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18.08.16

XLVII. La justificación por la fe

La justificación

En un pasaje de su Epístola a los Romanos, San Pablo argumenta: «¿Dónde está el motivo de gloriarte? Queda excluido ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la Ley de la fe. Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1].

Santo Tomás, que comentó las catorce epístolas de San Pablo, y la dirigida a los fieles de Roma, dos veces, en la segunda y última versión, indica, al explicar los primeros vehículos del texto paulino, que puede entenderse, «por justicia de Dios, la justicia por la que justifica Dios a los hombres»[2].

Para comprender estos textos, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que  la palabra «justificación» tiene varios significados. El sentido más usual es el que expresa el acto de justificarse, que consiste en dar la razón o el motivo de algo que se ha realizado, para que se advierta que no era inconveniente o ilícito y, por tanto, para que su autor no se le tenga por malo o culpable. Justificarse sería equivalente a defenderse para probar la propia inocencia. Se comprende que a esta exculpación se  le denomine justificación, porque esté término, en sentido jurídico, significa la exposición de la no culpabilidad del que se le presume culpable, y, por tanto, con la proclamación de lo justo, de lo que es conforme a la realidad.

Otro sentido, que es el que se utiliza en la Sagrada Escritura, implica no una presunción, sino una afirmación de la culpabilidad del hombre por ser un pecador y, por tanto, que vive en una situación injusta, no conforme a la razón y a la ley divina. Desde la probada posición pecadora del hombre, la justificación sería hacer justo al que no lo es, al hombre que es claramente culpable. En este sentido religioso,  justificar es hacer justo. La justificación es el acto de la voluntad divina por el que el pecador es hecho justo. Dada la condición pecadora y culpable del hombre, la acción divina justificadora es imprevisible por no ser exigible y es así totalmente gratuita.

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3.08.16

XLVI. Heridas pecaminosas

El bien de la naturaleza

La concupiscencia, inclinación desordenada habitual de las partes inferiores del cuerpo y del alma, llamada también «fomes» o yesca, porque al actualizarse se convierte en pecado, la dejo el pecado original en la naturaleza humana. La inclinación desordenada de los apetitos sensibles y que queda como reato después de perdonado el pecado por el bautismo, no es el único legado del pecado original. Explica Santo Tomás: «Así como en el orden del bien son la inteligencia y la razón quienes poseen primacía, así en el orden del mal la parte inferior del alma es la principal, porque entenebrece y arrastra a la razón (…). Por esto el pecado original se dice que es más bien concupiscencia que ignorancia, aunque es cierto que la misma ignorancia está incluida entre los defectos materiales del pecado original»[1].

Después del pecado original, el hombre perdió la armonía perfecta de sus facultades, aunque no absoluta, que confería la gracia, pero no conservó una armonía imperfecta, que tendría el hombre en el teórico estado de naturaleza pura, o un estado sin la gracia y sin los dones preternaturales. Consecuencia del primer pecado fue esta falta de toda armonía.

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