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27.10.14

(289) Sínodo-2014. No habla del cielo, del purgatorio y del infierno

Fra Angelico

–¿Y usted cree que es posible decir hoy a los hombres que hay una vida eterna de salvación o condenación?

–Cristo predicó ese Evangelio, y quiere que lo sigamos predicando. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

–Ya conocen los lectores de InfoCatólica las críticas que hemos hecho o recogido de otros medios sobre algunos puntos del Sínodo-2014. Téngase en cuenta, de todos modos, que los trabajos preparatorios, sinodales o conciliares, aunque contengan grandes y preciosas verdades, siempre tienen algunas deficiencias y errores, que a veces, lamentablemente, logran un especial relieve en la síntesis oficial que se ofrece de esos trabajos (Relatio) y más aún en los medios de comunicación mundanos. También otros portales católicos han ejercitado esa función crítica, tan necesaria para el perfeccionamiento de un documento final de la Iglesia, que ha de ser sancionado por el Papa.

Han señalado, por ejemplo, que «el Sínodo pareció olvidarse del pecado» (Raymond J. de Souza, Once formas en las que el sínodo ha fallado a la visión del Papa Francisco). Se han preguntado también «por qué [en el Sínodo] no se ha dedicado ni una sola palabra a la “belleza de la castidad”» (Enrico Cattaneo, ¿La castidad ya no es una virtud? Reflexiones sobre el Sínodo)  –aunque sí se le ha dedicado «una sola palabra» en la Relatio final 39–.

–También es necesario señalar el olvido del Sínodo en relación a cielo, purgatorio o infierno. Pero he de reconocer previamente que esta eliminación práctica de la soteriología no es una grave deficiencia propia del Sínodo, sino de gran parte de las Iglesias locales del Occidente rico, progresivamente descristianizadas desde hace un siglo. Pues bien, aunque la Relatio final del Sínodo describe los graves males presentes que afectan al matrimonio y a la familia (nn. 5-10), no acentúa sin embargo suficientemente que el origen de esos males tan grandes está en el pecado de los hombres. Pero sobre todo no alude en ningún momento a las consecuencias que la conducta consciente y libre de los hombres en este mundo va a tener en la vida eterna –cielo, purgatorio, infierno–. Por eso, aunque ya traté del tema hace cinco años en este mismo blog –Salvación o condenación, I-II–, vuelvo a tratarlo ahora.     

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–Los hombres somos pecadores. –Necesitamos ser salvados de una condenación eterna. –Y Dios nos ha dado a Jesús como Salvador. Somos pecadores de nacimiento: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7). Y por eso, en la plenitud de los tiempos, el Padre nos envía a su Hijo eterno, que ha de llamarse «Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Los ángeles anuncian el nacimiento de «el Salvador» (Lc 2,11); el Bautista lo presenta a Israel como «el que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29; y el mismo Jesús se dice enviado para «llamar a conversión a los pecadores» (Lc 5,32). Es significativo que las primeras palabras de predicación que los Evangelios ponen en labios del Bautista y de Jesús son las mismas, una llamada a la conversión: «convertíos, porque el reino de Dios está cerca» (cf. Mc 1,4; 1,15; Mt 3,2). Y termina el Señor su misión salvadora ofreciendo su vida en el sacrificio de la cruz «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Finalmente, ascendido al Padre, hace nacer la Iglesia como «sacramento universal de salvación» (Vaticano II, LG 48, AG 1). Por tanto, una homilía, una catequesis, una Relatio sinodal, que apenas hable del pecado, de la necesidad de la conversión, posible en Cristo, aunque diga verdades muy importantes, si no alude a las posibles consecuencias eternas del pecado, es poco evangélica.

1. El pecado –2. sus consecuencias temporales –3. y sus consecuencias eternas infernales, si el pecador muere sin convertirse a Dios, son tres cosas distintas. Jesucristo se hizo hombre principalmente para 1. «quitar el pecado del mundo», la rebeldía contra Dios, el orgullo («seremos como dioses»), la esclavitud del hombre respecto al demonio, el mundo y la carne: «es el pecado que mora en mí… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,14- 25). Quitando Cristo el pecado del mundo en quienes viven de su gracia, 2. disminuye o elimina las consecuencias temporales del pecado: la vacía y horrible vida «sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12), las grandes desgracias causadas por la mentira, la lujuria, la avidez de riquezas, los divorcios, los adulterios, los abortos, la desesperación, la soberbia prepotente, el egoísmo del desamor, las injusticias sociales, el hambre y la miseria… Y dándonos por su gracia vivir según el Espíritu de Dios, 3. nos libra de la condenación eterna y nos gana el cielo para siempre. Ésa misma es la misión de la Iglesia, pues Ella es en el mundo la presencia de Cristo a lo largo de los siglos, hasta que Él vuelva. Pues bien, como arriba he dicho, el Sínodo-2014 apenas habla del 1. pecado en cuanto tal; trata de sus 2. consecuencias temporales, y nada dice de sus posibles 3.consecuencias eternas.

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–Jesús siempre que predica habla de salvación o condenación. «Si no os convertís, todos pereceréis igualmente» (Lc 1,3). No debemos, pues, silenciar su palabra, avergonzándonos de ella o pensando que hoy no es conveniente transmitirla a los hombres. Jesús, siempre que predica, llama a la conversión y a la salvación precisamente porque su Evangelio es «la epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).

En el artículo mío ya indicado (08) cito más de cincuenta textos del Evangelio, explícitos y distintos –algunos de ellos repetidos por varios de los evangelistas–, en los que Cristo anuncia salvación o condenación. Eso significa que nuestro Salvador, prácticamente, daba a su predicación un fondo soteriológico permanente. Por tanto, éste era y éste es el auténtico Evangelio de la misericordia divina.

Se falsifica, pues, en gran medida el Evangelio cuando se silencia sistemáticamente su esencial dimensión soteriológica. Se desfigura el cristianismo cuando se tratan las realidades del mundo presente considerando sólo o principalmente sus valores y deficiencias en la vida presente; pero sin hacer referencia alguna a la salvación eterna como destino final, que Cristo quiere darnos, salvándonos de una condenación definitiva. De hecho, aquellas Iglesias locales donde se elimina totalmente la soteriología, tienden a extinguirse o a reducirse a un Resto mínimo. Al perderse el temor de Dios, se pierde en seguida el amor a Dios, y se acaba la vida cristiana. 

Jesús, para salvar a los hombres, por el gran amor que les tiene, les predica ante todo el amor a Dios y al prójimo; pero también les habla del cielo y del infierno. Sabe Jesús que, por predicar así, va a sufrir rechazo y muerte en la Cruz. Pero sabe también que, silenciando esa verdad, los hombres persis­tirán en sus pecados, no gozarán de la felicidad temporal posible en este mundo, y se perderán para siempre en la vida eterna.

–Eliminada prácticamente en tantas Iglesia locales la predicación soteriológica, todo se degrada en el pueblo cristiano. La gran mayoría de los bautizados abandona la Misa dominical, la clave del encuentro con el Salvador en esta vida, se mundaniza en sus pensamientos y costumbres, hace suya la vida de los paganos, da culto al cuerpo y a las riquezas, se endurece su corazón hacia los pobres, se acaban las vocaciones sacerdotales y religiosas, se detiene el impulso apostólico y misionero, entra en el matrimonio la peste del divorcio, del adulterio, de la anticoncepción, que disocia habitualmente amor y procreación; la guerra, la injusticia, la droga, la corrupción de los poderosos, invade el mundo cristiano, llevándolo a la apostasía práctica, o incluso teórica; y al abandonarse la fe, se pierde el uso de la razón, y la cultura cae en una degradación profunda. Pero todo estos males, que son tan grandes en la vida presente, apenas son nada comparados con una condenación eterna. Por eso Jesús en su predicación advierte tantas veces que en esta vida temporal los hombres se están mereciendo una vida eterna de felicidad o de condenación.

Es preciso reconocer que niega el Evangelio aquel sacerdote que destina al cielo en los funerales a todos los difuntos: «nuestro hermano goza ya de Dios en el cielo». Niega, concretamente, la existencia del purgatorio, que es una verdad de fe (Catecismo 1031). Y consigue de paso que los pecadores no se conviertan, sino que perseveren en su pecado hasta la muerte. La salvación, según él, es universal, necesaria y automática, porque Dios es infinitamente misericordioso. Por tanto, aunque sea conveniente, no es necesaria la conversión de una vida de pecado. «Nuestro hermano [haya sido como fuera su vida en este mundo] goza ya de Dios en el cielo»… En tantas parroquias… Qué miseria.

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–Los Apóstoles predican el mismo Evangelio de Cristo, prolongan la misma predicación del Maestro, en fondo y forma, sin desfigurarla ni modificarla en nada. Ellos creen en el pecado original, y ven a la humanidad como un pueblo inmenso de pecadores: «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,23). Todos necesitan la salvación de Cristo, una salvación obtenida por gracia, ganada por la sangre del Salvador. Ningún hombre sin la gracia de Cristo, puede salvarse a sí mismo. Todo el que se salva, dentro de las fronteras sociales visibles de la Iglesia o fuera de ellas (esto se ha sabido siempre: Hch 10,34-35), se salva por la gracia del único «Salvador del mundo» (1Jn 4,14).

Y Jesús salva por el don de su gracia: enseñando la verdad, mandando cumplirla, y asistiendo con su auxilio divino para poder vivirla. Él manda, por ejemplo, en referencia al matrimonio que «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19,6). Y dice: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15); y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10); por eso «vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (15,14). Por tanto, en la relación que tenemos con nuestro Salvador y Señor, amor y obediencia son inseparables. Si un cristiano, por ejemplo, desobedece a Jesús, el Hijo de Dios nacido de María para salvarnos, si se divorcia, separando lo que Dios ha unido, si incurre además en adulterio, y en él permanece, no puede unirse al Señor en la comunión eucarística. 

San Pablo: «Todos admitimos que Dios condena con derecho a los que obran mal… Tú, con la dureza de tu corazón impenitente te estás almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el justo juicio de Dios pagando a cada uno según sus obras. A los que han perseverado en hacer el bien, porque buscaban contemplar su gloria y superar la muerte, les dará vida eterna; a los porfiados que se rebelan contra la verdad y se rinden a la injusticia, les dará un castigo implacable» (Rm 2,2.4-8).

Ésta es la predicación de la Iglesia en toda su historia, mantenida siempre viva en sus Padres y Concilios, lo mismo que en sus santos y doctores: Crisóstomo, Agustín, Bernardo, Francisco, Domingo, Ignacio, Javier, Montfort, Claret, Cura de Ars, Padre Pío (Catecismo 1020-1060). Es el Evangelio que, llevando a los hombres al conocimiento y al amor del Salvador, les da la conversión, un corazón y un alma nueva, por la que pasan del pecado a la gracia, de la muerte a la vida.

San Pablo: «Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo al espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu (diablo) que actúa en los hijos rebeldes… siguiendo los deseos de nuestra carne, cumpliendo su voluntad y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira, como los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dió vida por Cristo: por gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-5). Mundo, demonio y carne. El Salvador nos salva de las tres cautividades, que son una sola.

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Unas cuantas preguntas, llegados a esto punto. ¿Consigue hoy la Iglesia que los hombres se enteren de que en la vida presente se están ganando una vida eterna de felicidad o de condenación? ¿Es posible omitir sistemáticamente en la predicación, en la catequesis, en la teología, toda alusión a la dimensión soteriológica del cristianismo sin falsificar profundamente el Evangelio y sin privarlo de su fuerza transformadora de hombres y sociedades? ¿Esa omisión tan grave es hoy frecuente en no pocos ámbitos de la Iglesia? Y en caso afirmativo: ¿puede haber otras causas que expliquen mejor la fuerte tendencia de algunas Iglesias locales hacia su extinción?… El diagnóstico verdadero es muy simple. Si el Evangelio es falsificado cuando se silencia sistemáticamente el tema salvación o condenación, eso significa que hoy el Evangelio se predica muy poco.

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–Los pecadores están en un error mortal: piensan que pueden hacer de su vida lo que les dé la gana, sin que pase nada, es decir, sin sufrir castigos ni en ésta ni en la otra vida. Cuando el diablo tienta a Adán y Eva a comer del fruto prohibido por Dios, les asegura: «no, no moriréis» por desobedecer a Dios, no os pasará nada malo; es más, saldréis ganando: «seréis como dioses», y vosotros mismos decidiréis «el bien y el mal» (Gén 3,4-5). Los pecadores, bajo este influjo diabólico, con una ceguera espiritual insolente, llena de soberbia, creen, pues, que impunemente pueden gobernarse por sí mismos, sin sujeción alguna al Señor Creador. Piensan que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, hacer su propia voluntad es mejor que realizar la voluntad de Dios. Trae más cuenta.

Estiman que pueden legalizar el aborto, declarando que es un «derecho»; reconocen como matrimonios las uniones de homosexuales; declaran lícito o ilícito esto y lo otro según lo que les venga en gana, sin sujetarse a la ley de Cristo ni a la ley de la naturaleza. Creen igualmente que pueden autorizarse a vivir en el lujo, matando a otros hombres que, sin su ayuda, mueren de hambre y enfermedad. Piensan que en esta vida es perfectamente lícito no dedicarse a hacer el bien, sino a pasarlo bien. No temen, en fin, que su conducta les acarree penalidades tremendas en este mundo y eternas en el otro.

Ignoran que la maldad del hombre pecador es diabólica, en su origen y en su persistencia: es una cautividad del Maligno. Y no saben que «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22). Por eso, porque el Padre de la Mentira les mantiene  engañados, por eso siguen pecando. Tranquilamente.

Les dice Cristo: «vosotros sois de vuestro Padre, el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro Padre. Éste es homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y Padre de la Mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creéis» (Jn 8,44).

Piensan los pecadores –o sienten, al menos– que, una de dos, o no hay otra vida tras la muerte, o si la hay, ha de ser necesariamente feliz y no desgraciada. Se niegan a creer que sus obras del tiempo presente –tan pequeñas, condicionadas, efímeras, aunque sean innumerables– puedan tener una repercusión eterna de premio o de castigo. Nadie sabe nada cierto –ni filosofías ni religiones– sobre lo que pueda haber después de la muerte. En el caso de que haya una pervivencia, los pecadores aceptan sin dificultad la fe en un cielo posible. Pero se niegan en absoluto a creer en el infierno, pues ello les obligaría a cambiar totalmente su vida: su modo de pensar y su modo de obrar.

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–Jesucristo salva a los hombres diciéndoles la verdad por el Evangelio. –Si el diablo, por la mentira, introduce a los pecadores por la «puerta ancha y el camino espacioso» que lleva a una perdición temporal y eterna (Mt 7,13), –es el Salvador, predicando la verdad en el Evangelio, el único camino que puede llevarles a la vida verdadera y a la salvación eterna. Por eso, Dios misericordioso, compadecido de la suerte temporal y eterna de la humanidad, envía como Salvador a su Hijo: «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Él ha venido al mundo «para dar testimonio de la verdad» (18,37), sabiendo que solo ella puede hacernos libres (8,32), libres del Diablo, del mundo y de nosotros mismos. Él es «el Salvador del mundo» (1Jn 4,14): del matrimonio, de la sociedad, de todas las realidades humanas temporales.

–Predica Jesús una verdad que para los hombres será vida, y para Él muerte. Es el amor a los hombres lo que mueve a Cristo a decirles que no sigan pecando, porque ese camino les lleva derechamente a su perdición temporal y eterna. Él ha venido a buscar a los pecadores (Lc 5,32), Él se ha hecho hombre para salvar a sus hermanos de los terribles males que los aplastan en esta vida y los amenazan después en la vida eterna. Por eso les habla «con frecuencia» del infierno, como dice el Catecismo de la Iglesia (n.1034).

Cristo es rechazado hoy, como hace veinte siglos, porque amenaza con el infierno a los pecadores, llamándolos a conversión. Si Cristo en vez de mandatos salvíficos hubiera dado únicamente consejos; si  hubiera desdramatizado la oferta de su Evangelio, presentándolo como una orientación solamente «positiva» –amor de Dios y a los hombres, justicia, solidaridad y paz, vida digna y noble–; en fin, si hubiera silenciado cautelosamente toda alusión trágica a las consecuencias infinitamente graves que necesariamente vendrán del rechazo de la Verdad, los hombres lo habrían recibido, o al menos lo hubieran dejado a un lado, pero no se hubieran obstinado en matarlo, como lo hicieron entonces y lo siguen haciendo ahora.

Rechaza a Cristo Salvador el hombre que afirma no necesita ser salvado. El hombre pecador quiere man­tenerse firme en su convicción de que puede hacer de su vida lo que le dé la gana, sin tener que responder ante Nadie. O al menos sin que por eso pase nada catastrófico. No necesita ser salvado de nada. No necesita un Salvador, que introduzca en la humanidad la gracia, una fuerza divina, nueva, sobrehumana, celestial, que le haga posible cambiar completamente su mente, su corazón y su vida.

A Cristo lo matan por avisar del peligro del infierno con insistencia. No entienden los pecadores que el Evangelio de Cristo es siempre una «epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), tanto cuando les declara el amor inmenso que Dios les tiene, y les manda amar a Dios con todas las fuerzas del alma, o como cuando les ordena temer «a quien tiene poder para destruir alma y cuerpo en la gehena» (Mt 10,28).

Los predicadores del Evangelio, que temen el rechazo de los hombres y buscan su aprecio, eliminan cuidadosamente la soteriología en su predicación, son infieles a su misión de predicarlo íntegro, y colaboran así a la perdición de los hombres y de las naciones. No piensan como el Apóstol, «ay de mí, si no evangelizara» (1Cor 9,16).

–La existencia y la posibilidad del infierno ha sido afirmada por el Magisterio apostólico en repetidas ocasiones, también recien­temente en el concilio Vaticano II (LG 48d). Y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992 y 1997), recogiendo las enseñanzas bíblicas y magisteriales, no se avergüenza de la palabra de Cristo, y dice así:

«Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bien­aventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (n.1033). «Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48), reservado a los que hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10,28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles, que recogerán a todos los autores de iniquidad… y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: “¡alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!”» (Mt 25,41) (n.1034).

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Reforma o apostasía. No nos engañemos. Sin declarar la posibilidad de una salvación o de una condenación eternas, es absolutamente imposible evangelizar a los hombres, que seguirán pecando sin temor a nada. Y concretamente, el mejoramiento de los matrimonios y familias, sin revelar a los hombres esa verdad, es absolutamente imposible. No hay palabras, no hay acompañamientos, acogidas y reconocimientos, que puedan salvarlos de los grandes males que sufren hoy. Si se diera a los hombres de nuestro tiempo un Evangelio despojado de su genuina dimensión soteriológica, se les predicaría un Evangelio sin poder de salvación, por no ser el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Se les privaría de la verdad que puede salvarlos del engaño y de la cautividad del Padre de la Mentira (Jn 8,45). Y la Iglesia dejaría de ser «sacramento universal de salvación», para transformarse en una gran Obra universal de beneficencia.

José María Iraburu, sacerdote

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