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3.07.23

XXXV. Finalidad de los milagros

El inicio de los milagros de Cristo[1]

Santo Tomás, en el artículo tercero de la cuestión que trata de los milagros de Cristo en general, establece que comenzó a hacer milagros al iniciar su vida pública, frente a las narraciones de los evangelios apócrifos de milagros desde su infancia. Recuerda que según el Evangelio: «fue en las bodas donde comenzó Cristo a hacer milagros mudando el agua en vino», tal como «dice San Juan: «Este fue el inicio de los milagros que hizo Jesús en Caná de Galilea»[2].

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15.06.23

XXXIV. Los milagros de Cristo

Significado de milagro[1]

Además de enseñar, Cristo realizó numerosos milagros. «Decían de Él sus adversarios: «¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?» (Jn 11, 47)»[2]. A ellos, dedica Santo Tomás la cuestión siguiente.

El término milagro, del latín «miraculi», significa lo que produce admiración, y en este caso, por un hecho que no sigue el orden natural. Por tomarse de admiración, indica también que el hecho producido tiene que mostrarse sensiblemente, porque: «la admiración se refiere a cosas patentes a los sentidos»[3]. Así se explica que, por no cumplir esta primera condición, no sean milagros en sentido estricto, aunque sean insólitos, por ejemplo, la eucaristía, o la conversión del pecador por la gracia, hechos más extraordinarios que cualquier milagro.

En la definición de milagro de San Agustín, se da una segunda condición, porque escribe: «Llamo milagro a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla»[4]. Para que algo sea un milagro debe ser arduo o difícil, insólito, y, por tanto, fuera del poder de la naturaleza.

Al comentarla, advierte Santo Tomás que: «el milagro se dice que es una obra ardua, no precisamente por la condición del sujeto o materia en que se realiza, sino porque excede el poder de la naturaleza». Es, en este sentido, un hecho extraño. «Asimismo se dice insólito, no precisamente porque acontezca raras veces, sino porque acontece fuera del orden naturalmente acostumbrado». Sale así del curso ordinario de las cosas. Por último: «respecto a exceder el poder de la naturaleza, se ha de entender esto no sólo en cuanto a la substancia de lo hecho, sino también en cuanto al orden con que se hace»[5].

La tercera y última condición es que el hecho supere a las leyes de la naturaleza de modo absoluto. «Como una misma causa es a veces conocida por unos e ignorada por otros, de ahí resulta que, entre quienes ven un efecto simultáneamente, unos se admiren y otros no. Por ejemplo, el astrólogo no se admira viendo un eclipse de sol, porque conoce la causa; sin embargo, quien desconoce esta ciencia ignorando la causa, ha de admirarse necesariamente. Así, pues, hay algo admirable para éste y no para aquél. Luego será admirable en absoluto lo que tenga una causa absolutamente oculta»[6].

No puede argüirse, por ello, que algo se considere milagroso por desconocerse, en aquel momento histórico, leyes de la naturaleza, que podrán descubrirse más adelante. La tercera condición implica que no es necesario conocer todo el poder de la naturaleza. Basta advertir que aquello extraordinario, calificado de milagroso, no puede hacerlo la naturaleza, porque desde ella no se podrá descubrir su causa, porque la sobrepasa.

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1.06.23

XXXIII. El modo de la enseñanza de Cristo

La enseñanza pública de Jesús[1]

En el artículo tercero de la cuestión dedicada a la enseñanza de Cristo, Santo Tomás, después de establecer que Cristo enseñó toda su doctrina, aunque a veces lo hiciera con parábolas, y confirmar esta tesis con: «lo que dice Él mismo «No he hablado nada a escondidas» (Jn 18, 20)»[2], resuelve tres objeciones posibles, que a su afirmación. La primera objeción, por la que parece que Cristo no debía enseñar públicamente toda su doctrina, es la siguiente: «Se lee en los evangelios que enseñó muchas cosas aparte a sus discípulos, como es evidente en el sermón de la Cena (cf. Jn 13). Por lo que también dijo: «Lo que habéis oído en secreto, será proclamado desde los terrados (Mt 10, 27; cf. Le 12, 3). Luego, no enseñó públicamente toda su doctrina»[3].

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15.05.23

XXXII. La enseñanza de Cristo en parábolas

Predicación a los judíos[1]

Después de tratar las tres tentaciones, que sufrió Cristo, Santo Tomás se ocupa del modo de su enseñanza. Se pregunta primero porqué su predicación estuvo limitada a los judíos, Considera que era conveniente que enseñara solo al pueblo de Israel y no a los pueblos gentiles. Da cuatro razones.

Primera: «para mostrar que con su venida se cumplían las antiguas promesas hechas a los judíos y no a los gentiles. Escribe San Pablo, por ello: «Digo que Cristo fue ministro de la circuncisión», es decir, apóstol y predicador de los judíos, para demostrar la verdad de Dios cumpliendo las promesas hechas a los padres» ((Rm 15, 8)»,

Segunda: «para probar que su venida era de Dios, pues, como dice San Pablo: «Las cosas que provienen de Dios vienen con orden» (Rm 13,1), El debido orden exigía que la enseñanza de Cristo fuese propuesta primeramente a los judíos, que estaban más cerca de Dios por la fe y por el culto a un solo Dios, y que, por medio de ellos, se transmitiese esta enseñanza a los gentiles. De parecida manera, en la jerarquía celestial las iluminaciones divinas llegan a los ángeles inferiores mediante los superiores».

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2.05.23

XXXI. La tercera tentación de Cristo

El tentador[1]

Sobre la tercera tentación de Cristo se dice en el Evangelio de San Mateo: «El diablo le subió a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces Jesús le dijo: «Vete de aquí, Satanás; porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás y a el solo servirás (Dt 6, 13)». Entonces el diablo le dejó; y he aquí que los ángeles se acercaron y le servían»[2].

Escribe Santo Tomás que el diablo, en esta «tentación del monte, le tentó en dos pecados: la codicia y la idolatría»[3]. No solamente con uno, como el de la codicia, que conduce a la soberbia, porque: «también en las tentaciones precedentes intentó el diablo inducirlo por el apetito de un pecado en otro, por ejemplo, por el deseo del alimento en la vanidad de realizar un milagro injustificado; por la codicia de la vanagloria, a tentar a Dios precipitándose».

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