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1.03.23

XXVII. Pobreza de Jesús

Conveniencia de la pobreza de Cristo[1]

En la cuestión que dedica Santo Tomás al modo de vida Cristo, después de ocuparse de la conveniencia de su elección a una vida entre los hombres y austera, lo hace seguidamente, en otros dos artículos, sobre la de su pobreza y sometimiento a la ley mosaica. Con ello queda teológicamente justificado el modo de vivir de Cristo.

Respecto a la vida pobre de Cristo en este mundo, comienza por recordar que: «se dice en el evangelio de San Mateo: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20)». Como si dijera, tal como lo expone San Jerónimo: «¿Cómo deseas seguirme por causa de las riquezas y las ganancias del mundo, cuando mi pobreza es tan extrema que no tengo ni un hospedaje, y el techo que me cubre no es mío?» (Com. Evang S Mt, 8, 20, l. 1,). Y sobre estas palabras «para no darles motivo de escándalo, vete al mar» (Mt 17,26), San Jerónimo comenta: «Esto, entendido sencillamente, edifica al oyente cuando escucha que cuan grande Señor vivió una pobreza tan extrema, que no tuvo con qué pagar el tributo por sí y por el Apóstol». (Com. Evang S Mt, 17, 26, l. 3)»[2].

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3.10.22

XVII. El modo de manifestarse el nacimiento de Cristo

Manifestación de la divinidad por Cristo[1]

Después de estudiar la conveniencia de la manifestación de Cristo a los pastores, a los Magos y a los profetas Simeón y Ana, Santo Tomás se ocupa del modo como se manifestó. Se pregunta, en primer lugar, si no hubiera sido conveniente que se manifestase por sí mismo, porque parecen existir tres razones para ello.

La primera está basada en lo que dice Aristóteles: ««La causa que actúa por sí misma es siempre más noble que la que obra movida por otro» (Física, VIII, 5, 7)». Sin embargo, sabemos que: «Cristo manifestó su nacimiento por medio de otros, a saber: a los pastores por medio de los ángeles, y a los Magos por medio de la estrella». Por consiguiente: «con mayor razón debió revelar Él mismo su nacimiento»[2].

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17.01.22

CXXII. El juicio final

Juicio final, Giotto1513. –¿El estado de fijeza de la voluntad del hombre después de la muerte es propio de todas las almas?

–Después de demostrar, en tres capítulos de esta última parte de la Suma contra los gentiles, que en las almas de los bienaventurados inmediatamente después de la muerte, permanece su voluntad inmutable en el bien, también la de las almas detenidas en el purgatorio, y que la de los condenados lo está en el mal, Santo Tomás dedica otro capítulo a la misma cuestión, pero de una manera general. Da una extensa demostración para probar la fijeza de unos en el bien y otros en el mal, basada en su último fin.

Comienza con esta afirmación: «Pues el fin –como se ha dicho (IV, c. 92)– es respecto al apetito lo que los primeros principios de la demostración respecto a lo especulativo». Explica que: «estos principios se conocen naturalmente y el error que aconteciere acerca de ellos provendría de la corrupción de la naturaleza, no mediando un cambio de naturaleza». En estado normal, la naturaleza humana los conoce de manera inmediata y con absoluta certeza.

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3.01.22

CXXI. El juicio particular

1501. ––¿Inmediatamente después de la muerte es juzgado el hombre?

––La existencia del juicio particular no está definida explícitamente por la Iglesia, aunque se encuentra afirmada en la mayoría de los santos padres y hay fundamentos en la Sagrada Escritura. Observa Garrigou-Lagrange que: «aun cuando no haya sido dada, sobre este punto, ninguna definición solemne, tenemos, no obstante, declaraciones de la Iglesia evidentemente en este sentido».

Explica que: «El Concilio Vaticano I se proponía promulgar esta definición dogmática: «Después de la muerte, que es el término de nuestra peregrinación, es necesario que todos, inmediatamente, nos manifestemos ante el tribunal de Cristo, para referir allí cada uno de los actos de nuestra vida terrena, buenos o malos; y no hay después de esta vida mortal lugar alguno para hacer penitencia que sirva para la justificación»[1].

Además ha sido siempre enseñada en la catequesis ordinaria de la Iglesia. Al comentar el Catecismo de Trento, el séptimo artículo del credo –«Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»–, se pregunta: «¿Cuántas veces deberá todo hombre sufrir la sentencia de Cristo Juez delante de Él?». La respuesta es que para explicar este artículo hay que: «notar dos tiempos, en los cuales a todos es preciso presentarse delante del Señor, y dar cuenta de cada uno de los pensamientos, de las acciones y también de todas las palabras, y, por último, sufrir a presencia del Juez su sentencia».

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15.12.21

CXX. El purgatorio

El purgatorio, en la Suma Teológica

1488. ––¿Existe el purgatorio?

––La existencia del purgatorio es dogma de fe. En el II Concilio de Lyón, en 1274 –al que tenía que existir Santo Tomás, pero murió sorprendentemente cuando se dirigía al mismo–, en la profesión de fe, que fue propuesta a los ortodoxos, se decía sobre los difuntos: «Y si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias o catarterias».

Se añadía seguidamente: «Y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros»[1].

En cambio, se precisaba a continuación: «Mas aquellas almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que después de contraída, se han purgado, o mientras permanecían en sus cuerpos, o después de desnudarse de ellos, como arriba se ha dicho, son recibidas inmediatamente en el cielo»[2].

El Concilio de Trento , en el canon 30, del Decreto de la justificación, frente al error protestante, definió: «Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema»[3].

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