12.10.10

¿Qué es y qué no es un sacerdote?

Una de las causas – a mi modo de ver – de que no surjan, o de que no cuajen, en algunas zonas de la Iglesia, las suficientes vocaciones al sacerdocio ministerial puede estar relacionada con la pérdida, en la conciencia de los fieles, de la clara identidad del sacerdote ministerial.

Digamos qué no es el sacerdote ministerial – es decir, el obispo y el presbítero, ya que el diácono no es ordenado para ejercer el sacerdocio -:

1. No es un delegado “de” la comunidad.
2. No es “uno más”.
3. No es un “súper-laico”, ni un “súper-cristiano”.
4. No es un mero “oficiante” de ritos.
5. No es un “súper-hombre”, ni el “más listo de la clase” (aunque, eventualmente, pueda serlo), ni un ser impecable.
6. No es el señor de la grey.
7. No es alguien que haya ganado unas oposiciones.

¿Y qué es el sacerdote ministerial? Pues, en una síntesis incompleta, podríamos indicar:

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10.10.10

Seminarios: No sólo es cuestión de número

A veces, leyendo determinadas noticias o informaciones, uno se siente perplejo. Parecería que, cuando se habla de los Seminarios, la clave, la piedra de toque, estaría casi exclusivamente en la cantidad de seminaristas con la que cuenta cada uno de estos centros. Es un error que se repite con demasiada frecuencia y que se aplica, con parecidos criterios, a conventos, órdenes o a cualquier tipo de entidad eclesiástica.

No estoy de acuerdo con ese baremo. La cantidad no equivale, por arte de magia, a la calidad. Ni a mayor cantidad, mayor calidad, ni viceversa. Un Seminario no es mejor sólo por tener más alumnos ni lo es, tampoco, sólo por tener menos. Cuantos más alumnos, mejor. Pero no a cualquier coste.

No deberíamos extrañarnos de que los Seminarios no estén repletos de candidatos al sacerdocio. En buena lógica, no pueden estarlo. Basta acudir a una iglesia el domingo para comprobar que hay, por regla general, muy pocos jóvenes que asistan a la celebración litúrgica. No hay crisis de vocaciones al ministerio presbiteral. Hay, sí, crisis de fe y de vivencia de la misma.

No pueden abundar los aspirantes al sacerdocio si no hay muchos niños que asistan a la catequesis, muchos jóvenes que se preparen para la confirmación, muchos universitarios que frecuenten las iglesias. No puede haber vocaciones si los confesonarios están desiertos, sea por falta de confesores o de penitentes. De donde no hay no se puede sacar.

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9.10.10

Esperando al Papa

Los católicos de Galicia, y muchos más del resto de España, esperamos con gran ilusión la visita del Papa, que viene como peregrino a Santiago de Compostela.

Juan Pablo II, en dos ocasiones, estuvo en Compostela. Pero ésta será la primera vez que Benedicto XVI atravesará el Pórtico de la Gloria para orar en la catedral que conserva la memoria del Apóstol.

La palabra “papa” significa “padre”. Y eso es para nosotros el Papa: un padre que aglutina la gran familia de Dios que es la Iglesia. El Obispo de Roma es el Vicario de Cristo y el Sucesor de Pedro y, por consiguiente, la cabeza visible de la congregación de los fieles cristianos.

Fue Jesús quien eligió a Pedro para ponerlo al frente de los Doce (cf Mt 16,16-19). Cristo es el constructor que edifica su Iglesia sobre la roca que es Pedro. A Pedro le corresponde confirmar a sus hermanos en la fe y pastorear el rebaño de Dios.

Los obispos de Roma son los sucesores de Pedro. En ellos está presente la autoridad y la responsabilidad que el Señor confirió a Pedro. San Ignacio de Antioquía hablaba de la iglesia de Roma como de aquella que preside en la caridad a las demás iglesias.

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8.10.10

No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad

Homilía para el Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

El Señor muestra con un signo milagroso, la curación de la lepra, la presencia del Reino de Dios entre nosotros (cf Lc 17,11-19). Él, que es más que un profeta, lleva a cabo una acción prefigurada por Eliseo, quien había mandado a Naamán bañarse en las aguas del Jordán para quedar liberado de su enfermedad.

Los leprosos eran los “golpeados” por un mal que era prueba de impureza y de pecado. No se atreven ni siquiera a acercarse a Jesús, sino que permanecen a distancia y le piden a gritos que tenga piedad de ellos: “Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por sus ruegos”, escribe Teofilacto. La oración, la plegaria, la súplica, la petición confiada, es capaz de salvar la distancia que separa el pecado de la gracia, al impuro de Aquel que es la fuente de toda pureza.

Si Eliseo manda a Naamán adentrarse en las aguas del Jordán, Jesús envía a los leprosos a presentarse a los sacerdotes, como prescribía la Ley. Podemos ver en ambas indicaciones una prefiguración de los sacramentos de la Iglesia, mediante los cuales actúa Cristo mismo con la eficacia de su poder para comunicarnos la gracia, la vida nueva que nos rescata de los “golpes” que el pecado imprime en nuestras almas.

Nos salva el Siervo doliente que se dejó golpear, que cargó con los pecados de los hombres, que se hizo, pese a su inocencia, semejante a un leproso de quienes las gentes se apartaban: “Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron” (cf Is 53,1-11). Nos salvan las llagas de Cristo, que “por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento.

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5.10.10

Savonarola, un profeta imprudente

Quien haya visitado Florencia, esa ciudad donde todo es arte, habrá podido ver, en el convento de San Marcos, la celda que habitó Girolamo Savonarola (1452-1498). Entre las pertenencias del fraile dominico que allí se conservan destacan sus instrumentos de penitencia, entre ellos un severo cilicio.

Y no era espíritu de penitencia lo que le faltaba a Savonarola. Penitente él, en primera persona, y dispuesto a que los demás lo fuesen también. Reacio a las tendencias paganas presentes en el Renacimiento, el fraile-profeta, que por tal era tenido, fustigaba con dureza desde el púlpito los males y los desórdenes.

Savonarola esperaba el castigo de Dios, un castigo saludable que pusiese fin a tanta impiedad y relajación de costumbres. Y vio en el rey de Francia, Carlos VIII, el instrumento del cual la Providencia podía servirse para enderezar los pasos perdidos de la pecadora Italia. Se presentó ante el rey, conminándole a ejecutar este destino histórico.

No satisfecho con las palabras, pasó a la acción, interviniendo en el gobierno de Florencia. Elaboró una constitución, reformó la justicia, suprimió la usura y proclamó la amnistía general. Para purificar del paganismo la cultura florentina no dudó en quemar obras de arte y manuscritos. Una proximidad con el fuego que, a la larga, iba a resultarle perjudicial. Promovió también, en su afán moralizador, que unas patrullas de jóvenes vigilasen la vida de los conciudadanos.

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