(Portaluz/InfoCatólica) «Los niños jugaban en la calle pues todos los vecinos se conocían –precisa–, casi como una gran familia, no existían dudas o desconfianza».
Era el estilo de vida en esta pequeña comunidad rural costera de Chile. Pero a medida que iba cayendo la noche y los niños regresaban a sus casas, se hizo evidente que algo había ocurrido con Sofía y Camila, dos pequeñas amigas de 6 y 7 años. Desaparecieron y nadie sabía dónde estaban.
Recuerda Clotilde que aunque su casa esa noche de incertidumbre por la ausencia de su hijita Sofía estaba llena de gente, sintió la intensa necesidad de refugiarse en el Espíritu Santo. Sin dudarlo se fue al baño, se arrodilló y rezó: «Prepárame Señor, dame fuerzas para afrontar lo que viene… Hoy veo que el Señor me tenía preparada de antes, estuve tranquila, serena», explica en esta entrevista exclusiva que ha concedido a Periódico Portaluz.
Fe probada en la cruz
En esa oración que elevaba a su «papito Dios» –como gusta llamarlo–, no sólo había abandono y confianza. Casi percibiendo lo que en ese instante podría estar viviendo su pequeña, recuerda que en su rezo suplicante continuó diciendo… «Señor, no permitas que Sofía sufra, cualquier cosa que ella tenga que pasar, pero que no sufra».
Al día siguiente, Clotilde partió hacia la Fiscalía para hacer los trámites legales en la denuncia de rigor por presunta desgracia. Pero al llegar su intuición materna de la noche anterior se consolidó en certeza. Habían encontrado los cuerpos de dos pequeñas... eran Sofía y Camila.
«Yo no quise verla –nos dice–, fue mi marido quien tuvo que pasar por ese momento; la prensa me preguntaba si yo había visto el cuerpo, pero no quise, me quedé con la imagen alegre y cariñosa de Sofía, así era mi hija y así quiero recordarla siempre».
Sin embargo el informe de la autopsia que se hizo a su pequeña Sofía fue para ella, señala, una prueba de que Dios había escuchado aquella súplica que le hiciera en el baño de su casa… «Todas las atrocidades que el asesino le hizo a mi Sofi, fueron post mortem. Dios protegió a mi hija de la maldad terrenal, y es algo que no dejo de agradecerle».
Testigo y apóstol del perdón
Fue de tal magnitud el impacto emocional del aberrante secuestro, asesinato y violación de ambas pequeñas en la comunidad, que pronto comenzaron a llamar al perpetrador «El chacal de Isla Teja». Pero en el corazón de Clotilde no había cabida para el odio ni apelativos, ella –nos confiesa– «deseaba enseñarle el camino hacia Cristo».
Así entonces en medio del proceso judicial, Clotilde tomó una decisión, que pocas madres tomarían en esa situación: Habló con su párroco, el padre Ivo Brasseur, pidiéndole su apoyo y ayuda para visitar en la cárcel al asesino.
«Yo quería verlo, mirarlo a los ojos y regalarle un Nuevo Testamento…el que era de Sofía. Decirle que ella lo leía y que yo se lo dejaba para que él también lo leyera, porque ahora tendría tiempo de conocer a Dios; y también quería que aprendiera a orar, para que pidiera por todos aquellos hombres que tuvieran la intención de hacer esa maldad… ese era mi deseo». (Clotilde no pudo concretar este anhelo de fe pues el asesino, ocho meses después de haber sido ingresado en el recinto penal de la zona, se suicidó).
El día que la comunidad se reunió en el cementerio para despedir a las niñas -comenta Clotilde-, la gente estaba eufórica y comenzó a gritar: «¡Qué lo maten, qué lo maten!». Ella, sin poder soportar aquel espectáculo, tomó un micrófono que había disponible en el lugar y dirigiéndose a la muchedumbre les dijo:
«Yo no quiero que lo maten, ¡no se debe hacer eso! ¿Qué se consigue con matar a esa persona?»… «No recuerdo todo lo que dije –nos comenta emocionada–, pero hablé muchas cosas, que después me di cuenta que fue el Señor quien me hizo hablar, él hizo que me levantara y hablara al público».
El triunfo del amor sobre el mal
Aquél día toda la comunidad de Isla Teja se había reunido y para Clotilde era un signo del amor de Dios y también una oportunidad de proclamarlo... «Llegaron personas de diferentes religiones, era como un templo maravilloso orando a Dios, unidos en una fe. Cuando me abrazaban, podía sentir en cada abrazo, cómo el Señor me sacaba el dolor y yo me aferré más a Cristo, pues él iba mitigando ese dolor con cada abrazo de las personas, era algo maravilloso. Nunca tomé tampoco tranquilizantes, no quise. Yo estaba con Dios y él estaba conmigo».
Poder entregar su testimonio tras años de lo ocurrido, es para Clotilde una oportunidad que completa el dar razón de su fe… «Dios ha creado en mí un corazón sin rencor, sin odio hacia las personas. Yo soy una hija de Dios y debo actuar conforme al Señor, no como actúan los hombres. Él nos dice que tenemos que ser como niños y recibirlo. Cuando uno ama de verdad con el corazón, cuando tú abres tu corazón a Cristo, Dios te abre las puertas, tus ojos brillan de otra manera, pero cuando estás ciego, aunque tengas a tu lado la flor más linda no la vas a ver», sentencia.
Clotilde, firme en la fe, hoy sólo recuerda la alegría de su hija. Vive en paz y con esperanza. «Mi Sofi está conmigo y algún día voy a estar con ella», finaliza.