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8.12.17

II Domingo de Adviento: El heraldo

Si en el primer domingo del Adviento la imagen por excelencia era la del centinela, en el segundo domingo se impone la imagen del heraldo, del mensajero, de aquel que hace oír su voz anunciando la llegada del reino de Dios, de la salvación. Se cumplen así las palabras de Isaías: El Señor “hará resonar la majestad de su voz” con alegría en vuestro corazón (Is 30,30).

El profeta Isaías anuncia una voz que grita (Is 40,3) y alude a Sión y a Jerusalén que han de ser heraldos para la tierra de Judá (Is 40,9). Esta figura del heraldo se cumple en la persona de Juan Bautista. Él es la voz que grita en el desierto y el mensajero que Dios envía delante de sí para prepararle el camino (cf Mal 3,1).

¿Qué anuncia el heraldo? La llegada del reino; es decir, “el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Jesús es en persona el Reino y la Buena Noticia que Dios nos envía. Él es la palabra de consuelo que Dios dirige a nuestro corazón; palabra de descanso y de alivio, de gozo y de misericordia. Dios viene para tocar nuestro corazón y llenarlo de consuelo y de alegría. Habla a nuestro corazón con el bálsamo de la Palabra que es Cristo para curar nuestra angustia y las marcas de nuestro pecado, para borrar nuestras culpas con su amor sin medida ni tasa.

El heraldo anuncia y prepara el camino. ¿Cómo se prepara el camino para acoger a Dios? Mediante la conversión; es decir, el cambio de nuestro modo de pensar y de valorar las cosas. Un cambio que no se recluye en nuestro interior, sino que partiendo del corazón se expresa en las obras: “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón” (Sal 84,9). El bautismo de Juan es manifestación de esta penitencia, de esta conversión que va a unida a la confesión de los pecados. La paciencia de Dios alarga el tiempo para poder encontrarnos llenos de santidad y de piedad, intachables e irreprochables (cf 2 Pe 3,8-14).

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