InfoCatólica / Sapientia christiana / Archivos para: Junio 2018

16.06.18

XXXVI. El afán de poder

María de Molina

380. ––El Aquinate dedica un capítulo de la tercera parte de la Suma contra los gentiles para probar que «la felicidad no consiste en el poder mundano»[1]. ¿La razones son las mismas que las aducidas para demostrar que las riquezas no pueden ser el fin último?

––En la encíclica Solicitudo rei socialis, del papa Juan Pablo II, se indica que en el mundo existen «estructuras de pecado», que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres»[2].

Se precisa también que: «entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad».

El ansia de riquezas y de poder se toman, por ello, como la felicidad suprema o fin último. Se explica así que a estas aspiraciones: «podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”». Además: «ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra»[3].

Por esta unidad del deseo de estas dos clases de bienes exteriores al hombre, es lógico que las razones para mostrar que no son sus bienes supremos sean las mismas, aunque por tener objetos distintos, no todas coinciden. Santo Tomás, en este nuevo capítulo dedicado al poder, presenta cinco argumentos, tres de los cuales son semejantes a los utilizados en el capítulo anterior dedicado a la riquezas.

Leer más... »

1.06.18

XXXV. El amor a las riquezas

370.     ––Después de probar que el fin último, o felicidad suprema, no consiste en los bienes del cuerpo, como el placer sensible, ni en los bienes exteriores, como los  honores y la fama, el Aquinate comienza el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles con esta indicación: «De esto se desprende que tampoco las riquezas son el sumo bien del hombre». ¿Por qué las riquezas no pueden dar la suprema felicidad al hombre?

            ––Seguidamente Santo Tomás da la siguiente razón: «Si apetecemos las riquezas es en atención a otra cosa, pues por sí mismas no producen bien alguno, sino sólo cuando nos servimos de ellas para la sustentación del cuerpo o para cosas semejantes. Sin embargo, lo que es sumo bien se desea por sí mismo y no en atención a otro. Así, pues, las riquezas no son el sumo bien del hombre»[1].

            En la Suma teológica amplía  argumento del siguiente modo: «Es imposible que la bienaventuranza del hombre consista en las riquezas. Hay dos clases de riquezas, como señala Aristóteles, las naturales y las artificiales (Pol. I, 5, 14). Las riquezas naturales sirven para subsanar las debilidades de la naturaleza; así el alimento, la bebida, el vestido, los vehículos, el alojamiento, y otras cosas similares.  Por su parte, las riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles».

            Desde esta distinción se puede inferir, por una parte, que: «Es claro que la bienaventuranza del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa; para sustentar la naturaleza del hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin».

            Así se explica que: «en el orden de la naturaleza, todas las cosas están subordinadas al hombre y han sido hechas para el hombre, como dice el salmo 8,8: “Todas  las cosas pusiste bajo sus pies” (Sal 8, 8)».

            Por otra parte, se sigue que: «Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para la vida. Por eso tienen mucha menos razón de último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre, esté en las riquezas»[2].

           

371.     ––Podría objetarse a esta  conclusión que la felicidad para el hombre: «está en lo que domina totalmente su afecto. Y así son las riquezas, pues se dice en la Escritura: “Al dinero obedecen todas las cosas”(Ecle 10, 19)»[3] ¿Qué responde el Aquinate a esta dificultad, que presenta en este mismo lugar?

            ––Reconoce Santo Tomás que: «todas las cosas corporales obedecen al dinero», pero advierte que es creíble sólo: «por lo que se refiere a la multitud de los necios, que sólo reconocen bienes corporales, que pueden adquirirse con dinero». Es innegable, en cambio, que: «no son los necios, sino los sabios, quienes deben  facilitarnos el criterio acerca de los bienes humanos, del mismo modo que el criterio acerca de los sabores debemos tomarlo de quienes tienen el gusto bien dispuesto»[4].

            Se podría todavía objetar que, tal como dice Boecio: «la felicidad es “un estado perfecto con la unión de todos los bienes”(Consolación, III, 1),  pero parece que todo se posee con el dinero, porque, como dice Aristóteles, “el dinero se inventó paraser como la fianza de cuanto desee elhombre” (Ética, V, c. 4, 11).Luego la bienaventuranza consisteen las riquezas»[5].

            Ciertamente parece que el dinero garantiza la posesión de todo, sin embargo, precisa Santo Tomás que: «el dinero puede adquirir todas las cosas vendibles, pero no las espirituales, que no pueden venderse. Por eso dice la Escritura: “¿De qué sirve al necio tener riquezas, si no puede comprar con ellas la sabiduría” (Pr 17,16)»[6]

            Aún se podría defender que la felicidad consiste en las riquezas con el siguiente argumento: «el deseo del bien sumo parece que es infinito, pues nunca se extingue. Pero esto ocurre sobre todo con la riqueza, porque “el avaro nunca se llenará de dinero” (Ecle 5,9)»[7].

            Esta razón, replica San Tomás, no es probativa, porque: «El deseo de riquezas naturales no es infinito, puesto que las necesidades de la naturaleza tienen un límite. Pero sí es infinito el deseo de riquezas artificiales, porque está al servicio de una concupiscencia desordenada, que nunca se sacia, como nota Aristóteles (Pol. I, c. 3, 19). Sin embargo, el deseo de riquezas y el deseo del bien supremo son distintos, porque cuanto más perfectamente se posee el bien sumo, tanto más se le ama y se desprecian las demás cosas. Por eso dice: “Los que me comen quedan aún con hambre de mí” (Eclo 24,29) . Pero con el deseo de riquezas o de cualquier otro bien temporal ocurre lo contrario: cuando ya se tienen, se desprecian y se desean otras cosas, como lo manifiesta el Señor cuando dice: “Quien bebe de esta agua”,refiriéndose a los bienes temporales, “volverá a tener sed”(Jn 4,13). Y precisamente porque su insuficiencia se advierte mejor cuando se poseen. Por lo tanto, esto mismo muestra su imperfección y que el bien sumo no consiste en ellos»[8].

372.     ––Para probar que la felicidad del hombre no está en la riquezas, ¿se dan más argumentos en la Suma contra los gentiles?

            ––En el capítulo dedicado a la felicidad y las riquezas, Santo Tomás proporciona  otras cinco pruebas. En la primera, basada en una observación sobre el valor del dinero, se argumenta: «El sumo bien del hombre no puede consistir en la posesión o conservación de aquellas cosas que le dan mayor provecho cuando se desprende de ellas. Las riquezas rinden el mayor provecho cuando se las gasta, pues para eso sirven. Según esto, la posesión de las riquezas no puede ser el sumo bien del hombre».

            En la siguiente, de orden ético, se dice: «El acto virtuoso es laudable en el grado en que nos aproxima a la felicidad. Pero más laudable es el acto de liberalidad y de magnificencia– virtudes que se refieren a las riquezas– por el que nos desprendemos de ellas, que el acto de conservarlas; de esto reciben el nombre dichas virtudes. Luego la felicidad humana no puede consistir en la posesión de las riquezas».

            La tercera prueba es de tipo antropológico, porque queda formulada así: «Aquello en cuya consecución está el sumo bien del hombre ha de ser lo mejor para él.. Pero el hombre es mejor que las riquezas, pues éstas son ciertas cosas ordenadas a su servicio. El sumo bien del hombre no está pues, en las riquezas»[9].

            El argumento siguiente no es más que la consecuencia de algo de  experiencia común. Santo Tomás lo presenta del modo siguiente: «El sumo bien del hombre no puede estar sometido al azar, porque lo fortuito acontece sin que la razón lo averígüe, y es preciso que el hombre alcance su último fin racionalmente. Ahora bien, en la consecución de las riquezas ocupa un lugar preeminente el azar. Luego la felicidad humana no consiste en las riquezas».

            Por último, en la quinta razón se enumeran también varios hechos de experiencia como: «que las riquezas se pierden involuntariamente, que pueden ir a poder de los malos –quienes necesariamente han de carecer del sumo bien–, y que son inestables, y otras cosas parecidas, que fácilmente pueden deducirse de las razones expuestas»[10]. Sucesos, que muestran que es imposible que las riquezas proporcionen la felicidad suprema y última.

373.     ––¿El considerar el último fin o bienaventuranza del hombre en las riquezas no supone caer en el vicio de la avaricia?

            ––La avaricia la define Santo Tomás como el amor excesivo al dinero.  Viene del latín «avaritia», que a su vez proviene de «avere», que significa desear y especialmente con ansia. Explica, por ello, que: «Etimológicamente avaricia viene a ser como “avidez de metal” o ansia del dinero, en el que están representados todos los bienes exteriores»[11].

            La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el dinero. La avaricia es un vicio de ansia desmedida de lograr y atesorar bienes materiales y que lleva , por ello, a ser parco en el gastar y en el dar. Es un hábito malo, porque: «como la bondad de todas las cosas está en el justo medio, necesariamente el exceso o el defecto de tal medida justa originará el mal» y convertirse en un hábito malo o vicio. «Es preciso que el deseo o apetito de dinero sea bueno cuando guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición social». El mal se da «en el exceso de esta medida, cuando uno quiere adquirir y retener riquezas sobrepasando la proporción debida» [12]. Este mal es el de la avaricia , que se puede así definir como la desmedida o la inmoderación en el deseo de poseer.

            Los bienes materiales no son malos. Tampoco lo son los deseos que provocan. El ser humano los desea porque le son necesarios. El hombre busca «la ayuda de las cosas exteriores, como todo necesitado busca su remedio»[13].  Estas cosas, además, están, por su misma naturaleza, ordenadas a él. «El apetito de las cosas exteriores es natural en el hombre, porque le sirven de medio para conseguir su fin. Y por esto, cuanto más necesarias sean para el fin, menos vicioso es su apetito. La avaricia, en cambio, no tiene en cuenta esta regla»[14], y es por ello un vicio, un pecado.  Con el vicio de la avaricia no se tiene en cuenta que «las inclinaciones naturales deben ser dirigidas por la razón, que es la parte principal y rectora de la naturaleza humana»[15].

            Explicaba el obispo tomista José Torras y Bages, al comentar estos textos de Santo Tomás, que «Las ciencias y las bellas artes, la industria y el comercio, todos los medios de actividad que el hombre usa son necesarios; Dios los puso en la naturaleza como elementos de vida para a dirigirse al ultimo y principal fin; y, por lo tanto, teniendo estos medios de Dios para satisfacer las necesidades, el hombre, en este sentido precisamente (..) necesita (…) estímulos o instintos materiales; y sino fueran convenientes  y necesarios Dios no los habría puesto en nuestra naturaleza, porque nada hace inútil»[16].

            Entre estos estímulos: «el instinto o apetito de poseer la substancia material (…) ha de tener una fuerza extraordinaria no sólo por el objeto  con que Dios lo ha puesto en el hombre, sino también por el principio que tiene dentro del mismo hombre, pues deriva de su propia naturaleza. Porque el hombre, desde que es niño, ya manifiesta estas ganas de tener. El instinto  de la posesión se le descubre desde pequeño, cuando todavía es una criatura que en brazos de su madre se apodera de lo que necesita para su vida y se apropia instintivamente lo que cree conveniente, como después cuando ya es mayor se pelea con su hermano para poseer lo que cree un bien, lo que ama para hacerse su propietario»[17].

            Se advierte claramente que el deseo de poseer es natural en el hombre, porque: «este instinto que vemos lleva a pelearse a dos criaturas para la posesión de un objeto; es el mismo instinto que lleva al hombre a disputar con otro hombre, y entre pueblos diferentes los lanza a la guerra, que a veces hasta mueve una raza contra otra raza».

            Ya sin considerar el origen de estos graves desordenes, se patentiza que: «el instinto de poseer es una consecuencia del instinto de conservación; que las ganas de tener, que el instinto de poseer es una nueva forma del instinto de conservación; y por eso, como este instinto tiene por objeto la conservación de la vida humana, las ganas de apoderarse de la riqueza que el hombre necesita sobre la tierra, naturalmente ha de tener una fuerza avasalladora, sintiendo fuertemente el estímulo de adquirirla»[18].

            El desorden de la avaricia afecta gravemente al espíritu del hombre. De manera que si: «se deja dominar por la pasión de la avaricia se constituye en verdadero esclavo de ella. Ya San Pablo hablaba de la idolatría del avaro, y decía que la avaricia es una verdadera subyugación, una verdadera esclavitud del dinero, y una verdadera idolatría; el hombre tiene una debilidad extraordinaria, y se deja dominar por aquello mismo que ama, y está supeditado de tal manera que se olvida de todo lo demás, hasta de Dios, que deja de ser principio fundamental de su existencia; aquello se adueña de su espíritu en absoluto. Tal es un hombre esclavizado por la avaricia»[19].

374.     ––¿Cómo  es posible que se llegue a la a idolatría del dinero?

            ––El dinero se piensa como un bien infinito porque parece que sea un medio con el que se pueden conseguir todos los bienes. Sin embargo, este carácter infinito de las riquezas —que es aparente porque no todo se puede adquirir con ellas— difiere del auténtico bien infinito. No obstante, se le diviniza, se le adora y se le sirve        

            Este atractivo, que ejerce la posesión del dinero, se explica, porque: «El fin más apetecible es la bienaventuranza o felicidad, fin último de la vida humana. Por consiguiente, cuando un objeto realiza más las condiciones de la felicidad, tanto es más apetecible. Una de estas condiciones es que sea suficiente por sí mismo; si no se diese ésta, no aquietaría el apetito como fin último. Y las riquezas prometen esta plena y perfecta suficiencia»[20].

            La seducción de las riquezas es engañosa.  Atraen por algo falso, porque en las riquezas, no puede encontrar el hombre la felicidad., tal como se ha argumentado al probar que su posesión no puede ser el fin último del hombre Sin embargo, aunque desde la razón se prueba que la felicidad humana no puede consistir en las riquezas en sí mismas, no es fácil resistirse a su atractivo. Aunque se sea consciente de que: «El dinero no es fin, sino que está subordinado a otro como a su fin. Sin embargo, en cuanto sirve de medio para obtener todos los bienes sensibles, comprende de alguna manera el poder de todos ellos y proporciona por lo mismo cierta semejanza de felicidad»[21].

              

375.     ––Si: «todo pecado ha de ser contra Dios, contra el prójimo o contra uno mismo»[22], ¿la avaricia, según lo dicho, es sólo contra Dios?

            ––La avaricia es también pecado contra el prójimo y contra uno mismo. Se explica, porque la falta de dirección racional adecuada respecto a las riquezas lleva a dos exageraciones o inmoderaciones. «La primera, en cuanto a adquirir y retener los bienes exteriores más de lo debido. En este sentido, la avaricia es un pecado directamente contra el prójimo. Porque, si uno goza de abundancia de bienes, es con la consiguiente penuria de otro, pues los mismos bienes exteriores no pueden ser poseídos a la vez por muchos»[23].

            Con frecuencia, por ello, la avaricia se opone a la justicia. «Cuando se substrae la riqueza o se retiene atentando contra el derecho ajeno, entonces la avaricia es contraria a la justicia»[24].

            La segunda inmoderación se da: «en el apetito interior de las riquezas, cuando se las ama, desea o se goza en ellas inmoderadamente. Entonces el avaro peca contra sí mismo, por lo que importa de desorden, no del cuerpo, como en los pecados carnales, sino de los afectos».

            Por último: «Por redundancia es pecado contra Dios, como todo pecado mortal, en cuanto se desprecia de bien eterno a cambio del temporal»[25]. La avaricia es, por tanto, un pecado, «aun sin intención de dañar al bien ajeno».

            Santo Tomás lo considera además un pecado especial, porque su objeto es muy peculiar. «Los pecados se especifican por sus objetos. Objeto de un pecado es aquel bien que desea el apetito desordenado. Según esto, a cada bien determinado apetecido desordenadamente corresponde también un pecado especial. Pero existe una doble clase de bienes: útiles y deleitables. Las riquezas son un bien útil, en cuanto sirven para uso del hombre. Por lo tanto, la avaricia es un pecado especial porque importa un amor inmoderado de poseer riquezas, designadas con el nombre común de dinero»[26].

            Sobre lo que es un pecado especial explica Santo Tomás: «San Pablo enumera la avaricia entre otros pecados especiales, es decir “llenos de toda iniquidad, maldad, fornicación, avaricia, etc.” (Rm 1, 29)»[27]. Son pecados que implican «un sentido depravado para hacer lo indebido»[28], que son «las cosas que no concuerdan con la recta razón»[29].

            El avaro experimenta placer en un bien, la riqueza, que en sí mismo no es deleitable, únicamente útil, pero además el goce lo tiene únicamente en poseerla. El vicio especial de la avaricia es un pecado grave o mortal —que implica la aversión o alejamiento de Dios—, en el sentido explicado, cuando es contraria a la justicia. El motivo es porque: «tal avaricia no es sino usurpar o retener injustamente el bien ajeno, lo cual se incluye en el robo o rapiña, que es pecado mortal».

            Si la avaricia sólo es inmoderación en cuanto «amor desordenado del dinero», hay que distinguir dos casos. En uno: «Si este afecto al dinero llega a preferirse a la caridad, de tal modo que por él no se tenga reparo en obrar contra la caridad de Dios y del prójimo, tal avaricia es pecado mortal».

            En cambio, otro se da cuando es una pequeña falta, que no supone aversión a Dios, sino una desviación en materia leve. «Si este afecto desordenado no llega a preferir el dinero al amor de Dios, aunque todavía se le siga amando superfluamente, pero no tanto que por él se ofenda a Dios o al prójimo, dicha avaricia es pecado venial»[30]. No se considera, en este caso, a las riquezas como fin último ni, por tanto, se anteponen al amor de Dios y a sus mandamientos.

376.     ––¿La avaricia, pecado mortal, es el pecado más grave?  

            ––Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos los bienes, la avaricia en un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca –como lo ha manifestado la literatura– se ha justificado su maldad y fealdad. Sin embargo, no es el pecado más grave. «Todo pecado, por ser en sí mismo un mal, implica una cierta corrupción o privación de un bien cualquiera. Por otra parte, por ser acto voluntario, implica el deseo de un bien. Según esto, la jerarquía entre los pecados puede establecerse de dos maneras. Primera, teniendo en cuenta el bien que el pecado desprecia o destruye, y que hace que el pecado sea tanto más grave cuanto mayor sea él. Desde este punto de vista, los grados en gravedad descendente de los pecados se establecen así: los pecados contra Dios son los más grandes; después están los pecados contra la persona humana, en tercer lugar, el pecado contra las cosas exteriores destinadas al servicio del hombre, entre los cuales se encuentra la avaricia».

            No es el pecado más grave, pero la avaricia es el más antipático y repulsivo en el sentido moral. Añade Santo Tomás, en su explicación, que: «Una segunda manera para establecer la gravedad de los pecados es considerando el bien por el que se deja la voluntad dominar, y que hace al pecado tanto más vergonzoso cuanto él es de menor valor, porque supone mayor afrenta servir a un bien menor que a otro mayor. Las cosas exteriores ocupan el ínfimo lugar entre los bienes humanos, pues son inferiores al bien del cuerpo, sobre el cual está el bien del alma, y sobre éste, a su vez, el bien divino. Por lo cual, el pecado de avaricia, que hace a la voluntad esclava de las cosas materiales, importa en cierto modo una mayor fealdad moral».

            Para concluir sobre la magnitud del pecado de avaricia, debe advertirse que lo propio o «formal en el pecado es la corrupción o privación del bien», que lo convierte en un mal: y,  que «la conversión a los bienes conmutables es el elemento material» u objeto material. Por ello: «lo primero decide la gravedad del pecado más que lo segundo». Por consiguiente: «resulta que la avaricia no es en absoluto el mayor de los pecados»[31].

            No obstante, advierte Santo Tomás que, aunque el objeto del deseo  del avaro sea algo material, las riquezas o el dinero, su pecado es espiritual, porque su goce se consuma en el alma. «La avaricia, aunque tiene por objeto lo corporal, no busca un deleite corporal, sino únicamente anímico, es decir el placer de tener muchas riquezas. Y, por lo tanto, no es pecado carnal. Sin embargo, este objeto le coloca en un término medio entre los pecados puramente espirituales, que buscan un placer espiritual causado por un objeto espiritual —como la soberbia, que se deleita en su sentimiento de superioridad— y los pecados puramente carnales, que sólo buscan el placer carnal sobre un objeto igualmente carnal»[32].

377.     ––¿La avaricia, por tanto, no es un pecado importante?

            ––La avaricia es un pecado capital y, por tanto, origen de otros muchos pecados. En cuanto proporciona el fin a otros vicios es «capital», o cabeza de todos ellos, porque: «pecado capital es aquel que es principio del cual otros brotan a través del fin, porque el fin de ellos es tan apetecible, que por conseguirlo el hombre determina emplear toda clase de medios, buenos o malos»[33].

           En este mismo lugar, Santo Tomás nombra siete pecados derivados de la avaricia: el endurecimiento, la inquietud, la violencia, la falacia, el perjurio, el fraude y la traición. Lo justifica del siguiente modo: «La avaricia, por ser un amor excesivo de poseer riquezas, peca por un doble exceso. Primero, reteniendo las riquezas. Así causa la dureza de corazón, en cuanto cierra su corazón a la compasión y no socorre a los necesitados con sus dineros».

            El apego excesivo a las riquezas impide ser justo y misericordioso. El exceso se da no sólo en la conservación de las riquezas, sino también en su obtención. Por ello: «En segundo lugar, la avaricia peca por exceso adquiriendo sus riquezas. Desde este punto de vista, se puede considerar primeramente, en la avaricia, el afecto interior. Bajo este aspecto, ella engendra la inquietud, es decir, la demasiada solicitud y cuidados vanos».

            Para descubrir los otros pecados, –que se derivan de la avaricia y que, como los dos anteriores se denominan «hijas»–, debe: «considerarse el efecto exterior. Entonces el avaro se vale muchas veces de la violencia y del engaño para apropiarse de los bienes ajenos. Si dicho engaño lo realiza con palabras, tenemos la mentira; y si lo apoya en un juramento, el perjurio. Si, en cambio, el engaño va en las obras, resulta el fraude en la acción y la traición contra la persona, como Judas, que entregó a Cristo por avaricia»[34].

            La avaricia  de Judas,  notaba  Torras y Bages, confirma respecto a la riqueza: «la fuerza inmensa que tiene en el corazón del hombre». Para advertir el gran poder que tiene la pasión por el dinero, basta tener en cuenta  que: «Judas estaba en compañía de Jesús; Jesús le había llamado, y, por lo tanto, Judas tenía una verdadera vocación. Estaba en la compañía de Jesús y oyó las predicaciones de Jesús por espacio de largo tiempo, y estas predicaciones de Jesús eran siempre y constantemente a favor de la pobreza».

            Además, por otra parte: «Judas disfrutaba de las ventajas materiales de la compañía de Jesús, y dentro de las exigencias de su naturaleza, parecía que debía sentirse satisfecho en el sentido de cubrir las necesidades materiales de la vida de un lado, y de otro, disfrutando de la íntima amistad de la conversación, de la comunidad de vida con Jesucristo, el trato del cual tenía una tal atracción que hacía la delicia de todos sus seguidores. ¿Cómo, pues, incurrió en la traición contra su adorable Maestro?. La poderosa avaricia le removió el espíritu»[35].

378.     ––¿El poder de la avaricia sólo se manifiesta en estas siete «hijas» o pecados derivados?

            ––La avaricia es la causa de las denominadas «hijas» del pecado capital, porque: «se llaman hijas de la avaricia aquellos vicios que se derivan de ella a través del deseo de realizar el fin que ella persigue»[36], el deseo inmoderado del dinero. Además, no sólo derivan de ella como causa final, como los siete vicios anteriores, sino que también produce otros como causa eficiente instrumental.

            El pecado de la avaricia tiene, por tanto, una causalidad más amplia que la final. Santo Tomás cita las siguientes palabras de san Pablo: «La avaricia es raíz de todos los males»[37]; y comenta: «La avaricia como pecado especial, se llama raíz de todos los pecados por semejanza con la raíz del árbol, que suministra alimento a todo el conjunto. Lo prueba la experiencia. Por las riquezas está uno dispuesto a cometer cualquier mal, a satisfacer cualquier deseo de mal, ya que mediante las riquezas se sirve uno para poseer todos los bienes temporales. Lo dijo el Eclesiástico: “Todas las cosas obedecen a las riquezas” (Ecle 10,19). Es claro, pues que en este sentido la avaricia es la raíz de todos los pecados»[38].

            Las riquezas ayudan al hombre a ejecutar cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un árbol. Sin embargo: «El apetito de riquezas no se llama raíz de todos los pecados porque se busquen éstas como fin último, sino porque se buscan muchas veces como medios para alcanzar todo fin temporal»[39].

            No hay que olvidar tampoco el carácter de infinitud con el que aparecen las riquezas. Como indica Santo Tomás en su Comentario a la Primera Epístola a Timoteo: «Por las riquezas piensan los hombres que lo tienen todo. En este aspecto la avaricia es la raíz de todos los males»[40].

            Después de afirmar San Pablo que  la raíz de todos los males es la avaricia, añade: «por la cual algunos dejándose arrastrar, se desviaron de la fe y se enredaron en muchas penas»[41]. Comenta Santo Tomás, en este mismo lugar: «Al decir  “por la cual algunos”, muestra lo mismo por la experiencia y dice “dejándose arrastrar”; porque cuanto más riquezas se tienen tanto más se desean. Se lee en la Escritura: “El avariento jamás se saciará de dinero” /(Ecle, 5, 9). Y caen primero en daños espirituales; por esto se dice en el versículo citado de San Pablo: “se desviaron de la fe”; porque los muchos ilícitos lucros, que no quieren dejar, los prohíbe la sana doctrina de la fe, y entonces se buscan otra doctrina que más le sonría y les dé esperanza de salvación».

            También caen en otros daños, porque, como se dice en este mismo pasaje paulino «se enredaron en muchas penas», y explica Santo Tomás: «aun en el presente, porque hay solicitud en adquirir; temor en poseer, dolor en perder. Se dice también en la Escritura: “Luego que se hubiere hartado de riquezas, sentirá congojas, se abrasará y se verá acometido de toda suerte de dolores” (Job 20, 22). Y mucho más se dolerán en lo futuro»[42].

379.     ––¿Qué actitud es aconsejable ante el peligro de la codicia  y de la avaricia?

            ––La actitud cristiana ante la ambición, la codicia y avaricia por las riquezas, la expresó muy bien hace casi un milenio y medio, San Gregorio Magno, autor muy apreciado por Santo Tomás, en el siguiente pasaje de su Homilías sobre los Evangelios:

«La Santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros. En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse». Consecuentemente: «cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar».

            Observa seguidamente que: «Esta ambición ciertamente se reprime bien si se examina con cuidado la misma situación del ambicioso. Porque ¿a que conduce el afán de acumular cuando no puede perdurar el mismo que acumula? Tenga en cuenta cada uno lo efímero de su vida y caerá en la cuenta de que puede bastarle lo poco que tiene». A pesar de ello, alguien podría mantener la avaricia, y justificarse, porque: «tal vez teme que le falte con qué sostenerse en el viaje de esta vida». Sin embargo: «la brevedad de la vida está reprendiendo nuestros largos deseos, pues inútilmente llevamos muchas cosas cuando tan cercano se halla el término adonde se va»[43].     

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 30.

[2] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 1, in c.

[3] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 1.

[4] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad. 1.

[5] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 2.

[6] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 2.

[7] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ob. 3.

[8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 1, ad 3.

 

[9] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30. Véase: José Antonio García-Durán de Lara, Tomás de Aquino, economista, Barcelona, Editorial Claret, 2018, p. 16 y ss.

[10] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 30.

[11] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q.118, a.1. ob. 1.

[12] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, in c.

[13] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 3.

[14] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 1.

[15] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ad 3.

[16] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino,  en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915,  Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 407.

[17] Ibíd., pp. 407-408.

[18] Ibíd., p. 408.

[19] Ibíd., p. 410.

[20] Santo Tomás,  Suma teológica, II-II, q.118, a.7, in c.

[21] Ibíd., II-II, q. 118, a.7, ad 2.

[22] Ibíd., II-II, q. 118, a. 1, ob. 1.

[23] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2.

[24] Ibíd., II-II, q. 118, a.3,  in c.

[25] Ibíd., II-II, q. 118, a.1 ad 2.  

[26] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, in c.

[27] Ibíd., II-II, q. 118, a. 2, sed c.

[28] Rm 1, 28.

[29] Santo Tomás, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 1,  lec. VIII.

[30] ÍDEM, Suma teológica,, II-II, q. 118, a. 4, in c.

[31] Ibíd.,II-II, q. 118, a. 5, in c.

[32] Ibíd., II-II, q. 118, a. 6, ad l.

[33] Ibíd., II-II, q. 118, a. 7, in c.

[34] Ibíd., II-II, q. 118, a. 8, in c.

[35] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino,  p. 408.

[36] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 118, a. 8, in c.

[37] 1 Tim 6, 10.

[38] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 84, a. 2, in c.

[39] Ibíd., I-II, q. 84, a. 1. ad 2.

[40] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. 2.

[41] 1 Tim 6, 10.

[42] Santo Tomás, Comentario a la Primera Epístola a Timoteo, c. 6, lec. II.

[43] San Gregorio Magno, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en Obras de San Gregorio Magno, Madrid, BAC, 2009, pp. 533-780, II, p. 700.