más variadas procedencias, y, aun así, «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (v. 6). Y entonces, es así que en Pentecostés las puertas del cenáculo se abren porque el Espíritu abre las fronteras. Como afirma Benedicto XVI: «El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel —la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros», y abre las fronteras. […] La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres (Homilía de Pentecostés, 15 mayo 2005).
Esta es una imagen elocuente de Pentecostés sobre la que quisiera detenerme con ustedes para meditarla.
El Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el Don que abre nuestra vida al amor. Y esta presencia del Señor disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos. El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo. Es triste observar como en un mundo donde se multiplican las ocasiones para socializar, corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de “establecer vínculos”, siempre inmersos en la multitud, pero restando viajeros desorientados y solitarios.
El Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida. Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas; nos conduce al encuentro con el Señor enseñándonos a experimentar su alegría; nos convence —según las mismas palabras de Jesús apenas proclamadas— de que sólo si permanecemos en el amor recibimos también la fuerza de observar su Palabra y, por tanto, de ser transformados por ella. Abre las fronteras en nuestro interior, para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario.
El Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. En efecto, Jesús dice que este Don es el amor entre Él y el Padre que viene a habitar en nosotros. Y cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros. Pero el Espíritu transforma también aquellos peligros más ocultos que contaminan nuestras relaciones, como los malentendidos, los prejuicios, las instrumentalizaciones. Pienso también —con mucho dolor— en los casos en que una relación se intoxica por la voluntad de dominar al otro, una actitud que frecuentemente desemboca en violencia, como desgraciadamente demuestran los numerosos y recientes casos de feminicidio.
El Espíritu Santo, en cambio, hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas: «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Gal 5,22). De este modo, el Espíritu expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás y nos abre a la alegría de la fraternidad. Y este es un criterio decisivo también para la Iglesia; somos verdaderamente la Iglesia del Resucitado y los discípulos de Pentecostés sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones, si en la Iglesia sabemos dialogar y acogernos mutuamente integrando nuestras diferencias, si como Iglesia nos convertimos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.
Para concluir, el Espíritu abre las fronteras también entre los pueblos. En Pentecostés los Apóstoles hablan las leguas de aquellos que encuentran y el caos de Babel es finalmente apaciguado por la armonía generada por el Espíritu. Las diferencias, cuando el Soplo divino une nuestros corazones y nos hace ver en el otro el rostro de un hermano, no son ocasión de división y de conflicto, sino un patrimonio común del que todos podemos beneficiarnos, y que nos pone a todos en camino, juntos, en la fraternidad.
El Espíritu rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, porque “nos enseña todo” y nos “recuerda las palabras de Jesús” (cf. Jn 14,26); y, por eso, lo primero que enseña, recuerda e imprime en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo. Y donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos.
Precisamente celebrando Pentecostés, el Papa Francisco observaba que «Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad» (Homilía, 28 mayo 2023). Y de todo esto son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Invoquemos el Espíritu de amor y de paz, para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo.
Hermanos y hermanas: ¡Por Pentecostés se renueva la Iglesia y el mundo! Que el viento vigoroso del Espíritu venga sobre nosotros y dentro de nosotros, abra las fronteras del corazón, nos dé la gracia del encuentro con Dios, amplíe los horizontes del amor y sostenga nuestros esfuerzos para la construcción de un mundo donde reine la paz.
Que María Santísima, Mujer de Pentecostés, Virgen visitada por el Espíritu, Madre llena de gracia, nos acompañe e interceda por nosotros.