20.04.24

La dignidad (ontológica) de cada ser humano

La declaración “Dignitas infinita” del Dicasterio para la Doctrina de la Fe aporta una explicación muy oportuna sobre las diferentes acepciones del término “dignidad” referido a cada ser humano. El uso de esta palabra resulta, a menudo, equívoco y confuso, dando pie a numerosas contradicciones. Es verdad que se presume la existencia de un consenso acerca de la importancia y del alcance normativo de la dignidad y del valor único de cada ser humano; no obstante, en las circunstancias concretas, no siempre esta dignidad es reconocida, respetada, protegida y promovida.

Para superar esas contradicciones, es preciso aclarar los diferentes sentidos del concepto de dignidad: dignidad ontológica, dignidad moral, dignidad social y, finalmente, dignidad existencial. De estos cuatro sentidos, el más importante y fundamental es el primero: la “dignidad ontológica”, que le corresponde a cada ser humano por lo que es, independientemente de las circunstancias en las que pueda encontrarse. Sea bueno o malo, rico o pobre, niño o anciano, sano o enfermo, el ser humano debe ser tratado como una persona: no puede ser comprado ni vendido. Tiene, diría Kant, dignidad y no precio.

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8.04.24

En el día de San Telmo: Los santos brotan de la fuente más preciosa

San Juan nos dice en su evangelio que, del costado traspasado de Cristo en la cruz, “salió sangre y agua”. Se trata, escribe Joseph Ratzinger, de una fuente “mucho más preciosa que todas las que haya habido nunca en la tierra”. Es la fuente de la pura entrega: Jesús se vacía fluyendo por entero para los demás. De ahí mana el bautismo y la eucaristía; de ahí nace la Iglesia; de ahí se nutren los santos.

Celebrar la fiesta de San Telmo es celebrar que la Pascua, el paso perfecto de Jesús, nos atañe a cada uno de nosotros personalmente. Con su gracia, con la fuerza de su entrega que se hace presente en los sacramentos, también nosotros podemos transitar desde una vida aburrida, cerrada en el propio yo y en sus caprichos, a la vida verdadera que nace de la donación a Dios y a los otros: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”.

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7.04.24

II Domingo de Pascua (B): El paso de incrédulo a creyente

“Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”. En la Octava de Pascua seguimos celebrando el día santísimo de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. El Evangelio nos transporta al anochecer de aquel día, el primero de la semana.

El Señor no se somete a un examen forense por parte de los incrédulos, sino que se aparece a los suyos. Son estos encuentros los que, bajo la acción de la gracia, despiertan la fe de los discípulos en la Resurrección.

Dios todo lo hace nuevo. Su palabra, la entrega de su Hijo en la Cruz, el agua y la sangre, el amor más fuerte que la muerte… transforman lo terreno en lo celeste, lo temporal en lo eterno.

Verdaderamente se trata, como explicaba Benedicto XVI valiéndose de una analogía, de la mayor “mutación”, del salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos. Su cuerpo, el de Cristo, se llena del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.

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28.03.24

Símbolos de la Pascua

En la liturgia de la Iglesia lo visible remite a lo invisible y a lo eterno. Los símbolos que apuntan al Misterio Pascual, al paso de Jesucristo de este mundo al Padre a través de su muerte y resurrección, resultan especialmente elocuentes. Joseph Ratzinger, en un bello texto dedicado al “misterio de la vigilia pascual”, se fija en tres de ellos: la luz, el agua y el cántico nuevo, el aleluya.

La luz es uno de los símbolos primigenios de la humanidad; un símbolo uránico, que encarna la gloria de lo celestial. La luz terrena es el reflejo más directo de la realidad divina. En la noche de Navidad y en la de la Pascua el simbolismo de la luz se funde con el de la noche. Se trata del drama de la luz y las tinieblas, de Dios y del mundo que se enfrentan, de “la victoriosa irrupción de Dios en el mundo que no quiere hacerle sitio y, sin embargo, al final no puede negárselo”. Este drama alcanza en la Pascua su punto central y culminante: Las tinieblas han condenado al portador de la luz, pero la resurrección trae el gran cambio. La luz ha vencido atrayendo hacia sí un trozo de mundo. El cirio pascual que avanza por la iglesia oscura como la noche es imagen del consuelo de un Dios que sabe de la noche del mundo – del sinsentido y la desorientación que la pueblan – y que, en medio de ella, ha encendido su luz, la Luz de Cristo.

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13.02.24

Miércoles de Ceniza

La celebración de este miércoles, con el que comienza el tiempo de Cuaresma, se caracteriza, en el rito romano, por el austero símbolo de las cenizas. El gesto externo de cubrirse con ceniza, que representa la propia fragilidad y mortalidad, tiene un significado interior: asumir, cada uno de nosotros, un corazón penitente, dispuesto a acoger, por la misericordia de Dios, la redención, la liberación, abriéndonos a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual, muriendo al pecado y renaciendo a la vida de los hijos de Dios.

El profeta Joel apunta a esta renovación interior: “rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo” (cf Jl 2,12-18). Con el Salmo 50, pedimos: “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”. Y el versículo antes del Evangelio, insiste: “No endurezcáis hoy vuestro corazón; escuchad la voz del Señor”.

Solo Dios, que crea a partir de la nada, puede crear en nosotros, pecadores, un corazón puro; un corazón capaz de amarle a él sobre todas las cosas: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. El corazón limpio es un corazón abierto a la santidad de Dios: abierto a la caridad, a la castidad, al amor de la verdad, a la ortodoxia de la fe (cf Catecismo, 2518). Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen”, escribe san Agustín.

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