LXI. Los mandamientos de la ley divina

688. En cuanto la naturaleza humana es común con los animales, que sería su género próximo, tiene inclinaciones dirigidas a la conservación de la especie, que desembocan en el matrimonio. Se ha visto, en los capítulos anteriores, que la ley divina las regula racionalmente. En cuanto a su género remoto, o a su comunidad con todos los seres creados, otras inclinacionesestán dirigidas a la conservación del individuo, ¿Existe también una ley divina, que prescriba el uso correcto de estas otras inclinaciones de la naturaleza humana?

–Como Santo Tomás ya ha probado que la ley divina manda guardar el orden de la razón en todas las cosas que pueden ser utilizadas por el hombre, a esta cuestión responde: «Así como el uso de lo sexual se da sin pecado, si se tiene conforme a la razón, así también el uso de alimentos». Debe tenerse en cuenta que: «Se hace algo según razón cuando se ordena convenientemente a debido fin». Además, que: «El fin debido al tomar alimento es la conservación del cuerpo por la alimentación». Como consecuencia: «Todo alimento puede conseguir eso y puede tomarse sin pecado. Por tanto, tomar cualquier manjar no es de suyo pecado».

Más concretamente, se sigue que: «No es de por sí malo usar de las cosas para lo que son. Las plantas son para los animales, de éstos algunos para otros, y todo para el hombre. Como se desprende de lo dicho anteriormente (III, c. 22)». Queda así confirmado que: «no es de suyo pecado usar de plantas o de la carne de animales para comida o para cualquier otra cosa de utilidad para el hombre».

689. –Explica seguidamente el Aquinate que, por una parte: «los defectos del pecado se derivan al cuerpo por el alma, pues decimos que hay pecado cuando se desordena la voluntad». Por otra: «Los manjares pertenecen inmediatamente al cuerpo, no al alma». ¿Puede así inferirse que en el consumo de la comida no hay pecado?

–De estas observaciones sobre los alimentos infiere Santo Tomás que: «tomarlos no es pecado a no ser que repugne a la rectitud de la voluntad». Se dan tres casos en los que no es recta la voluntad. El primero: «por la pugna con el fin propio de los manjares, como cuando se toman por el deleite que dan, aunque sean dañosos a la salud corporal, tanto por la calidad o por la cantidad»[1].

En la Suma teológica, indica que, con ello, se cae en el pecado de la gula. Advierte, sin embargo, que no puede llamarse pecado: «a cualquier apetito de comer o beber, sino al desordenado, es decir, al que se aparta de la línea racional, en que radica el bien de la virtud moral»[2].

Además de considerar el exceso en la calidad de los alimentos o de la cantidad, que serían así dos especies de gula, en este lugar añade otras tres en el siguiente texto: «La gula es apetito desordenado de comida y consideramos en la comida dos cosas: el manjar que se toma y el acto de comerlo. Las dos pueden originar desorden en la concupiscencia (o deseo)».

Respecto a lo primero, pueden aparecer tres tipos de gula: «Por parte del manjar caben las siguientes combinaciones: en cuanto a la substancia del mismo, lo deseamos valioso, estimable; en cuanto a la calidad, exigimos una preparación esmerada; y, en cuanto a la cantidad, superamos el límite racional». También otros dos más, porque: «por modo de tomarlo, o acto, existen estas variantes: adelantar la hora ordinaria y tomar el alimento con voracidad»[3].

El segundo caso de desorden de la voluntad respecto a los manjares puede ocurrir, tal como añade en la Suma contra los gentiles: «por desdecir con la posición de quien los toma o con la de aquellos con los que convive, por ejemplo: el que los compra sobre sus facultades o de calidad no acostumbrada entre aquellos con quienes alterna».

Por último, acontece el tercer desorden en la comida: «por tratarse de alimentos prohibidos por motivo especial por la ley: como algunos estaban prohibidos en la ley vieja por su simbolismo, y antiguamente en Egipto la carne de buey o de vaca para que la agricultura no sufriera colapso»[4].

En otra de sus obras, al responder Santo Tomás a la pregunta «¿Por qué en la ley antigua estaban vedados algunos manjares?»[5], que suscita el texto evangélico: «No lo que entra por la boca es lo que mancha al hombre»[6] –citado también al final de esta argumentación para confirmar su respuesta–, explica en que consistía tal simbolismo. Su respuesta es la siguiente: «San Agustín da contra Fausto este motivo: en aquel estado (de la ley antigua) estaba prefigurado Jesucristo, no sólo por las palabras, más también por las acciones. Por eso en los manjares, vestidos y sacrificios hubo figuras del futuro estado (de la ley de Cristo). No están pues vedados como tales, más por ser figuras de cosas inmundas, por ejemplo, el puerco señal es de vida inmunda. Por eso la prohibición de su carne señal es de que en la ley de Cristo prohibida está toda inmundicia»[7].

690. –Después de estas argumentaciones, el Aquinate puede concluir que: «el uso de manjares y de placeres no es en sí ilícito, sino sólo cuando desborda el orden de la razón»; y que: «las facultades poseídas son necesarias para la alimentación, la educación de la prole y la sustentación de la familia y demás necesidades corporales». ¿De esta tesis general deduce alguna otra?

–De esta doble conclusión, que ha probado en éste y en los anteriores capítulos, obtiene Santo Tomás la siguiente consecuencia: «la posesión de la riqueza no es de suyo ilícita, si se observa el orden de la razón, de suerte que se posea justamente lo que se tiene y que no se ponga en ella el fin de la voluntad y se la emplee para provecho propio y ajeno».

Lo confirma el que: «por eso San Pablo no condena a los ricos, sino que les da una regla para su uso»[8], tal como lo hace al escribir a Timoteo, su fiel discípulo y colaborador: «Manda a los ricos de este mundo que no sean altivos, ni pongan su confianza en las riquezas caducas, sino en el Dios vivo, que nos da abundantemente todas las cosas para nuestro uso; que obren bien, que se hagan ricos en buenas obras, que den y que repartan liberalmente»[9].

Al comentar este pasaje, nota Santo Tomás que San Pablo: «les manda que «no sean altivos», esto es, no sentir algo excelso de sí», porque la riqueza puede ser mala por dos razones: «La primera si se ensoberbecen, por causa de esas cosas que no tienen verdadera excelencia, esto es, de las temporales; de donde el que por una excelencia exterior se engríe presuntuoso y altivo, se aficiona sin cabeza, y esto es soberbia. Con todo eso los hombres carnales no traen tanta cuenta con otra sublimidad como con ésta, que puede conseguirse con las riquezas, a quienes todo se rinda y sujeta. «Todo obedece al dinero» (Ecle 10, 19). De donde, como la hacienda de este mundo son estos bienes, vanamente se engríen».

También hay maldad en el sentimiento de la propia excelencia, que no es ya directamente por las riquezas: «porque hay ciertas cosas, como los dones espirituales, que tienen excelencia. «¡Qué grande es el que encuentra la sabiduría y la ciencia¡ Pero no supera a aquel que teme al Señor» (Eclo 25, 13); que pueden gustarse desordenadamente, no por la naturaleza de los dones, sino por atribuirse el que los tiene lo que no es suyo, o no reconociendo que lo que tiene es de Dios». Por consiguiente: «en el primer caso hay desorden por defecto de las cosas; en el segundo por desorden en el afecto».

La segunda razón, por la que las riquezas pueden ser malas, para quien las posee, es porque, además de la soberbia: «el segundo vicio de los ricos es la esperanza en las cosas mundanas. De donde dice San Pablo en este pasaje: «ni pongan su confianza en las cosas caducas» (v. 17). Se lee también en la Escritura: «creí que el oro era mi fuerza y dije al oro: mi confianza eres» (Jb 31, 24); y «El haber del rico es su ciudad fuerte» (.Pr 10, 15). Indica el motivo de la advertencia; pues la confianza se pone en donde uno espera hallar socorro; pero el socorro es del fuerte y las riquezas son frágiles; no hay pues que esperar en ellas, como se lee en el Evangelio: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban» (Mt 6, 19), no hay pues que esperar en ellas, «sino en el Dios vivo» (v. 17), en quien hay que poner la verdadera esperanza. «Bienaventurado el hombre que confía en el Señor y pone su esperanza en el Señor» (Jer 17, 7); que «da a todos copiosamente» (St 1, 5)»[10].

691. –Concluye el Aquinate que, por todo ello: «según la ley divina el hombre es conducido al orden de la razón en todo lo que puede tratar». ¿Se incluyen también en ello las relaciones con los otros hombres?

–Entre todas las relaciones del hombre: «las principales son con los otros hombres. «El hombre es por naturaleza animal social» (Aristóteles, I Ética, 5), pues necesita de muchos para alcanzar lo que uno solo». Se advierte así que: «es preciso que la ley divina disponga como el hombre se ha de comportar con los demás según el orden de la razón».

Queda ratificado, en primer lugar, si se tiene en cuenta que: «el fin de la ley divina es que el hombre se una a Dios. En esto, uno ayuda al otro en el conocimiento y en el amor, ya que los hombres se ayudan en el conocimiento de la verdad, y uno incita al otro al bien y lo aparta del mal (…) Por tanto, convino ordenar por ley divina la sociedad mutua de los hombres».

En segundo lugar, porque: «la ley divina es cierto plan de la divina providencia para gobernar a los hombres. A ésta atañe mantener en su debido orden a todos sus sometidos, de suerte que cada uno esté en su lugar y grado. Por lo tanto, la ley divina así ordena recíprocamente a los hombres que cada uno esté en su sitio, lo cual no es otro que estar los hombres en mutua paz, pues, como dice San Agustín: «la paz entre los hombres no es otra cosa que una ordenada concordia» (La ciudad de Dios, XIX, 13, 1)»[11].

692. –La finalidad principal de la ley divina, que el hombre se una a Dios, queda expresada, como se ha dicho, en los tres primeros mandamientos –«»Amarás a Dios sobre todas las cosas» (…) «no tomarás el nombre de Dios en vano» (…) «santificarás las fiestas»[12]–. La otra finalidad de la ley divina, según lo explicado, es que los hombres viven en paz entre si. ¿Queda también manifestada en algún mandamiento?

–Los siete mandamientos restantes son la exposiciónde esta segunda finalidad de la ley divina. Se puede probar desde la definición de la paz de San Agustín: «La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden»[13]. Noción que incluye implícita esta otra: «la bien ordenada concordia»[14].

Argumenta Santo Tomás que: «se guarda la ordenada concordia cuando se da a cada cual lo que es suyo, lo que es de justicia. Por eso dice Isaías: «Efecto de la justicia es la paz» (Is 32, 17). Fue conveniente, por tanto, dar mandamientos de la ley divina sobre la justicia, para que todos se concedieran lo propio y se abstuvieran de causar daño».

El cuarto mandamiento queda justificado, porque: «entre todos los hombres, uno es máximo deudor de sus padres. De este modo el primero de los preceptos de la ley, que nos relacionan con el prójimo, es el de «honrar padre y madre», en el cual se comprende estar mandado que tanto a los padres como a los demás dé cada uno lo que se merece, según se dice en la Escritura: «Pagad a todos lo que se les debe» (Rm 13, 7)».

Nota seguidamente que: «Después vienen los mandamientos en que se manda abstenerse de causar daño al prójimo, de manera que no le ofendamos de obra ni en su propia persona, «por eso se dice: «No matarás», en el quinto mandamiento. Tampoco hay que hacer mal a lo unido a la persona, así se dice: «no cometerás adulterio», según se prescribe en el sexto mandamiento; ni tampoco: «en las cosas exteriores, por ello se ordena: «no robarás», como se prohíbe en el séptimo mandamiento.

En el siguiente mandamiento, el octavo: «También se nos prohíbe que no le ultrajemos contra toda justicia con palabras: «No levantarás falsos testimonios ni mentirás». Por último, como: «Dios es también juez de los corazones», asimismo: «nos prohíbe que ofendamos al prójimo con el pensamiento», por ello, se lee en el noveno mandamiento: «no desearás la mujer de tu prójimo», y en el décimo: «no codiciarás los bienes del prójimo»[15].

693. –¿Los dos últimos mandamientos no son una repetición del sexto y del séptimo, «no cometerás adulterio» y «no robarás»?

–En la obra posterior dedicada a los mandamientos, antes de comentar el noveno y décimo mandamiento, nota Santo Tomás que: «Entre la ley humana y la divina existe esta diferencia, que la humana contempla hechos y palabras, la divina no sólo eso, sino además pensamientos. La razón de ello es que la primera ha sido promulgada por hombres, que juzgan de lo que aparece al exterior, en tanto que la divina procede de Dios, el cual ve lo de fuera y lo de dentro. Se dice en la Escritura: «Dios de mi corazón» (Sal 72, 26); y «el hombre mira las apariencias, pero Dios penetra el corazón» (1 Re 16, 7)», y conoce así lo más interior y profundo de cada hombre.

Los anteriores mandamientos «se refieren a dichos y hechos», los dos últimos «tienen los pensamientos por objeto». La razón es porque: «ante Dios la intención equivale a la puesta en práctica. De ahí el «no codiciarás», esto es, no sólo no arrebates de hecho, sino que ni siquiera «codiciaras» (mentalmente) los bienes de tu prójimo»[16]. Por consiguiente, el objeto de estos mandamientos es nuevo.

En el Catecismo romano, se indica además que: «por dos razones fueron necesarios estos mandamientos (el noveno y el décimo): una, para explicar el sentido de los mandamientos sexto y séptimo: porque, si bien se comprende por la luz natural de la razón que, prohibido el adulterio, se prohíbe también el deseo de poseer la mujer casada, puesto que, si fuera lícito apetecer, sería también lícito gozar; sin embargo, muchísimos judíos, obcecados en sus vicios, no pudieron llegar a creer que estuviera esto (el deseo) prohibido; y, aun después de haber sido publicada y conocida esta ley del Señor, muchos que eran de profesión intérpretes de la ley, estaban en ese error, como puede verse en el sermón del Señor, según San Mateo: «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: No cometerás adulterio. Yo os digo más que todo aquel que pone los ojos en una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón con ella» (Mt 5, 27-28)».

La segunda razón de la necesidad de estos dos últimos mandamientos es porque: «en ellos se prohíben clara y distintamente algunas cosas, que no estaban expresamente prohibidas en el sexto ni en el séptimo. Porque, por ejemplo, el séptimo precepto prohibió que nadie apeteciese ni intentase apoderarse injustamente de lo ajeno; mas éste (el décimo) prohíbe que nadie lo apetezca de ningún modo, aunque pudiera conseguir justa y legítimamente una cosa, con cuya posesión viera que se causa al prójimo algún daño»[17].

Estas razones revelan que puede considerarse: «la divina ley a manera de un espejo, en el que vemos los vicios de nuestra naturaleza; por eso dice el Apóstol: «Yo no conocí el pecado sino por la ley, porque no conocería la concupiscencia si la ley no dijese: «No codiciarás» (Rm 7, 7). Y permaneciendo siempre fija en nuestro ser la concupiscencia, esto es, el fomes del pecado, que del pecado tuvo origen, conocemos por esto que en pecado, nacemos, y por esta razón acudimos humildes a quien únicamente puede borrar las manchas del pecado»[18].

Explican también que no queda prohibida totalmente la concupiscencia o deseo, porque: «no se prohíbe la facultad natural y moderada de apetecer, que no traspasa sus límites; y mucho menos el deseo espiritual de la recta razón»[19]. En cambio: «prohíbese en absoluto, por estos mandamientos, no la facultad misma de apetecer, de la cual podemos usar así para bien como para mal, sino el uso del apetito desordenado, que se llama concupiscencia de la carne y fomes del pecado, y debe incluirse siempre entre los pecados, si va acompañado del asentimiento de la voluntad»[20].

El «fomes», cuyo significado literal es el de yesca, que estimula la llama, es la concupiscencia o inclinación desordenada habitual de los apetitos sensibles, que si se actualiza se convierte en pecado. Es lo que queda del pecado original, incluso cuando se ha limpiado su culpa por el bautismo, de manera que el fomes «del pecado (original)procede y al pecado (actual) inclina»[21]. El pecado de concupiscencia se da: «cuando, después del impulso de los malos apetitos, se recrea el alma en las cosas malas y consiente en ellas o no las rechaza; esto es lo que enseña Santiago al explicar el origen y desarrollo del pecado por estas palabras: «Cada uno es tentado, atraído y halagado por su propia concupiscencia. Después la concupiscencia, en llegando a concebir malos deseos, produce el pecado; y el pecado, una vez que sea consumado, engendra la muerte eterna» (St 1, 14-15)»[22].

694. Además del permanente fomes, o desorden del apetito sensible, que inclina a la concupiscencia de la carne ¿el pecado original es el origen de otras concupiscencia?

–Al comentar las palabras de noveno mandamiento, que se encuentran en la exposición del Éxodo: «No codiciarás la casa de tu prójimo»[23], declara Santo Tomás: «Dice San Juan que: «todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida» (1 Jn 2, 16). Así pues, todo lo apetecible viene a parar en una de esas tres cosas»[24]. Todo lo que es apetecible o deseable de manera desordenada se convierte a estas tres concupiscencias.

Esta triple concupiscencia, legado de las heridas del pecado original en la naturaleza humana y en sus facultades –en el entendimiento, con la ignorancia; en la voluntad, con la malicia; en el apetito irascible, con la flaqueza; y en el apetito concupiscible, con la concupiscencia o deseo sensible desordenado[25]–, se explica porque: «hay que distinguir en el hombre una doble concupiscencia (deseo): la natural, que tiende a las cosas de que nuestra naturaleza se sustenta, tanto en el orden a la conservación del individuo -la comida, la bebida y objetos semejantes-, como la conservación de la especie, como sucede en las cosas del trato sexual». Esta sería la concupiscencia de la carne.

Añade Santo Tomás que: «La otra concupiscencia es espiritual, es decir, de aquellas cosas que no proporcionan deleite ni sustento carnal, sino que deleitan por vía de aprehensión imaginativa o de forma semejante: son las riquezas, adorno de vestidos y cosas colindantes. Esta concupiscencia anímica se llama «concupiscencia de los ojos»[26].

Además de la «concupiscencia de la carne» y de la «concupiscencia de los ojos», resultado de los desordenes del apetito natural y del no natural, «propio exclusivamente del hombre»[27], hay una tercera concupiscencia. Este deseo, o «apetito desordenado de un bien arduo», propio del llamado apetito irascible –que tiene por objeto lo deleitable difícil de conseguir y que implica lucha–, «pertenece a la «soberbia de la vida»[28]. La primera concupiscencia da lugar a la gula y la lujuria. La concupiscencia de los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en las facultades racionales, a los de la avaricia y de la vanagloria; y la soberbia de la vida origina el deseo desordenado de la propia excelencia, o soberbia.

Las dos últimas concupiscencias: «quedan comprendidas en la prohibición (…) del mandamiento «no codiciarás la casa de tu prójimo», porque: «en una casa hay que considerar entre otras cosas la altura con lo que se alude a la soberbia: «Gloria y riqueza habrá en su casa» (Sal 111, 3). Por consiguiente, desear la casa incluye también ambicionar puestos de relieve»[29]. En cambio, el anterior mandamiento, el noveno, «no desearás la mujer de tu prójimo»[30], está «dirigido contra la concupiscencia de la carne»[31].

Igualmente, en el Catecismo romano se indica sobre el décimo mandamiento que: «Por el espíritu de este mandamiento se nos prohíbe apetecer con codicia las riquezas y tener envidia de los bienes ajenos, del poderío y de la nobleza, y, por el contrario, se nos manda que estemos contentos en nuestro estado, cualquiera que sea, humilde o elevado. Asimismo debemos entender que se prohíbe el deseo de ostentación ajena»[32].

En el nuevo Catecismo, también se advierte que: «El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder»[33]. Más adelante se dice: «El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia (…) La envidia puede conducir a las peores fechorías (Cf Gn 4, 3-7: 1 Rey 21, 1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sab 2, 24)»[34].

Explica seguidamente Santo Tomás que: «después del pecado original, a causa de la corrupción ocasionada por él, nadie se ve libre de la concupiscencia, excepción hecha de Cristo y de la Virgen gloriosa. Y donde hay concupiscencia, hay pecado venial o pecado mortal, cuando la concupiscencia domina. Puntualiza San Pablo: «Que el pecado no reine en vuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12); y no dice «no se halle», porque como él mismo escribe «yo sé que algo no bueno habita en mí, esto es, en mi carne» (Rm 7, 18)».

695. –Según lo que dice San Pablo, y que cita el Aquinate, se podría preguntar: ¿Cuando reina el pecado en la carne?

–La respuesta de Santo Tomás sería la siguiente: «Reina el pecado en la carne: Primero: cuando la concupiscencia domina en el corazón mediante el consentimiento, y así, añade San Pablo a las palabra citadas: «esto es obedeciendo a la concupiscencia de la carne» (Rm 6, 12)». A continuación, en esta respuesta, cita unas palabras evangélicas, que son una novedad sobre la actitud de todo hombre ante cualquier mujer, aunque no sea de otro: ««El que mira a una mujer deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Porque ante Dios la intención equivale a la puesta en práctica».

Segundo: «Cuando domina en las palabras por la manifestación de lo que se lleva dentro: «Pues de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34). «Ninguna palabra mala salga de vuestros labios» (Ef 4, 29). Por este motivo, no está exenta de pecado la composición de canciones frívolas, y ello incluso en opinión de los filósofos, pues los autores de poemas eróticos eran desterrados». Así ocurrió con el poeta romano Ovidio (s. I a.C.), que fue por este motivo desterrado a Temis, o Constanza (Rumania).

Tercero: «Cuando se exterioriza en las obras, poniendo el cuerpo al servicio de la concupiscencia. Dice San Pablo: «Del mismo modo que ofrecisteis vuestros miembros al servicio de la perversidad para mal (Rm 6, 19)».

Se puede concluir, por una parte, que: «estos son, pues, los diversos grados de la concupiscencia», a la que inclina el fomes. Por otra: «Para evitar tal pecado, mucho hay que esforzarse, porque tiene dentro las raíces, y el enemigo de casa es el más difícil de vencer»[35].

696. –El Aquinate, en la exposición sobre los diez mandamientos, declara: «La perfección del hombre consiste en el amor a Dios y al prójimo. Del amor a Dios tratan los tres mandamientos que fueron escritos en la primera tabla: al amor del prójimo se refieren los siete de la segunda»[36]. Por consiguiente, con la justicia que implican, regulan las relaciones del hombre con Dios y con los demás. ¿Cómo se ve incitado el hombre a cumplir los mandamientos?

–En este capítulo de la Suma contra los gentiles, indica seguidamenteSanto Tomás que, por una parte: «Para observar una tal justicia, establecida por ley divina, es inclinado el hombre doblemente: interior y exteriormente. Interiormente, en cuanto que es voluntario (y, por tanto, con libre albedrío) para guardar lo que manda la ley divina, lo cual hace por amor a Dios y al prójimo, ya que el que ama a alguien, de agrado y con placer le da lo que merece y aun liberalmente más».

Así se explica que: «todo el cumplimiento de la ley esté como colgado del amor, según dice San Pablo: «la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13, 10); y el Señor que: «de dos mandamientos pende toda la ley» (Mt 22, 40), del amor de Dios y del amor al prójimo»[37]. Por ello: «por el amor se cumple y se realiza perfectamente la ley»[38]. El amor es la síntesis de la ley, porque con su fuerza se realiza su pleno cumplimiento.

Por otra, que: «porque algunos no están tan dispuestos interiormente que espontáneamente hagan por sí mismos lo que les manda la ley, han de ser atraídos exteriormente al cumplimiento de su justicia; lo cual acontece cuando por temor de las penas cumplen la ley servil y no liberalmente. Así se dice en la Escritura: «Cuando obrares tus juicios en la tierra», es decir, castigando a los malos, «aprenderán la justicia los habitantes del mundo» (Is 26, 9)».

Puede afirmarse, por ello, que: «los primeros, pues, que tienen caridad, que, en lugar de la ley, los induce a obrar libremente, «son para sí mismos ley» (Rm 2, 14)». La razón es porque siguen la ley natural, que está insertada en la naturaleza humana, y, por tanto, interna e innata. Ley, que ha sido dada por Dios, y no porque el hombre sea legislador de la misma. «De manera que, por ellos, no fue necesario dar la ley exterior, sino por aquellos que de suyo no se inclinan al bien. Por eso se dice en la primera carta a Timoteo: «La ley no fue puesta para el justo, sino para los injustos» (1 Tm 1, 9). Lo cual no se ha de entender de suerte que los justos no estén obligados a guardar la ley, como alguno así lo entendió, sino que los tales se inclinan por sí mismos a cumplir la justicia aun sin la ley»[39], es decir, sin la ley positiva.

Al comentar estas citas bíblicas explica Santo Tomás que: «la Ley no fue dada para los justos, que no son obligados por una ley externa, sino que es dada para los injustos, que necesitan ser obligados exteriormente». El primero: «y supremo grado de dignidad en el hombre consiste en esto, en no ser inducido al bien por otros, sino por sí mismo. El segundo grado ciertamente es el de los que son inducidos al bien por otros hombres, pero sin coacción. El tercero es el de los que necesitan de la coacción para hacer el bien. Y el cuarto es el de los que ni por coacción se pueden encaminar al bien Se lee en la Escritura: «En vano castigué a vuestros hijos, pues no aprovecharon la corrección» (Jer 2, 30)»[40].

697. –Sobre los gentiles, afirma San Pablo que, aunque «no tienen la Ley» divina, sin embargo, «por la razón natural hacen las cosas de la Ley» y, por eso: «son para si mismos ley»[41]. Además, como indica el Aquinate en su explicación, son «inducidos al bien (…) por sí mismos»[42]. ¿No parece que, con ello, se está en una posición cercana a a la herejía pelagiana?

–Reconoce Santo Tomás, en su comentario a este versículo citado –«Cuando los gentiles, que no tienen la ley, por la razón natural hacen las cosas de la ley, ellos, sin tener ley, son para sí mismos ley»[43]– que: «en la expresión «por la razón natural» cabe cierta dubitación, pues parece darles la razón a los pelagianos, que decían que por su propia naturaleza puede el hombre guardar todos los preceptos de la ley». Afirmaban que, si quieren cumplirlos, los hombres pueden hacerlo desde las propias fuerzas de su naturaleza humana, ya que no ha sido herida por el pecado original.

Como no puede admitirse esta herejía condenada por la Iglesia, podría igualmente entenderse que: ««por la razón natural» quiere decir por la naturaleza reformada por la gracia, puesto que se dice de los gentiles, convertidos a la fe, que, con el auxilio de la gracia de Cristo, empezaron a observar los preceptos morales de la ley».

Sin ser falsa esta segunda interpretación, no parece que San Pablo se refiera aquí a la razón natural perfeccionada por la gracia, porque lo indicaría. Debe entenderse, por tanto, que : «por la razón natural quiere decir que por la ley natural se les mostraba a ellos qué debían hacer, según lo que dice la Escritura: «Muchos dicen: ¿Quién nos hará ver las cosas buenas? Impresa está» (Sal 4, 6-7), lo que es la luz natural de la razón, en la cual está la imagen de Dios».

Debe precisarse, sin embargo, que, con ello: «no se excluye que no sea necesaria la gracia para mover el afecto, así como por la ley se tiene el conocimiento del pecado, como dirá San Pablo más adelante (Rm 3, 20), y, con, todo todavía se requiere la gracia para mover la voluntad»[44]. Sin la gracia, el mero conocimiento racional de la ley no les permitía a los gentiles cumplir todos los mandamientos, ni al cumplir algunos hacerlo perfectamente o perseverar en ellos.

698. –El Aquinate, en la Suma contra los gentiles, concluye su explicación sobre los mandamientos de la Ley divina con la siguiente afirmación: «Con lo dicho se rechaza la posición de los que dicen que lo justo y lo recto lo establece la ley», la ley divina prescrita por Dios. ¿Por qué queda rebatido este voluntarismo divino sobre lo que es bueno y malo?

–Se dice, en el párrafo anterior a esta observación, que, con todo lo explicado sobre los mandamientos de la ley de Dios: «Se patentiza que la bondad o malicia de las acciones no solamente lo son por preceptuarlo la ley, sino según el orden natural. Por eso ese dice en la Escritura: «Los juicios del Señor son verdaderos y son justificados en sí mismos» (Sal 18, 10)».

Lo mandado por la ley es bueno, porque proviene de la voluntad divina, que, con ello, conduce al hombre a su perfección y a su felicidad, pero lo querido por Dios ha sido anteriormente conocido por su entendimiento divino. Lo mandado es bueno, por tanto, porque también ha sido entendido por Dios. Por ello, el precepto está de acuerdo con la naturaleza humana, que ha sido preconcebida por Dios. Además como el conocimiento de Dios es su propia substancia, con la que se identifica, lo bueno lo es porque así es la misma bondad de la naturaleza de Dios.

El fundamento de la ley es la razón divina, que es Dios. De manera que: «lo preceptuado por la ley divina es recto no sólo por ser establecido por la ley, sino también naturalmente»[45], o establecida por la ley natural, infundida por Dios, según su razón, que se identifica con su propia naturaleza divina. Por ello, puede decirse, por una parte que lo mandado lo es porque Dios es así, racional; por otra, que: «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios»[46].

 

Eudaldo Forment



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 127.

[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 148, a. 1, in c.

[3] Ibíd., II-II, q. 148, a. 4, in c.

[4] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 127.

[5] ÍDEM, Lectura a la Epístola primera de San Pablo a Timoteo, c. 4, lec. 1.

[6] Mt 15, 11.

[7] Santo Tomás de Aquino, Lectura a la Epístola primera de San Pablo a Timoteo, c. 4, lec. 1.

[8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 127.

[9] Tm 6, 17-18.

[10] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la primera epístola de San Pablo a Timoteo,  c. 6, lec 4.

[11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 128.

[12] Ibíd., III, c. 120.

[13] San Agustín, La ciudad de Dios, XIX, 13. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II. q. 29, a. 2, in c.

[14] San Agustín, La ciudad de Dios, XIX, 13. Véase: Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 29, a. 1, in c.

[15] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 128.

[16] ÍDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, Noveno  precepto, 188.

[17] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 10, 3.

[18] Ibíd., III, c. 10, 5.

[19] Ibíd., III, c. 10, 9.

[20] Ibíd., III, c. 10. 10.

[21] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original, V.

[22] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 10, 12.

[23] Ex 20, 17.

[24] Santo Tomás de Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, Décimo precepto, 188.

[25] Cf. ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 85, a. 3, in c.

[26] Ibíd., I-II, q. 77, a. 5, in c.

[27] Ibíd., I-II, q. 30, a. 3, in c.

[28] Ibíd., I-II, q. 77, a. 5, in c.

[29] Santo Tomás de Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, Décimo precepto, 196.

[30] Ex 20, 17.

[31] Santo Tomás de Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la le., Décimo precepto, 196.

[32] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 10, 14.

[33] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2536.

[34] Ibíd., n. 2538.

[35] ÍDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley, Noveno  precepto, Décimo mandamiento, 197-200.

[36] Íbid., Cuarto precepto, 110.

[37] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 128.

[38] ÍDEM, Lectura a la Epístola de San Pablo a los romanos, c. 13, lec. 2.

[39] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 128.

[40] ÍDEM, Lectura a la Epístola de San Pablo a los romanos, c. 2, lec. 3.

[41] Rm  2, 14.

[42] Sto Tomás de Aquino, Lectura a la Epístola de San Pablo a los romanos, c. 2, lec. 3.

[43] Rm 2, 14.

[44] Santo Tomás de Aquino, Lectura a la Epístola de San Pablo a los romanos, c. 2, lec. 3.

[45] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 129.

[46] Afirmación de Manuel II Paleólogo, citada por Benedicto XVI en Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones (Encuentro con los representantes de la ciencia en el Aula Magna de la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006), en VV.AA, Dios salve la razón, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008, pp. 29-42.

1 comentario

  
Jordi
1. Por tanto, tomar cualquier manjar no es de suyo pecado... Queda así confirmado que: «no es de suyo pecado usar de plantas o de la carne de animales para comida o para cualquier otra cosa de utilidad para el hombre.

El veganismo, por ello, es una restricción irracional, prohíbe carnes de animal y pez, sus frutos, leche, huevos, y sus productos, cuero.

2. Los manjares pertenecen inmediatamente al cuerpo, no al alma

Es irracional la Nueva Era cuando establece alimentos para perfeccionar el alma o espíritu

3. creí que el oro era mi fuerza y dije al oro: mi confianza eres» (Jb 31, 24)

Otros lo ponen en las armas, fama y honor, ciencia y conocimientos, tecnología...
03/07/19 11:56 PM

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