InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Mayo 2016

31.05.16

El Sagrado Corazón

El corazón, en su sentido bíblico, indica lo más profundo del ser, la raíz de los actos, donde la persona se decide o no por Dios. Es el lugar del encuentro y de la alianza del hombre con Dios, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2563).

La alianza nueva y definitiva entre Dios y la humanidad se ha establecido para siempre en Jesucristo. En el Corazón del Redentor se encuentran el amor humano y divino con que Jesucristo ama continuamente al Padre y a todos los hombres.

Grandes testigos de la espiritualidad cristiana han vivido y propagado la devoción al Corazón de Cristo; entre ellos, San Bernardo, San Juan Eudes o santa Margarita María de Alacoque.

La Iglesia aprobó, acogió y difundió el culto al Corazón de Jesús. En 1765 se concedió la primera aprobación pontificia a este culto. Y los Papas de la era contemporánea, desde el beato Pío IX hasta Juan Pablo II, han defendido y recomendado vivamente la devoción al Sagrado Corazón. También Benedicto XVI ha recordado que “en el corazón del Redentor adoramos al amor de Dios por la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia” (Angelus del 5-VI-2005).

La Liturgia ve en el Sagrado Corazón el símbolo de la grandeza del amor de Dios a los hombres, manifestado en Cristo, de cuyo corazón traspasado manaron los sacramentos de la Iglesia.

La piedad de los fieles, alimentada en las fuentes vivas de la Escritura, que nos hace conocer el corazón de Cristo, y de los textos litúrgicos, puede encontrar también hoy en la devoción al Sagrado Corazón un medio de acrecentar el amor a Jesús y el deseo de identificarse con Él.

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30.05.16

Las iglesias siempre abiertas

“La Iglesia ‘en salida’ es una Iglesia con las puertas siempre abiertas”, dice el Papa. Y añade: “Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes” (Evangelii gaudium, 46-47).

Tiene razón el Papa. El deseo de cualquier párroco, o de cualquier responsable de una iglesia, es que las puertas estén abiertas durante el mayor tiempo posible. Recuerdo al párroco de mi parroquia natal, que se negaba a cerrar, durante el día, la iglesia: “No soy el carcelero de Dios”, decía.

Pero los deseos, por buenos que sean, no siempre equivalen a la realidad. La realidad, lo que es, se impone con una contundencia absoluta. Y esa realidad nos dice que lo ideal no siempre es lo más prudente; lo que, de modo razonable, podríamos llevar a cabo aquí y ahora.

Durante el día, durante bastantes horas del día, es posible acceder a la Basílica de San Pedro. Pero no sin pasar unos controles de seguridad muy parecidos a los de los aeropuertos. ¿Justificados? Sin duda. Justificadísimos. No se trata solo de velar por la integridad de la Basílica, sino también por la de quienes la visitan.

Otros templos del mundo – la Iglesia es muy grande – no corren, quizá, tantos riesgos, pero tampoco tienen los medios de seguridad de los que dispone la Basílica de San Pedro. Y una norma de prudencia, a mi modo de ver, aconseja no dejar la iglesia abierta sin nadie que vigile. Y los sufridos feligreses no pueden vigilar durante todo el día.

El ideal es claro: la iglesia abierta. La realidad habrá de moderar ese ideal en el plano de lo razonablemente posible. Y todos, o muchos, tenemos experiencias desagradables de lo que puede pasar si la iglesia está abierta sin nadie que vigile. La peor posible, pero, por desgracia, no extraña, es la profanación de la Eucaristía.

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28.05.16

Expresar la fe: La procesión del Corpus

“Con el corazón se cree”, dice San Pablo en Rom 10,10. El “corazón” significa el fondo de lo que somos. Como órgano del cuerpo, el corazón impulsa la sangre, la vida. Pero ese papel que juega en el cuerpo es un símbolo del centro de nuestro ser. Y creemos desde ese fondo y desde ese centro. No somos solo espíritu, sino espíritu encarnado. Rahner tituló uno de sus principales libros justamente así: Espíritu en el mundo.

Esta mañana he podido participar en una bella expresión de fe, en la Asamblea Diocesana de Catequistas de Tui-Vigo. Sus organizadores han cuidado todos los detalles: una interesante reflexión a cargo del misionero de la misericordia de nuestra Diócesis; una pequeña peregrinación desde el Seminario a la Catedral; una oración ante la portada de la Catedral, interpretando y actualizando para nosotros, hoy, el mensaje esculpido en piedra sobre la Anunciación y el Nacimiento de Cristo, sobre la Adoración de los Magos y la huida a Egipto, y sobre los fundamentos de la fe, reflejados en personajes significativos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y, tras el paso de la Puerta Santa, la celebración de la Santa Misa, presidida por nuestro Obispo.

Muchos catequistas aprovecharon para recibir el sacramento de la Penitencia. Y eso es muy bueno. Como decía el misionero de la misericordia, si el sacramento de la Reconciliación se viese como lo que es en realidad, un abrazo del Padre, no cabría hablar de crisis de la Confesión.

Y es ya Corpus Christi, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Es un día para expresar la fe – que tiene su sede en el corazón pero que no se recluye en el mismo – en la presencia real y sustancial de Cristo en el Santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. El beato Pablo VI decía, sobre esta presencia: “Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y sustancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” (Mysterium fidei, 5).

¿Cómo expresar nuestra fe en esta presencia “por antonomasia”? Yo diría que, en primer lugar, con las palabras. Ante todo, con las palabras que hemos recibido de Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,51). Estas palabras del Señor tienen su eco en muchas otras de la Iglesia: desde el Pange lingua de Santo Tomás de Aquino hasta las alabanzas que solemos repetir – quizá menos de lo que deberíamos - : “Viva Jesús Sacramento” o “Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”.

Podemos expresar nuestra fe en esta presencia con la mirada. Que es una mirada que se convierte en la adoración de un espíritu encarnado – en la “obediencia del ser”, que decía Guardini - . “Mirar” es, en cierto modo, más que “ver”. Mirar, de alguna manera, es contemplar y adorar. Mirar a Cristo en la Eucaristía es contemplar el Sacramento en el que Dios, tan cercano, permanece oculto. La vista, el oído, el olfato… quedan confundidos, pero el oído – por el que viene la fe – no se equivoca. Mirar la Eucaristía es adorar al Dios oculto, al Dios – el único verdadero - que, pese a acercarse a nosotros, – no puede dejar de ser Dios, de ser misterio.

Podemos expresar nuestra fe con los gestos. Arrodillándonos durante la consagración en la Santa Misa. Parece un gesto de esclavitud, pero es el gesto más revolucionario del mundo. El hombre solo es grande si se arrodilla ante Dios, y ante nadie más que Dios. Ningún señuelo, ningún ídolo, podrá jamás reclamar, de modo libre y legítimo, ese homenaje reservado en exclusiva a Dios. Otro gesto, similar, es hacer la genuflexión, si sabemos que el Santísimo Sacramento está reservado en el sagrario. Sería muy triste que perdiésemos el sentido de lo sagrado, que no supiésemos calibrar y reconocer la majestad de Dios, la infinita belleza de su gloria.

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25.05.16

Mascotas

Yo no soy mucho de mascotas. Los animales, para mi gusto, mejor en sus propios hábitats y, a poder ser, lejos de mí. Comprendo que nos unen, a los humanos y a los animales, el común origen de ser creados y de tener, animales y humanos, la facultad  genérica de sentir. Hasta ahí, de acuerdo.

Cuando yo era niño – hace ya de eso muchos años – teníamos en mi casa una perrita, muy pequeña y lista. Muy bonita y cariñosa. De vez en cuando, la perrita tenía cachorrillos, que distribuíamos entre los familiares y vecinos con gran responsabilidad, asegurándonos, en la medida de lo posible, de que serían bien tratados. Recuerdo una vez que uno de los cachorritos, dejándose llevar por la curiosidad de explorarlo todo, metió su cabecita en una rendija de un muro y no era capaz de sacarla. Tuvimos que llamar a alguien para que, con ayuda de no sé qué instrumento, ampliase el agujero para recuperar, sano y salvo, al perrito. Consiguieron excarcelarlo de su atadura, pero alguna lesión le hizo mella y murió, por desgracia, a los pocos días.

Luego llegó Lisa, una perrita que mi hermano menor encontró por ahí perdida y rescató. Como mi hermano menor era muy fan de Michael Jackson le puso de nombre “Lisa” que era, en aquel entonces, el nombre de la esposa del famoso cantante. Lisa, nuestra perra, fue una superviviente. Vivió más de lo que la mayoría de sus congéneres viven. Y se sobrepuso, ayudada por el cariño de los míos, a varios accidentes y atropellos, alguno de ellos verdaderamente grave.

Y ahora ronda por mi casa, por el entorno de mi casa, no dentro sino fuera de ella - aunque, si le dejan entrar, entra – Miziqui. A mí los gatos no me hacen mucha ilusión y Miziqui, él no tiene la culpa de ello, es un gato. Creo que también lo encontró por ahí uno de mis hermanos, yo creo que también fue el menor de ellos. Los hermanos menores, como no tienen hermanitos a los que mimar, miman a los animales. Puede ser que sea eso.

Hoy me han enviado un enlace a un artículo que me ha parecido muy sensato. Habla del exceso de cariño a los animales domésticos que, paradójicamente, se puede convertir incluso en una forma de maltrato hacia ellos: “humanizar a los animales hace que pierdan su identidad, que se sientan frustrados, ansiosos e inseguros”.

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24.05.16

“Todo podría ir a peor”

A veces, medio en broma, les digo a mis alumnos que un estupendo lema episcopal rezaría: “Todo podría ir a peor”. Ellos, mis alumnos, se ríen. Pero yo no estoy tan seguro de que esa risa esté muy justificada, más allá de la gracia que pueda hacerles la ocurrencia.

W. Benjamin usó una metáfora para describir – y criticar – uno de los dogmas de la modernidad: la idea de que, inexorablemente, todo irá a mejor. Se refería Benjamin, como se sabe, a un cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus. El ángel quiere detenerse en el pasado, para hacerse cargo de sus aspectos catastróficos y ruinosos, pero una tormenta de enorme potencia le impide plegar las alas y lo arrastra “irresistiblemente hacia el futuro”. A esa tempestad, a esa tormenta, le llamamos “progreso”.

Parece que una tormenta similar se apodera en ocasiones de nosotros, como creyentes y como ciudadanos. Parece que ese viento impetuoso nos impide leer la realidad tal cual es, para dejarnos mecer, o llevar, por lo que ostenta el marchamo del futuro, como si el futuro, sin más, nos garantizase algo mejor o algo auténticamente nuevo.

Lo “nuevo”, en sentido pleno, solo viene de Dios. Lo “nuevo” no es una tormenta ni un ciclón: “en el huracán no estaba el Señor” (1 Re 19,11). Dios más bien es amigo de la “brisa suave”, más del susurro que del ruido desproporcionado.

¿Todo va a ir a mejor, necesariamente, sea como sea? No. Las bienaventuranzas suponen una interrogación crítica frente a la ciega fe en el progreso. Corrigen las expectativas terrenas para elevarlas hacia el cielo. Todo podría ir a mejor, o a peor, pero – pase lo que pase - la esperanza que no falla solo radica en Dios (Rom 5,5). La virtud de la esperanza no es el Angelus Novus de Paul Klee. La esperanza, que se apoya solo en Dios, no pasa por encima del pasado ni del presente. Es una esperanza que confía en la definitiva justicia y en la definitiva misericordia, que vienen a ser lo mismo.

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