5.10.10

Savonarola, un profeta imprudente

Quien haya visitado Florencia, esa ciudad donde todo es arte, habrá podido ver, en el convento de San Marcos, la celda que habitó Girolamo Savonarola (1452-1498). Entre las pertenencias del fraile dominico que allí se conservan destacan sus instrumentos de penitencia, entre ellos un severo cilicio.

Y no era espíritu de penitencia lo que le faltaba a Savonarola. Penitente él, en primera persona, y dispuesto a que los demás lo fuesen también. Reacio a las tendencias paganas presentes en el Renacimiento, el fraile-profeta, que por tal era tenido, fustigaba con dureza desde el púlpito los males y los desórdenes.

Savonarola esperaba el castigo de Dios, un castigo saludable que pusiese fin a tanta impiedad y relajación de costumbres. Y vio en el rey de Francia, Carlos VIII, el instrumento del cual la Providencia podía servirse para enderezar los pasos perdidos de la pecadora Italia. Se presentó ante el rey, conminándole a ejecutar este destino histórico.

No satisfecho con las palabras, pasó a la acción, interviniendo en el gobierno de Florencia. Elaboró una constitución, reformó la justicia, suprimió la usura y proclamó la amnistía general. Para purificar del paganismo la cultura florentina no dudó en quemar obras de arte y manuscritos. Una proximidad con el fuego que, a la larga, iba a resultarle perjudicial. Promovió también, en su afán moralizador, que unas patrullas de jóvenes vigilasen la vida de los conciudadanos.

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4.10.10

Joaquín de Fiore o el ideal de una Iglesia pura

Joaquín de Fiore (1132-1202) ingresó, después de una fuerte experiencia interior, en la Orden del Císter. Años más tarde, fundó un monasterio propio en Fiore (Calabria). Se opuso con todas sus fuerzas a la teología de Pedro Lombardo. A pesar de su afán reformista, antes de morir pidió a sus seguidores que buscaran la aprobación de sus obras y se sometiesen a la decisión de la Iglesia.

En la historia de la Iglesia se han dado siempre movimientos de reforma, en búsqueda de una mayor pureza, de una mayor fidelidad al Evangelio. Pero, como ha sistematizado el cardenal Congar en una de sus obras, no todas las reformas han sido verdaderas; también las ha habido falsas. Quizá, al final, la piedra de toque sea la voluntad de obediencia a la autoridad de la Iglesia. Sin esa capacidad de obediencia, no hay reforma que, a la larga, no desemboque en ruptura y en división. El sometimiento a la autoridad de la Iglesia es una concreción de la obediencia a Cristo, ya que Él confió a los pastores legítimos la misión de atar y desatar y la tarea de interpretar con autoridad la palabra de Dios.

Joaquín de Fiore hablaba de tres edades de la historia, en correspondencia con las tres Personas divinas y caracterizadas por el liderazgo, sucesivamente, de los laicos, de los clérigos y de los monjes. Esta última sería la edad del Espíritu, que iniciaría la “Iglesia espiritual”, en la que las órdenes religiosas envolverían el mundo. Muchos grupos extremistas se identificaron a sí mismos como la realización de esa “Iglesia espiritual”. Por su parte, el IV concilio de Letrán condenó algunas ideas trinitarias del Abad de Fiore.

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2.10.10

Lo que también dice el Papa

Es que, a veces, parece que nos quieren hacer dudar de que el Papa dice lo que dice y no lo que algunos quiseran oír. Pongo sólo tres ejemplos:

1. Sobre el Concilio Vaticano II:

“Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como “brújula” para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó: “Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado” (17.III.2000).

Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada”.

MISSA PRO ECCLESIA, Miércoles 20 de abril de 2005

2. Sobre la tradición viva de la Iglesia:

“La Tradición es la comunión de los fieles alrededor de los legítimos pastores en el transcurso de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el nexo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, Templo santo de Dios Padre, edificado sobre el fundamento del Espíritu: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular, Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Efesios 2,19-22). Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida surgida del costado de Cristo y su sangre salvadora llega a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. De este modo, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que nos sale al encuentro, nos redime y santifica en el Espíritu a través del ministerio de su Iglesia para gloria del Padre.

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Ángeles

Hace pocos días, el 29 de septiembre, celebrábamos la fiesta de los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Ya en el siglo V, en la vía Salaria de Roma, se le había dedicado una basílica a San Miguel. Se trata pues de una devoción, y de un culto, de notable antigüedad.

La celebración de los Santos Ángeles Custodios es mucho más reciente. Se remonta al siglo XVII. La Iglesia conmemora a los ángeles, enviados por Dios para nuestra custodia. En la Santa Misa pedimos “vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía”.

Decía San Gregorio Magno que “casi todas las páginas de los libros sagrados testifican que existen ángeles y arcángeles”. Y el “Catecismo” precisa que “la existencia de seres espirituales, no corporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición” (328).

San Juan de la Cruz veía a los ángeles como una especie de intermediarios entre los hombres y Dios: “Los ángeles, además de llevar a Dios nuestras noticias, traen los auxilios de Dios a nuestras almas y las apacientan como buenos pastores, con comunicaciones dulces e inspiraciones divinas. Dios se vale de ellos para comunicarse con nosotros. Los ángeles nos defienden de los lobos, que son los demonios, y nos amparan”.

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1.10.10

El justo vivirá por su fe

Homilía para el Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

En la profecía de Habacuc se contraponen dos actitudes: el injusto tiene el alma hinchada, mientras que el justo vivirá por su fe (cf Ha 2,2-4). Frente a la hinchazón de la soberbia está, como un auténtico principio que dinamiza la propia vida, la humildad de la fe.

La fe, como la esperanza y la caridad, adapta las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf Catecismo 1812). Es Dios mismo quien, infundiendo en nuestra alma la virtud de la fe, nos capacita para una vida nueva que se caracteriza no por la cerrazón en uno mismo, sino por la apertura y la relación con la Santísima Trinidad.

Se entiende entonces que San Pablo, citando el texto de Habacuc: “El justo vivirá de la fe” (Rm 1,17), resalte la primacía de la iniciativa de Dios. No somos nosotros quienes nos hacemos justos a nosotros mismos, es Dios quien nos hace justos, borrando nuestros pecados y renovándonos interiormente con su gracia.

Esta relación nueva que la fe hace nacer en nosotros está llamada a incrementarse, a hacerse más profunda e intensa. Por la fe, hemos comenzado a ser de Dios y, si correspondemos a su gracia, si tratamos de conocerlo más cada día, si intentamos amar y cumplir su voluntad, Dios completará en nosotros lo que Él mismo ha iniciado.

No debe sorprendernos que los Apóstoles pidiesen al Señor: “Auméntanos la fe” (cf Lc 17,5-10). Ya pertenecían a Jesucristo, ya eran sus amigos, ya habían sido llamados por Él, pero esta pertenencia al Señor no se ve jamás culminada en la tierra, sino en el cielo, cuando vivamos por siempre con Dios.

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