LXIX. La fe y la humildad

780. –La gracia causa la virtud teologal de la caridad, ¿causa también la fe?

–Probada la tesis sobre el amor como efecto de la gracia, en el capítulo siguiente de la tercera parte de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás argumenta: «como la gracia divina causa en nosotros la caridad, es necesario que cause también la fe»[1].

En la Suma teológica, define el creer, que es el acto propio de la virtud teologal de la fe, como: «un acto del entendimiento determinado al asentimiento del objeto por el imperio de la voluntad»[2]. Explica más adelante que, por una parte: «el entendimiento del creyente asiente a la cosa creída no porque la contemple en sí misma o reduciéndola a los primeros principios, en sí evidentes, sino por imperio de la voluntad»[3].

Por otra, que: «aunque: «el creer depende, ciertamente de la voluntad del hombre», y, por tanto, de su libertad, «sin embargo, es necesario que la voluntad del hombre sea preparada por Dios mediante la gracia»[4].

Además de la libertad, por tanto: «es necesario asignar otra causa interior que mueva a asentir interiormente a la verdad creída». Advierte seguidamente que: «para los pelagianos, esa causa sería solamente el libre albedrío; por eso afirmaban que el comienzo de la fe está en nosotros, puesto que de nosotros depende el estar dispuestos a asentir a las verdades reveladas; y que su consumación viene de Dios, por quien nos son propuestas las verdades que debemos creer».

Las dos tesis son inaceptables, porque: «el hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios». Por consiguiente, debe afirmarse que: «la fe en cuanto al asentimiento, que es su acto principal, proviene de Dios, que mueve interiormente por la gracia»[5].

781. –¿Cómo demuestra el Aquinate, en este capítulo de la «Suma contra los gentiles», que el acto de la fe sea causado por la gracia?

–Prueba Santo Tomás que es necesario que la fe sea causada por la gracia con varios argumentos. El primero, que parte del fin último sobrenatural, es el siguiente: «El movimiento con el cual nos dirigimos mediante la gracia al fin último es voluntario, no violento, como ya se demostró (III, c. 148). No puede haber un movimiento voluntario hacia una cosa, si tal cosa no es conocida».

Para conseguir mediante la gracia, el fin último, dado que se hace de una manera voluntaria y libre, se requiere tener algún conocimiento del mismo. «Luego es necesario que mediante la gracia se nos anticipe el conocimiento del último fin, para que nos dirijamos a él voluntariamente». Sin embargo, tal: «conocimiento no puede ser en esta vida una visión clara, según se probó (III, cc. 48-52)». El único posible es el que proporciona la fe. Por consiguiente: «es necesario que sea un conocimiento por medio de la fe»[6]. La gracia con la fe, que causa, proporciona el conocimiento del último fin, condición para que el hombre se pueda encaminar libremente a él.

Podría parecer que este argumento y otros semejantes tienen poco interés, aunque, al explicar el origen y la naturaleza de la fe, revelan su necesidad para alcanzar el fin último, o la vida eterna. Como notaba el tomista Torras y Bages: «Los hombres modernos, hasta los creyentes, piensan poco en la salvación eterna. Piensan poco en ella y hasta hablan poco en las conversaciones, en las conferencias religiosas, en la comunicación mutua entre ellos y hasta en las controversias y propagandas en que ejercen el proselitismo»[7], cuya finalidad es cumplir el mandato de Cristo de predicar y bautizar, pues afirmó que: «El que creyere y fuese bautizado será salvo, pero el que no creyere será condenado»[8].

Tal actitud, añade el pensador español, experto conocedor del pueblo y cultura catalana que: «está como esparcida por la atmósfera que respiramos; aunque persevera íntegra por la gracia de Dios la fe cristiana en el interior de los hijos de la Iglesia, no obstante, un engrudo mundano se pone sobre nuestras almas y, obrando sobre ellas, las hace frívolas, apareciendo la religión más como un sistema social, como una especie de policía moral, como un arte y una filosofía para contentar el espíritu, que no como un medio de salvación que Jesucristo vino a enseñarnos».

Sin embargo: «la raíz honda de la religión en el corazón de los hombres, que la hace fija y firme de manera que no hay fuerza mundana que la puede arrancar, no es la convicción de su utilidad social, ni de la belleza de sus doctrinas, ni de los nobles sentimientos que inspira, ni el ser una tradición venerada por todas las generaciones; la raíz única e indestructible de la religión es la creencia firme de que sin ella no podemos salvarnos».

De manera que: «la suerte eterna a nadie le es indiferente. Delante de la eternidad todos tiemblan, solamente no temen al salir de este mundo los hombres bestializados»[9], los que viven según sus pasiones y sentimientos. Incluso, especialmente en el arte, se da al «sentimiento y a la pasión un valor purificante y santificador, considerándolo una fuerza redentora». Por el contrario: «Las pasiones no son purificantes, son ciegas, y ellas han de ser purificadas con la recta dirección de la razón y de la fe cristiana, que han de señalarles el curso de que deben seguir»[10].

Considera asimismo Torras y Bages que: «la inconstancia y la frivolidad de los hombres modernos es evidente, lo mismo en la vida particular que en la vida pública y hasta en la vida religiosa. En la mayor parte de ellos la fuerza que mueve y dirige la actividad de su vida son los deseos, los instintos y en los más distinguidos el sentimiento. Pero estas fuerzas humanas, los instintos, los deseos y los sentimientos son fuerzas que han de ser dirigidas, porque ellas de si mismas son ciegas y mudables, y si les falta una dirección superior son incapaces de una obra completa y armónica. La vida, entonces, lejos de ser una armonía, es un desequilibrio y discordancia»[11].

La creencia en la eternidad, concluye: «es también la base de la firmeza de la vida social; de manera que la firmeza, lo mismo de la vida individual que de la vida pública, depende de que tenga este cimiento: el recuerdo y la viva convicción de la eternidad. Sobre un cimiento flaco no se pueden hacer construcciones fuertes, el equilibrio depende del cimiento; y cuando falta en el edificio de la vida, esta es inconstante, desquilibrada, tiembla y por último se hunde»[12].

782. –¿Cuál es el segundo argumento sobre la fe como efecto de la gracia?

–En el siguiente argumento, que da Santo Tomás para demostrar la necesidad de la gracia para tener fe, se dice: «En cada cognoscente, el modo del conocimiento sigue al modo de la propia naturaleza; por lo cual el modo del conocimiento del ángel, del hombre y del animal es distinto, en cuanto que sus naturalezas son diversas, como consta por lo dicho (II, cc. 68, 82, 96 ss.). Pero para obtener el último fin se le añade al hombre sobre la propia naturaleza cierta perfección, o sea, la gracia, como se ha demostrado (III, c. 150)». Como la perfección de la gracia afecta, por tanto, igualmente al entendimiento: «es preciso también que sobre el conocimiento natural del hombre se añada cierto conocimiento superior, a la razón natural. Y éste es el conocimiento de la fe, que versa sobre lo que no ve la razón natural»[13].

Se sigue de ello, que la fe tiene como sujeto la inteligencia humana, no un sentimiento o algo perteneciente a la sensibilidad. Sostiene Santo Tomás, en la Suma teológica, que «creer es inmediatamente acto del entendimiento». Queda probado: «porque su objeto es la verdad, que propiamente pertenece a éste; en consecuencia, es necesario que la fe, principio propio de este acto, esté en el entendimiento como en sujeto»[14].

Afirmaba, por ello, San Agustín que: «Creer es pensar con asentimiento»[15]. Este asenso, o aprobación, de lo conocido intelectualmente no es porque se posea la intrínseca evidencia de su contenido, sino por un acto de la voluntad libre bajo la moción de la gracia. Con la fe, declara San Pablo: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[16]. En la visión beatífica, el objeto de la fe se verá directa y claramente, ahora por la fe de un modo mediato y en sombras. En la fe, por tanto, no hay evidencia, pero hay total certeza, e incluso superior a cualquier certeza natural, como la de la ciencia.

En este sentido, a la pregunta «qué es la fe», respondía San Juan Enrique Newman: «Es el asentimiento como verdadera a una doctrina que no vemos y que no podemos demostrar, porque Dios, que no nos engaña, dice ser cierta»[17]. También puede contestarse con otro sentido relacionado con el anterior, porque: «como Dios nos anuncia la verdad de esta doctrina no con su propia voz sino por la palabra de sus enviados, fe es también asentimiento a lo que un hombre declara, considerado no como hombre a secas, sino en su función de mensajero, profeta o embajador de Dios»[18].

En la vida ordinaria creemos con fe humana en: «un conjunto de cosas que no podemos demostrar ni ver, en base a la palabra de otras personas (…) Pero en tal caso recibimos esas informaciones como un testimonio humano y no le concedemos generalmente una confianza absoluta y sin reservas»[19].

No ocurre lo mismo en la fe divina, porque: «quien cree que Dios es veraz y que ha comunicado su palabra al hombre no albergará dudas. Tiene certeza de que la doctrina que se le enseña es tan verdadera como Dios, que la ha revelado. Tiene certeza porque Dios es veraz, porque Dios ha hablado, no porque vea la verdad o esté en condiciones de demostrarla. Es decir, la fe posee dos características: es segura, firme e inalterable en su asentimiento, y lo presta no porque vea con los ojos o con la razón, sino porque recibe las nuevas de uno que viene de Dios»[20].

783. –¿Aporta el Aquinate más argumentos sobre la necesidad de la fe causada por la gracia?

–Aduce otras dos pruebas. En la primera, que demuestra también que la fe es causada por la gracia, se parte de esta proposición filosófica: «Siempre que una cosa es movida por un agente para alcanzar lo que es propio de dicho agente, es preciso que esté desde un principio sometida a las impresiones del agente, como a impresiones ajenas y no propias, hasta que se las apropia en el término del movimiento».

Aclara esta tesis, con dos ejemplos. En uno, que es de orden físico, se nota que: «el leño, primero, es calentado por el fuego, y aquel calor no es propio del leño, sino ajeno a su naturaleza; pero al fin, cuando el leño ya está encendido, el calor se hace propio y connatural». En el otro, tomado de la experiencia humana, se observa que: «cuando uno es enseñado por el maestro, es menester que al principio reciba las enseñanzas del maestro no como si las entendiera por sí mismo, sino creyéndolas, como si fueran superiores a su capacidad; más, al fin, cuando ya esté instruido podrá entenderlas».

En la fe, en la que no hay visión, y en la gracia, que la prepara para la contemplación beatífica, fin último del hombre, ocurre algo parecido, porque: «como consta por lo dicho, nos dirigimos al último fin mediante el auxilio de la gracia divina. Y el fin último es la visión clara de la Verdad primera en sí misma, como antes se demostró (III, c. 50). Por consiguiente, es menester que antes de llegar al último fin el entendimiento del hombre se someta a Dios creyendo, por efecto de la gracia divina»[21].

Un argumento parecido se encuentra en la Constitución dogmática sobre la fe católica. Se explica en el texto conciliar que: «Dios por su infinita bondad destinó al hombre a un fin sobrenatural, esto es, a participar de los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión del humano entendimiento; puesto que: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9)».

Dios puede ser conocido por la razón humana por medio de las criaturas, pero: «plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otra vía, y esta sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, según dice el Apóstol: «Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los Profetas, nos ha hablado últimamente, en estos días, por medio de su Hijo, Jesucristo» (Heb 1, 1-2)»[22].

Como: «estando la razón creada enteramente sujeta a la verdad increada, estamos obligados a prestar por medio de la fe a Dios revelante el pleno obsequio de nuestro entendimiento y voluntad. Y la Iglesia católica confiesa que esta fe, que es el principio de la salvación del hombre, es una virtud sobrenatural, por la cual con la gracia inspirante y auxiliante de Dios, creemos ser verdaderas las cosas reveladas por Él, no porque la luz natural conozca la verdad intrínseca de tales cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, que no puede engañarse ni engañar».

La fe queda confirmada con obras que están por encima del orden y poder de la naturaleza, porque: «para que este obsequio de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntasen los argumentos externos de su revelación, a saber, obras divinas, principalmente los milagros y las profecías, los cuales, demostrando luminosamente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios son señales ciertísimas de la divina revelación y acomodados a la ciencia de todos».

No obstante, se precisa sobre estos hechos divinos, llamadas motivos de credibilidad, y que hacen que la fe sea razonable, que: «aunque el asentimiento a la fe no sea un ciego movimiento del alma, nadie, sin embargo, puede asentir a la predicación evangélica, como es preciso para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad para consentir y creer la verdad»[23].

784. –¿Cuál es el último argumento que aporta el Aquinate?

–Por último, recuerda Santo Tomás que, al principio de la obra, ha mostrado la necesidad de la revelación divina para el conocimiento de verdades sobre Dios, no sólo sobrenaturales, que, sin ella, serían desconocidas por todos, sino incluso algunas naturales, que lo serían sólo por pocos e imperfectamente (I, c. III). De ello, añade: «puede deducirse también la necesidad de que la fe sea para nosotros un efecto de la gracia divina»[24].

También, en el documento conciliar citado, se indica que: «a la divina revelación se debe ciertamente atribuir el que todos puedan conocer claramente, con firme certeza y sin ninguna mezcla de error, todo aquello que en las cosas divinas no es por sí inaccesible a la humana razón, aun en la presenta condición humana», afectada por la caída original y los propios pecados.

No obstante, a pesar de las heridas que, por ello, tiene su entendimiento, su voluntad y sus apetitos, había declarado un poco antes el Concilio: «la santa madre Iglesia cree y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido en las cosas creadas con la luz natural de la razón humana; pues sus perfecciones invisibles, después de la creación del mundo, se han hecho visibles por el conocimiento que nos dan sus criaturas»[25].

785. –¿La tesis sobre la necesidad de que la virtud sobrenatural de la fe sea causada por la gracia de Dios, puede también confirmarse con la Escritura?

–Al finalizar este capítulo de la Suma contra los gentiles dedicado a la fe, causada por la gracia, Santo Tomás cita este versículo de San Pablo: «Por la gracia habéis sido salvados por la fe. Y esto no os viene de vosotros, pues es un don de Dios»[26]. Con ello, confirma lo probado con los cuatro argumentos, que acaba de exponer.

Al comentar este versículo explica Santo Tomás que: «Con «y esto no os viene de vosotros» manifiesta lo que (San Pablo) había dicho, y primero en cuanto a la fe, que es el fundamento de todo el edificio espiritual, luego cuanto a la gracia». La fe por ser la primera en el orden de la generación de las virtudes, tiene un carácter fundamental o básico.

Según Santo Tomás, en primer lugar, en cuanto a la fe, San Pablo: «cierra la puerta a dos errores. De lo cuales el primero es el siguiente: ya que había dicho que por la fe nos salvamos, pudiese alguno creer que esta fe procedía de nosotros y que a nuestro arbitrio quedaba creer o no. Por eso dice para excluir este error: «y esto no viene de vosotros»; pues no basta para creer el libre albedrío, ya que las cosas de la fe están por encima de la razón».

Añade Santo Tomás que: «Se lee en la Sagrada Escritura: «Muchas cosas se te han enseñado que sobrepujan la humana inteligencia» (Eccli 3, 25): y «las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 11). Por consiguiente, de sí no puede tener el hombre, a no dársele Dios, el don de creer, según aquello del libro de la Sabiduría: «¿Quién podrá conocer tus designios, si Tú no le das sabiduría, y no envías desde lo alto tu santo espíritu?» (Sab 9, 17)». De ahí que, en el versículo citado, San Pablo: «añade: «es un don de Dios», es, a saber, la misma fe. Se dice también en la Escritura: «Porque les es dado por Cristo, no tan sólo que crean en él, sino que padezcan también por él» (Fil 1, 29); y se les da «a otros la fe por el mismo Espíritu» (1 Cor 12, 9)».

786. – Probado que la fe no procede del libre albedrío humano, tal como se afirma en el primer error, ¿qué explica el Aquinate sobre el otro error anunciado?

–Sobre el segundo error, nota Santo Tomás: «que pudiese alguno creer que la fe se nos daba por mérito de las obras precedentes y para cerrar la puerta a este error agrega (San Pablo, en el versículo siguiente): «no viene de las obras» (Ef 2, 9) es a saber, anteriores, merecimos este don de salvarnos, porque esto, como ya se dijo, es de pura gracia, según aquello de: «Sí, por la gracia, luego no por las obras, de otro modo la gracia ya no sería gracia» (Rom 11, 6)».

Explica que San Pablo, en este versículo: «da la razón de por qué salva Dios a los hombres por la fe sin méritos anteriores: «para que nadie se gloríe» (Ef 2, 9) en sí mismo, sino que toda la gloria se refiere a Dios. Queda confirmado con estas palabras de la Sagrada Escritura: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 113b 1) y «para que nadie se jacte ante su acatamiento. Y por Él mismo sois de Jesucristo» (1 Cor 1, 29)»[27].

787. Negado también que la fe se confiera por el mérito de las buenas obras anteriores a su recepción, que es lo afirmado en el segundo error, puede concluirse que, según la argumentación de San Pablo la fe no es efecto de la mera libertad ni de méritos precedentes. ¿Se da también en el pasaje paulino la razón de estas dos tesis?

–El versículo citado sobre donación de la fe, en el que se declara que lo es sin acto libre y méritos previos, finaliza con estas palabras: «no por las obras, para que nadie se glorié»; y precisa en el siguiente: «por cuanto somos hechura (o creación) suya en la gracia, como lo fuimos en la naturaleza, creados en Jesucristo, para obras buenas»[28]. Queda así expuesto el motivo de ello.

Seguidamente, añade Santo Tomás que, en segundo lugar, en todos estos pasajes, San Pablo: «manifiesta lo que había dicho cuanto a la gracia (…), a cuya razón pertenecen dos cosas». La primera, que incluye la esencia de la gracia, es que: «aquello que se tiene por gracia no lo tenga el hombre por sí mismo, o de sí mismo, sino por don de Dios», y la fe es una gracia de Dios, un efecto de la gracia que nos hace gratos a Dios.

En este último versículo: «cuanto a esto dice (San Pablo): «por cuanto somos hechura suya», es decir, que cuanto de bien tenemos, de Dios lo tenemos, no de nosotros mismos. Deben tenerse también en cuenta estas palabras: «Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 99, 3) y «¿Acaso no es Él tu padre, que te creó, que te dio y te crió?» (Dt 32, 6)».

Nota Santo Tomás que lo que dice San Pablo en este versículo: «continúase inmediatamente con lo dicho en el anterior, de manera que diga: «para que nadie se gloríe, porque somos hechura» (Ef 2, 9-10). O puede continuarse con lo que al principio había dicho («Por la gracia habéis sido salvados por la fe» Ef 2, 8), pues de pura gracia hemos sido salvos».

788. – ¿Se sigue de la primera afirmación paulina de la salvación por la gracia, que no puede ser por virtud de buenas obras anteriores a la misma?

–Considera Santo Tomás que lo afirmado en esta inferencia es la segunda cosa, indicada en estos versículos, que pertenece al concepto o esencia de la gracia, porque: «que ésta no sea por obras precedentes, queda expresado al añadirse «creados», ya que crear es de nada hacer algo. De donde cuando alguien, sin meritos antecedentes es justificado, puede decirse creado, como si dijéramos hecho de nada».

La justificación, o perdón y a la vez regeneración de Dios, es una «acción», una «creación de justicia», que no se puede comparar con la de ningún acto humano, y «hácese por virtud de Cristo, que da al Espíritu Santo. Por esto San Pablo añade «en Jesucristo» esto es por Cristo Jesús. Y en otros lugares de la Escritura se lee: «Porque en Jesucristo nada vale: ni la circuncisión, ni la incircuncisión, sino la nueva criatura» (Gal 6, 15) y «enviarás a tu espíritu y serán creados» (Sal 103, 30)»[29].

La gracia proporciona, por Cristo, una nueva existencia sobrenatural, que es una nueva creación, en la que el hombre queda incorporado en Jesucristo. Escribe, por ello, San Pablo, en este mismo capítulo de la Epístola a los Gálatas: «el mundo está crucificado para mí y yo lo estoy para el mundo» (Gal 6, 14). Sobre la crucifixión del mundo indica Santo Tomás que San Pablo quiere decir que: «muerto está mi corazón, para que nada de él desee», y, por tanto, considerado como algo maldito y repulsivo; y sobre que él lo está a su vez para el mundo, que: «así como el mundo aborrece la cruz de Cristo, también a mí aborrece»[30].

En esta creación, por Cristo: «no sólo se nos da el hábito de la virtud y de la gracia, sino que interiormente por el espíritu nos renovamos para bien obrar. Por eso añade (San Pablo) «para obras buenas», es decir, que Dios está con nosotros para obrar esas mismas obras buenas. «Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is 26, 12)»[31]. Con su gracia, Dios las hace en nosotros y con nosotros, por nuestra libertad regenerada por la misma gracia.

789. –En el citado pasaje de San Pablo, dedicado a la salvación por la fe, se comienza con la afirmación: «Por la gracia habéis sido salvados por la fe»[32]. Parece, por tanto, que las buenas obras, las que resultan del cumplimiento de la ley, de los mandamientos de decálogo, no deben considerarse necesarias para la justificación o salvación. Además, en la Epístola a los Romanos, se dice: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[33]; y también, en la Epístola a los Gálatas: «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo (…) por cuanto que por las obras de la ley no será justificada carne alguna»[34] ¿Salva sólo la fe sin las obras?

–Indica Santo Tomás que, en el primer texto, claramente queda afirmado que: «todo «hombre» lo mismo judío que gentil, «es justificado por la fe», y, por ello, es perdonado, renovado santificado, y salvado. Se dice también en la Escritura. «Ha purificado sus corazones por la fe» (Hch 15, 9), y esto sin las obras de la ley, no sólo sin las obras ceremoniales, que no conferían la gracia, pues sólo la significaban, sino que también sin las obras de los preceptos morales, según aquello de otra epístola: «El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tt 3, 5), de tal manera, sin embargo, que esto se entienda que sin obras precedentes a la justicia, más no sin obras consecuentes»[35].

Podría parecer que la afirmación de San Pablo: «creyó Abraham a Dios, y le fue imputado a justicia»[36], implicará que una obra buena precedente a la justificación sería el mismo acto de fe. Santo Tomás sostiene que: «por simples obras nadie es justificado delante de Dios», ni, por tanto, por la mera virtud de la fe, por la que el entendimiento da a Dios su asentimiento a lo creído sin evidencia, que puede considerarse una obra buena, porque es de justicia ofrecer el entendimiento a Dios. Sin embargo, no es así, porque el hombre no es justificado: «sino por el hábito de la fe, no ciertamente adquirido, sino infuso»[37]. La fe es una gracia de Dios y puede así ser una obra justa o buena.

El hombre es justificado –pasa de pecador a justo o regenerado–, por la fe, y sin las obras de la ley, ni ceremoniales –las realizadas según las leyes rituales, que se encontraban sólo en la ley de Moisés– ni las morales – la obras de la práctica de la ley natural, confirmada en el Decálogo–. San Pablo no niega con ello la eficacia justificadora de las obras morales, porque en estos pasajes se refiere a las obras antecedentes, obras que precedan a la fe. En cambio, son necesarias las obras consecuentes, porque, como se dice en la Epístola de Santiago: «La fe sino tiene obras es muerta»[38]. Si a la fe no le siguen obras buenas, que serían, por tanto, obras consecuentes, es que en realidad no hay fe, ni tampoco, sin ella, hay justificación.

Gracias a la fe es posible cumplir la ley moral, hacer las buenas obras que manda. Además, estas obras morales adquieren un mérito sobrenatural. La fe actúa por estas obras. Santiago escribe, en el mismo lugar: «te mostraré mi fe por las obras»[39] y «la fe sin las obras es estéril»[40]. No intervienen en la justificación las obras realizadas por el pecador sin la fe, porque es la fe es la que engendra la obras meritorias, que son así un signo de la posesión de una fe viva y fructificante. Las buenas obras salvadoras son las que revelan la existencia de una fe justificante, gracia de Dios.

790. –Al empezar a comentar los versículos citados de la Epístola a los Efesios el Aquinate sostiene que: «la fe es el fundamento de todo el edificio espiritual»[41]. Sin embargo, en la misma epístola se encuentran estas palabras:«arraigados y fundados en la caridad»[42]. La caridad, también efecto interior de la gracia, que produce la amistad entre el hombre y Dios, que lleva a su unión afectiva y a su unión real, ¿no sería el fundamento de todas las virtudes?

–Para determinar la primacía de la fe entre todas las virtudes, Santo Tomás nota que: «hay un doble orden, a saber: de generación y de perfección». En el primero: «en el que la materia precede a la forma, y lo imperfecto a lo perfecto, en un único y mismo sujeto, la fe precede (…) a la caridad, atendiendo a sus actos, pues los hábitos son infundidos al mismo tiempo. Porque el movimiento del apetito, en efecto, no puede tender a una cosa (…) si no es aprehendida por el sentido o por el entendimiento, ahora bien, el entendimiento aprehende por la fe lo que (…) ama. Por tanto, en el orden de generación, la fe debe preceder (…) a la caridad».

En cambio: «en el orden de perfección, la caridad precede a la fe», y a las otras virtudes infusas, ya que: «son informadas por la caridad y reciben de ella su perfección de virtud. Pues de este modo la caridad es madre y raíz de todas las virtudes, en cuanto que es forma de todas ellas»[43].

La caridad informa a la fe, pero: «no pertenece a su esencia lo que hace que sea viva o formada»[44]. De manera que: «la caridad es forma de la fe en cuanto informa al acto de ésta»[45]. La razón es la siguiente: «el acto de fe se ordena, como a su fin, al objeto de la voluntad, que es el bien. Y este bien, que es fin de la fe, a saber, el bien divino, es el objeto propio de la caridad. Por lo tanto, la caridad se dice forma de la fe en cuanto perfecciona e informa el acto de ésta»[46].

La fe sin la caridad es una fe informe o muerta. Sin embargo: «uno mismo es el hábito de fe formada y el de la informe. La razón está en que el hábito se diversifica por lo que hay en él de esencial. Siendo la fe una perfección del entendimiento, es esencial en ella lo que pertenece al entendimiento; lo que, en cambio, corresponde a la voluntad, no pertenece esencialmente a la fe, de tal manera que sobre ello pueda diversificarse el hábito de la misma. Además, la distinción de la fe formada y de la fe informe se basa en lo que concierne a la voluntad, es decir, en la caridad y no en lo que pertenece al entendimiento. De ahí que la fe formada y la fe informe no sean hábitos diversos»[47].

La fe no formada por la caridad es una fe muerta, porque le falta la vida, o la forma de la caridad, y, por ello, no opera, no da frutos. Sería en vano, poseer una fe muerta, porque sólo podría realizar obras serviles, obras hechas sin amor. Por ello, de la fe informe se sigue el temor servil a Dios, o el cumplir sus mandatos por «el temor a ser castigado por Dios». De manera que: «la causa del temor servil, es la fe informe». En cambio, de la fe formada por la caridad se sigue el temor filial: «que consiste en temer separarse de Dios», y que lleva así a cumplir su voluntad. De ahí que la causa del «temor filial es la fe formada, que mediante la caridad une y somete el hombre a Dios»[48].

Se comprende así que San Pablo desea a los efesios que: «Cristo habite por la fe en vuestros corazones estando arraigados y cimentados en la caridad»[49]. Explica Santo Tomás, al comentar este versículo, que: «al poner «que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» –o como también exhortaba San Pedro a los fieles que vivían en el mundo gentil: «santificad a Cristo como Señor en vuestros corazones» (1 Ped 3, 17)–, lo dice no sólo por la fe, que como don es fortísima, sino también por la caridad que está en los santos. Por eso agrega: «estando arraigados y cimentados en la caridad». De ahí que se diga, en la Escritura, que la caridad: todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13, 7); y también «fuerte es el amor como la muerte» (Cant 8, 6). Por tanto, así como un árbol sin raíces y una casa sin cimientos fácilmente se vienen al suelo; del mismo modo el edificio espiritual, si no está arraigado y cimentado en la caridad, no puede durar[50].

791. –Si el fundamento de las virtudes no es la mera fe, sino la fe formada o vivificada por la caridad, ¿no debería considerarse que ambas son por igual su fundamento?

–Para resolver esta cuestión, advierte Santo Tomás que: «La condición de fundamento no sólo reclama ser lo primero, sino estar unido con las demás partes del edificio, pues no sería fundamento si no tuviera cohesión con ellas»[51]. La virtud que es «de suyo, o esencialmente, la primera de todas las virtudes es la fe». La razón es porque, como virtud teologal tiene por objeto a Dios como fin último sobrenatural, y «es preciso que el último fin esté en el entendimiento antes que en la voluntad, dado que ésta no se encamina hacia su objeto si no es conocido antes por el entendimiento». Por consiguiente: «la fe necesariamente es la primera de las virtudes»[52].

Sin embargo: «la conexión del edificio espiritual se logra por la caridad, según dice San Pablo: «Por encima de todo revestíos de la caridad que es vínculo de la perfección» (Col 3, 14)»[53]. De manera que: «todas las virtudes dan al hombre su perfección, pero la caridad las enlaza y traba en sí y mantiene en un mismo estado, y por eso se dice vínculo. O por su naturaleza es vínculo, porque es amor, que une al amante con el amado, se dice en la Escritura: «Yo los atraje con lazos de hombre, con vínculos de amor» (Os 11, 49)»[54]. La caridad es necesaria al fundamento de la fe para serlo, porque es principio vital que da cohesión y unidad. «Por eso la fe no podría ser fundamento sin la caridad; mas tampoco ésta es anterior a ella»[55].

La fe es esencialmente el fundamento primero, el cimiento sobre el que se edifica toda la vida de las virtudes. Es una base necesaria, pero imperfecta, porque es un fundamento incompleto, por requerir la caridad. El fundamento en sentido pleno es la fe informada por la caridad. Por ello, se puede llamar también fundamento a la caridad, como hace San Pablo.

792. –Al tratar sobre la excelencia de la virtud de la humildad[56], el Aquinate cita este texto de San Agustín: «¿Pretendes construir un edificio grande y elevado? Piensa primero en el cimiento de la humildad. Y cuanta mayor mole quiere y determina alguien imponer al edificio, cuanto más elevado sea este, tanto más profundos cava los cimientos. Cuando el edificio se construye, éste se eleva cada vez más; pero quien cava los cimientos ahonda más y más. Luego también el edificio se humilla antes de elevarse y después de la humillación se remonta hasta el remate»[57]. ¿Parece, por tanto, que la humildad es también el fundamento de las virtudes?

–El fundamento de la vida cristiana, la fe informada, vivificada y animada, por la caridad, precede de suyo a las otras virtudes, pero: «accidentalmente, puede otra virtud ser anterior a la fe. Una causa accidental es también accidentalmente primera y apartar los obstáculos es efecto de una accidental (…) en este sentido, pueden ser anteriores a la fe, en cuanto que eliminan los impedimentos parar creer, como (…) la humildad, que rechaza la soberbia»[58].

La virtud de la humildad, que «refrena los deseos de lo que excede las propias facultades»[59], y que, por tanto, se opone al vicio de la soberbia –el deseo desordenado de la propia excelencia–, lleva a aceptar la propia situación de criatura, de lo que es esencialmente dependiente de Dios. La humildad consiste en reconocer que se es «pobre de espíritu», o el aceptar que todos los bienes, incluidas las virtudes, no se pueden alcanzar con el mero esfuerzo, ni, por ello, son propios, sino dados por Dios. En cambio, la soberbia lleva a considerarse «rico de espíritu», a sentirse rico o capaz por sí mismo de alcanzar la perfección. Los ricos de espíritu no creen necesitar las gracias de Dios y, por ello, las rechazan.

En cambio, los humildes, que reconocen que no son nada y que no pueden nada, pueden recibir las gracias que les da Dios. La Virgen María declaraba en el Magnificat que: «A los hambrientos llenó de bienes y a los ricos dejó vacíos»[60]. Los humildes, o pobres por sí mismos, pueden recibir las gracias de Dios, y de ellos se dice: «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»[61].

Los soberbios no quieren las gracias, la obstaculizan, porque creen que no las necesitan. Así lo expresa Santa Teresa de Jesús en la conocida frase: «La humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda mentira»[62], como el soberbio, a quien Dios rechaza porqueno quiere la mentira.

La humildad puede considerarse fundamento de todas las virtudes, porque: «El conjunto ordenado de todas las virtudes se asemeja a un verdadero edificio, en el que con toda propiedad se puede aplicar el nombre fundamento a la virtud que primero se adquiere y es base de construcción (…) en cuanto que remueve los obstáculos de la virtud. En este sentido, la humildad ocupa el primer puesto; expulsa a la soberbia, a la que Dios resiste, y hace al hombre someterse al influjo de la gracia divina, desvaneciendo toda clase de soberbia, como enseña Santiago: «Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes» (St 4, 6)»[63]. La humildad es el fundamento indirecto y accidental de la construcción virtuosa, como lo es el hueco, en el solar, que ha sido preciso realizar con el vaciado de tierras u obstáculos, para rellenarlo de los cimientos del edificio, auténtico fundamento.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.

[2] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 1, in c.

[3] Ibíd., II-II, q. 5, a. 2, in c.

[4] Ibíd., II-II, q. 6, a. 1, ad 3.

[5] Ibíd., II-II, q. 6, a. 1, in c

[6] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 152.

[7] JOSEP TORRAS I BAGES, L’unica eficacia. Contra la pseudo-mística literaria, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. II, pp. 23-50, p. 28.

[8] Mc, 16, 16.

[9] JOSEP TORRAS I BAGES, L’unica eficacia, op. cit., p. 28.

[10] Ibíd., p. 32.

[11] Ibíd., pp.28-29.

[12] Ibíd., p. 28.

[13] Santo Tomás de Aquino,  Suma contra los gentiles, III, c. 152.

[14] ÍDEM, Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 2, in c.

[15] SAN AGUSTíN, De praedestinatione sanctorum, c. 2.

[16] 1 Cor 13, 12.

[17] John H. Newman, Discursos sobre la fe, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, 2ª ed., X. «Fe y juicio privado», pp. 199-219, p. 201.

[18] Ibíd., pp. 201-202.

[19] Ibíd., p. 202.

[20] Ibíd., pp. 202-203.

[21] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.

[22] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica, Dei Filius, c. II.

[23] Ibíd.. c. III.

[24] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.

[25] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica, Dei Filius, c. II.

[26] Ef 2, 8.

 

[27] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.

[28] Ef   2, 9-10.

[29] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.

[30] Ídem, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 6, lec. 4.

[31] Ídem, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.

[32] Ef 2, 8.

[33] Rm 3, 28.

[34] Ga 2, 16.

[35] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 3, lec. 4.

[36] Gal 3, 6.

[37] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec. 4

[38] St 2, 17.

[39] St 2, 18.

[40] St 2, 20.

[41] SANTO TOMÁS de Aquino, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.

[42] Ef 3, 17.

[43] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 62, a. 4, in c.

[44] Ibíd., II-II, q. 4, a. 4, ad 2.

[45] Íbid., II-II, q. 4, a. 3, ad 1.

[46] Ibíd., II-II, q. 4, a. 3, in c.

[47] Ibíd., II-II, q. 4, a, 4, in c.

[48] Íbíd., II-II, q. 7, a. 1, in c.

[49] Ef 3, 17.

[50] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 3, lec 4.

[51] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, ad 4.

[52] Ibíd., II- II, q. 4, a. 7, in c.

[53] Ibíd.,  II-II, q. 4, a. 7, ad 4.

[54] Ídem, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 3.

[55] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, ad 4.

[56] Ibíd., II-II, q. 161, a. 5.

[57] San Agustín, Sermón 69, 2.

[58] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, in c.

[59] Ibíd., II-II, q. 161, a. 2, in c.

[60] Lc 1, 53.

[61] Mt 5, 3.

[62] Santa Teresa de Jesús, Moradas del castillo interior, en Obras completas, BAC, Madrid, 1979, 6 ª ed., pp. 363-450, Moradas sextas, c. 10, 8, p. 434.

[63] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 161, a. 5, ad 2.

1 comentario

  
Luis
Siendo de ciencias, siempre he tenido la sensación de que el mundo de la filosofía era un mar muy agitado para mis condiciones de marinero. Este articulo desde el 787 en adelante me ha resultado un descubrimiento inesperado y ha ganado un lector que intentara introducirse en ese mar para descubrir nuevos horizontes. Paz y Bien
04/11/19 5:09 PM

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