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3.03.17

V. La visión de Dios

36. ––Hay verdades sobrenaturales, o verdades que están por encima de nuestra razón, de la razón en el grado propio de la naturaleza humana, y que, por ello, nos son incomprensibles o inabarcables, afirma Santo Tomás que de manera parecida las verdades naturales o filosóficas, que constituyen los preámbulos de la fe: «se proponen convenientemente al hombre para ser creídas»[1]. También indica que, sin embargo: «creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza»[2].

Por tanto, al igual que se ha demostrado la conveniencia de comprender las verdades filosóficas divinas o reveladas por Dios: «se ha de probar que también es necesaria al hombre la proposición por vía de fe de las verdades que superan la razón». ¿Cómo demuestra el Aquinate la oportunidad de la revelación de las verdades sobrenaturales?

––En el capítulo quinto del primer libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomásda cuatro argumentos para mostrar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales. El primero se basa, por una parte, en la siguiente premisa evidente: «Nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de antemano conocido». Para tender a una cosa por la que se siente una inclinación o tendencia natural, debe primero conocerse, y ya conocida, se actúa el deseo natural, y puede así tenderse a ella. Por otra, en que: « los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida», premisa que el Aquinate prueba más adelante[3]. Por ello, como no es difícil de comprobar: «es imposible que en esté en esta vida la felicidad última del hombre»[4].

San Agustín aseguraba que: «Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión la felicidad misma»[5]. El ansia de felicidad es natural e irrenunciable. De tal manera que nadie puede decir verdaderamente que no quiere ser feliz. Y sólo Dios puede satisfacer el ansia de felicidad del hombre. De tal manera que San Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios». Se preguntaba seguidamente: «¿Qué vale toda la tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de Él»[6].

El ansia más profunda del hombre, el hambre y la sed más radical, sentida en lo más profundo de su corazón y que explica así todos sus deseos e inquietudes, no es la de los bienes materiales, ni la de las riquezas, ni la de la sexualidad, ni la del poder, ni la del éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo XIX y muchas veces también el hombre actual así lo cree todavía. El deseo y anhelo más básico, fundamental y más arraigado es la de ver a Dios, o la posesión intelectual y amorosa de Dios.

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