El arte de pensar la verdad

 

“El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error.

 Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad?

 Echase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

 El primer medio para conocer la verdad: la atención.

 La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos, nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.

 Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.

 Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada.  Los que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.

 Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de que se trata".

Jaime Balmes, El Criterio, Cap. 1, 2.