13.09.10

La princesa espiritista

Dicen que la princesa Marta Luisa de Noruega posee cualidades que le permiten comunicarse con el más allá, con los ángeles – esperemos que con los buenos – y con los difuntos.

En la segunda década del siglo XIX y a comienzos del XX, el espiritismo, como comunicación directa entre los vivos y los espíritus de los difuntos, causaba furor. Un entusiasmo que no gustó al entonces llamado Santo Oficio.

El 24 de abril de 1917, el Santo Oficio respondió “No a todo” a la siguiente pregunta: “Si es lícito por el que llaman ‘medium’, o sin el ‘medium’, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos”.

La respuesta del Santo Oficio es similar a la que, según la prensa, han dado durante estos días obispos y obispas luteranos noruegos. El obispo Erling Johan Pettersen ha advertido que “contactar a los muertos puede conducir a un tipo de religiosidad muy poco sano” y la obispa Laila Riksaasen Dahl ha señalado que los muertos pertenecen a Dios y deben descansar en paz, y tratar de alterar eso “puede liberar fuerzas ocultas que desconocemos".

Estoy de acuerdo con esta preocupación magisterial de los obispos luteranos. Se han aprestado en indicar que las opiniones de la Princesa no forman parte de la doctrina cristiana. Y, de paso, se puede comprobar que incluso en el muy tolerante luteranismo noruego existe algo así como una autoridad doctrinal, pese al “sola Scriptura”.

Algunos teólogos católicos se muestran cautos a la hora de condenar en bloque lo que podríamos llamar “espiritismo”, siempre que excluya la actitud de “tentar a Dios”. No obstante, el “Catecismo” recuerda que “el ‘espiritismo’ implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él” (n. 2117).

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11.09.10

El Cardenal Newman y la lógica de la fe

Estamos en vísperas de la beatificación del Cardenal John Henry Newman. El Papa, en un gesto que merece ser destacado, presidirá esta celebración el próximo 19 de septiembre en el Cofton Park de Rednal (Birmingham).

Tengo una gran simpatía por Newman. En su momento, estudié muy a fondo alguna de sus obras – en especial la “Gramática del asentimiento” y los “Sermones Universitarios” - . Y a su pensamiento sobre el acto de fe dediqué tres capítulos de mi tesis doctoral. Incluso el título de esa tesis, que luego se publicó como libro, estaba tomado de una frase suya: “También nosotros creemos porque amamos”.

Yo no conozco un análisis más detallado y convincente sobre el carácter razonable del acto de fe que el que Newman llevó a cabo. No planea su pensamiento sobre generalidades, sino que, más bien, se remonta desde lo concreto – su propia adhesión de fe – a lo universal.

Es el suyo un pensamiento profundamente original. D.A. Pailin acierta al escribir: “La fuente [de su pensamiento] es básicamente Newman mismo”. Y el propio Cardenal lo corrobora al referirse a los “Sermones Universitarios”: “se escribieron con largos intervalos de interrupción, de manera ocasional por no decir imprevista; sin la ayuda de teólogos anglicanos y sin ningún conocimiento de los teólogos católicos”.

Sólo una inteligencia profundamente reflexiva puede alumbrar una obra tan singular. Alejado de cualquier escuela, Newman elabora una epistemología muy atenta a la experiencia. El papel que reconoce a la conciencia muestra la relevancia concedida al carácter personal y concreto del conocimiento humano: “No puedo pensar con otra mente que no sea la mía, como no puedo respirar con otros pulmones que no sean los míos. La conciencia está más próxima a mí que cualquier otro medio de conocimiento”.

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10.09.10

Ternura y fidelidad

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.

En Dios vemos reflejadas de modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección apasionada por el hombre.

Dios cede a la súplica de Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (cf Ex 32,7-14). San Pablo experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1 Tm 1,12-17).

Pero la misericordia de Dios es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.

La oveja o la dracma perdida, así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su corazón.

En Jesús se ha manifestado la misericordia de Dios. Cada vez que celebramos la Santa Misa, acudimos a Él diciendo: “Kyrie eleison!”, “Señor, ten piedad!”. Afligidos por nuestro pecado, por nuestra miseria, imploramos su ternura y su fidelidad. Como Moisés, nos permitimos refrescar la memoria de Dios para que no tenga en cuenta nuestros pecados, sino la fe de su Iglesia.

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9.09.10

La fe. 9. ¿Es libre creer?

La fe es libre, porque creer es una respuesta voluntaria a Dios. “Ninguna constricción en las cosas de fe”, afirmó en Ratisbona el Papa Benedicto XVI citando una sura del Corán. Nadie puede ser obligado, en contra de su voluntad, a abrazar la fe. La confianza no es el resultado de la presión externa. No podemos ser forzados a amar, a otorgar nuestra amistad o a reconocer algo, por imposición, como bueno o verdadero: “El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (Dignitatis humanae, 10). Una conversión forzada sería, a lo sumo, una conversión aparente pero no real, como la historia, tristemente, ha puesto de manifiesto en alguna ocasión.

Jesucristo jamás coacciona. No impuso por la fuerza la verdad. No obligaba a seguirle ni a permanecer con Él. Al joven rico le propone un seguimiento radical: “vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mc 10,21). Una propuesta que el joven no acepta. Y Jesús no insiste. A los Doce, que se escandalizaban de su enseñanza, el Señor les pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

No obstante, la libertad de la fe no se opone a la obligación moral de buscar la verdad. No somos menos libres por el hecho de hacernos cargo de nuestros deberes; no somos menos libres por ser más responsables; al contrario, a más responsabilidad más libertad y viceversa. El hombre, como ser dotado de racionalidad y de voluntad libre, tiene la responsabilidad personal de buscar la verdad y tiene, en consecuencia, la obligación moral de “adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad” (Dignitatis humanae, 2).

Es en este plano moral donde se sitúa la responsabilidad del hombre ante Dios. El fin del hombre es Dios; hemos sido creados por Él y para Él. En tanto que Creador nuestro, tiene derecho a que respondamos a su revelación con la obediencia de la fe: “Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él” (Catecismo 2087). Pero, ya que el hombre es libre, siempre es posible, aunque no sea moralmente lícito, decir no a Dios.

El hombre ha de decidir sobre sí mismo y sobre la orientación profunda de su vida. Por este motivo, la verdad - y el bien - no pueden resultarle indiferentes: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). La libertad no consiste únicamente en la ausencia de coacción, sino que tiene un carácter positivo, es libertad para el bien, es autodeterminación; es decir, “capacidad de hacerse uno a sí mismo de una vez por todas” (K. Rahner).

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8.09.10

La fe. 8. ¿Hay contradicción entre la ciencia y la fe?

Comúnmente, al hablar de ciencia se suele pensar, de modo inmediato, en las ciencias experimentales, aquellas parcelas del saber humano que emplean como métodos propios la observación y la experimentación. Los científicos construyen hipótesis y teorías que son contrastadas mediante la experiencia. Los hechos empíricos son observables de un modo o de otro, bien se trate de los cambios de presión, volumen o temperatura, o de otro tipo de fenómenos. Las ciencias experimentales son, por ello mismo, precisas pero limitadas, ya que no todo lo real, en su densidad y hondura, es científicamente observable.

La ciencia no nos obliga a reducir todo conocimiento al conocimiento científico, ni toda la realidad a la realidad observable en un laboratorio. Esta opción, epistemológica u ontológica, va más allá de la ciencia misma y tiene que ver, más bien, con las presuposiciones de los hombres que se dedican a las labores científicas. Y entre los hombres de ciencia, como entre los demás hombres, se pueden dar las más variadas opciones filosóficas e intelectuales.

La fe no se opone a la ciencia. Proporciona un saber acerca de la revelación que no compite, en el mismo terreno, con los saberes científico-positivos. La fe no nos permite adivinar la composición de la materia, ni cómo se fueron formando las montañas o los continentes. La fe nos habla de Dios y de todas las demás cosas en su relación con Él. Y Dios no es un objeto mundano, material, susceptible de medida o de peso. Dios es Dios, no un ídolo.

Pero también el hombre y el mundo pueden ser contemplados desde la mirada que brota de la fe. Ninguna prueba científica puede cuestionar la legitimidad de esta mirada. Una mirada que descubre a la naturaleza como creación y al hombre como criatura; más aún, como interlocutor de Dios, como destinatario de su mensaje. Esta mirada que brota de la fe, y que ilumina las preguntas últimas acerca del porqué que el hombre como tal no puede dejar de hacerse, reconoce en todas las cosas la obra de Dios. Singularmente, en cada persona humana. Esta mirada es protectora, cuidadosa del mundo y de los hombres. Es una mirada vigilante, atenta a preservar la belleza de la creación y la dignidad de la persona humana.

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