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15.03.17

VI. Una fe razonable

46. ––En el Concilio Vaticano II, se recuerda que: «Todo hombre resulta un problema para sí mismo». Además, se indican dos características del mismo: es «un problema no resuelto», y es un problema «percibido con cierta obscuridad». A pesar de los esfuerzos racionales del hombre: «los enigmas de la vida y de la muerte quedan sin solucionar». Se afirma seguidamente que: «a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente»[1]. Las verdades filosóficas reveladas por Dios, o preámbulos de la fe, contribuirán así a la «búsqueda más humilde de la verdad»[2]¿Además de estas verdades naturales conocidas por la fe, debe preceder algo más al mismo acto de fe?

––El acto de fe, o aceptación de una verdad como revelada por Dios, está motivado únicamente por la autoridad de Dios, que es incompatible con la mentira o el engaño. La única razón o porqué es el mismo Dios que revela al hombre. Dios ha manifestado a los hombres verdades naturales, los preámbulos de la fe, y verdades sobrenaturales, que constituyen propiamente el contenido de la fe. Ni unas ni las otras son irracionales. En las naturales, la razón humana puede descubrir su racionalidad. En las sobrenaturales, por trascender totalmente a la razón del hombre, no le es posible comprender su racionalidad. Sin embargo, aunque no se advierta su evidencia interna, su verdad queda justificada ante la razón natural.

Se repara que el objeto de la fe es razonable, porque hay motivos fundados que muestran el mismo hecho de la revelación, o el que Dios ha hablado a los hombres. Estas razones, que demuestran que Dios ha hablado al hombre, se denominan «motivos de credibilidad», porque explican el hecho de la revelación, el que Dios haya hablado a los hombres. Se cree porque la voluntad del hombre, movida por la gracia de Dios, manda al entendimiento que acepte las verdades divinas reveladas por Dios, no por su evidencia intrínseca o por un testimonio humano, sino por ser reveladas por Dios. Los motivos de credibilidad lo prueban y, por tanto, que el asentimiento de la fe es racional .

En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás, sostiene, por ello, que: «Los que asienten por la fe a estas verdades «que la razón humana no experimenta» no creen a la ligera, «como siguiendo ingeniosas fábulas-« como se dice en la II carta de San Pedro (2 P 1,16). La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres «sus propios secretos» (Jb 11, 6) manifestó su presencia y la verdad de la doctrina y de la inspiración con pruebas claras, dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder de toda la naturaleza»[3].

Tales pruebas del origen divino del contenido de la revelación no son imprescindibles para tener fe. La mayoría de los creyentes las desconocen. La fe infusa, que han recibido de Dios, no necesitan de estas confirmaciones, que nunca son el apoyo fundamental, que es siempre la autoridad de Dios, basada en su infinita sabiduría e infinita veracidad. Así quedó definido en el siguiente canon del Concilio Vaticano I: «Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia natural acerca de Dios y de las cosas morales, y, por consiguiente, que para la fe divina no se requiere que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios, que revela, sea anatema»[4].

Sobre este motivo por el que se cree se dice en el Concilio: «La Iglesia católica confiesa que esta fe, que es el principio de la salvación, es una virtud sobrenatural, por la cual, con la gracia inspirante y auxiliante de Dios, creemos ser verdaderas las cosas reveladas por Él, no porque la luz natural de la razón conozca la verdad intrínseca de tales cosa, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, que no puede engañarse ni engañar. «Pues es la fe –según el testimonio del Apóstol– el fundamento de las cosas que se esperan, y un convencimiento de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1)»[5].

Sin embargo, los motivos de credibilidad son muy útiles para el que cree, porque ante su razón queda probada el origen divino de lo que cree por la gracia de Dios. También sirven para que el no creyente descubra el hecho mismo y la verdad de la revelación, y, por ello, el origen de las verdades sobrenaturales, y también de las naturales filosóficas, que constituyen ambas su contenido. De manera que, como se dice en otro canon dogmático del Concilio: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por los signos externos, y que por esto los hombres deben moverse a la fe solamente por la experiencia interna o la inspiración privada de cada uno, sea anatema»[6].

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3.03.17

V. La visión de Dios

36. ––Hay verdades sobrenaturales, o verdades que están por encima de nuestra razón, de la razón en el grado propio de la naturaleza humana, y que, por ello, nos son incomprensibles o inabarcables, afirma Santo Tomás que de manera parecida las verdades naturales o filosóficas, que constituyen los preámbulos de la fe: «se proponen convenientemente al hombre para ser creídas»[1]. También indica que, sin embargo: «creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza»[2].

Por tanto, al igual que se ha demostrado la conveniencia de comprender las verdades filosóficas divinas o reveladas por Dios: «se ha de probar que también es necesaria al hombre la proposición por vía de fe de las verdades que superan la razón». ¿Cómo demuestra el Aquinate la oportunidad de la revelación de las verdades sobrenaturales?

––En el capítulo quinto del primer libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomásda cuatro argumentos para mostrar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales. El primero se basa, por una parte, en la siguiente premisa evidente: «Nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de antemano conocido». Para tender a una cosa por la que se siente una inclinación o tendencia natural, debe primero conocerse, y ya conocida, se actúa el deseo natural, y puede así tenderse a ella. Por otra, en que: « los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida», premisa que el Aquinate prueba más adelante[3]. Por ello, como no es difícil de comprobar: «es imposible que en esté en esta vida la felicidad última del hombre»[4].

San Agustín aseguraba que: «Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión la felicidad misma»[5]. El ansia de felicidad es natural e irrenunciable. De tal manera que nadie puede decir verdaderamente que no quiere ser feliz. Y sólo Dios puede satisfacer el ansia de felicidad del hombre. De tal manera que San Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios». Se preguntaba seguidamente: «¿Qué vale toda la tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de Él»[6].

El ansia más profunda del hombre, el hambre y la sed más radical, sentida en lo más profundo de su corazón y que explica así todos sus deseos e inquietudes, no es la de los bienes materiales, ni la de las riquezas, ni la de la sexualidad, ni la del poder, ni la del éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo XIX y muchas veces también el hombre actual así lo cree todavía. El deseo y anhelo más básico, fundamental y más arraigado es la de ver a Dios, o la posesión intelectual y amorosa de Dios.

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