(VIS) Gracias a los avances de la medicina, observó el Santo Padre, la vida se ha prolongado y el número de ancianos se multiplica, pero la sociedad no se ha adaptado a esta realidad y no les da ni el lugar que deben ocupar ni tiene en consideración su fragilidad y su dignidad. «Mientras somos jóvenes -dijo- se nos induce a ignorar la vejez, como si se tratara de una enfermedad que hay que evitar; después, cuando envejecemos, especialmente si somos pobres y estamos enfermos y solos, experimentamos las lagunas de una sociedad basada en criterios de eficiencia que, en consecuencia ignora a los ancianos».
Citando la frase de Benedicto XVI cuando visitó una residencia para personas mayores: «La atención a los ancianos es la prueba de una civilización», el Pontífice exclamó: «¡Una civilización sale adelante si respeta la sabiduría de los ancianos! Al contrario, una civilización donde no hay lugar para los ancianos o donde se les descarta porque crean problemas ...lleva en sí el virus de la muerte».
Presentan a los ancianos como una carga
En una época que en Occidente se considera como el siglo del envejecimiento, dada la disminución de la natalidad y el aumento de la población anciana, este desequilibrio interpela a toda la sociedad y sin embargo, señaló el Papa, «la cultura del lucro insiste en presentar a los viejos como una carga, un "lastre". No sólo no producen, sino que son una carga, en resumen hay que descartarlos. Y descartarlos es pecado. No se osa decirlo abiertamente pero se hace. ¡Hay algo vil en este acostumbrarse a la cultura del descarte! Pero nosotros estamos acostumbrados a descartar a la gente. Queremos eliminar nuestro miedo galopante de la debilidad y la vulnerabilidad; pero al hacerlo, aumentamos en los ancianos la angustia de que no se les soporte y se les abandone».
Francisco recordó a este propósito que durante su ministerio en Buenos Aires tuvo al alcance de la mano esta realidad:
«Los ancianos están abandonados, y no sólo en la precariedad material. Están abandonados en la incapacidad egoísta de aceptar sus límites que reflejan los nuestros, en las muchas dificultades que deben superar para supervivir en una civilización que no les permite participar, expresar su opinión, ni ser referentes según el modelo consumista de que "sólo los jóvenes pueden ser útiles y disfrutar". En cambio estos ancianos deberían ser, para toda la sociedad, la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. ¡Con qué facilidad se adormece la conciencia cuando no hay amor!».
En la tradición de la Iglesia «hay un bagaje de sabiduría que siempre ha sostenido una cultura de cercanía a los ancianos y una disposición para el acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Esta tradición hunde sus raíces en la Sagrada Escritura». Por eso «» Hay que despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que haga sentir a los ancianos parte vital de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres, que recorrieron antes que nosotros nuestras mismas calles, que vivieron en nuestra misma casa y lucharon por una vida digna. Son hombres y mujeres, de quienes hemos recibido mucho. Los ancianos no son algo ajeno. Los ancianos somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente, de todas formas, aunque no lo pensemos».
«Un poco frágiles somos todos, los ancianos. Algunos, sin embargo, son particularmente débiles, muchos están sólos y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de los cuidados indispensables y de la atención de los demás. ¿Daremos por ello un paso atrás?¿Los abandonaremos a su suerte? - se preguntó Francisco- .Una sociedad sin proximidad, donde la gratuidad y el afecto sin contrapartidas - incluso entre extraños - van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que la proximidad y la gratuidad no se considerasen indispensables, perdería su alma».«Donde no hay honor para las personas mayores -concluyó- no hay futuro para los jóvenes».