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30.04.16

La belleza de la fe

Lo bello es lo que, por la perfección de sus formas, complace a la vista y al oído y, también, al espíritu. Lo bello es lo bueno y lo excelente. La vida está dotada de momentos de indudable belleza; de atisbos de lo divino, de lo que vale de verdad, de lo que, más allá del tiempo, querríamos prolongar para siempre.

Hay un texto de la “Ética a Nicómaco”, de Aristóteles, que no deja de sorprenderme: “el mal se destruye incluso a sí mismo, y cuando es completo resulta insoportable”. Debo profundizar en el sentido de estas palabras, pero, en una primera aproximación, las entiendo como si se reconociese que es insoportable, literalmente, cohabitar con el mal, solo con el mal, sin una mínima chispa de bien.

Si el mal destruye, y no hace otra cosa, al final tendrá que destruirse también a sí mismo. Y ese apogeo de la destrucción conduce a la nada, a la aniquilación, que es incompatible con la vida. Donde hay vida no puede haber solo mal. Tiene que subsistir, al menos, un átomo de bien y de belleza.

Esta intuición de Aristóteles, si yo la entiendo correctamente, la veo confirmada por una frase de Benedicto XVI: “Es la misericordia la que pone un límite a mal”. O sea, la misericordia es la fuerza que impide que el mal lo destruya todo, incluso a sí mismo. Y que no permite que el mal sea completo.

En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI ejemplifica este límite del mal en la muerte del Señor en la Cruz. En esa muerte se cumplen las palabras del Salmo 34: “Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará”. Cuando el mal parece que es absoluto, no lo es. Se destruye a sí mismo y, a pesar de todo, no ha sido capaz de quebrar ni un solo hueso de Jesús. Ahí estaba el poder limitador de la misericordia.

Es muy significativo que se puedan encontrar tantos acuerdos entre un pagano – Aristóteles – y un Papa – Benedicto XVI - . Pero no debe causar extrañeza este acuerdo. La sinfonía de Dios es armónica. Dios nos habla en su creación y nos da la capacidad de interpretarla rectamente, gracias a la razón. Nos habla en su revelación, y nos permite descifrar las claves de su mensaje mediante la fe. Y, en cualquier caso, Dios pone límite al mal. Hasta tal punto que limita incluso el poder de la muerte – la aniquilación sería el triunfo del mal, de la destrucción - , convirtiéndola en vida.

La belleza de la fe radica, a mi modo de ver, en esta coherencia entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser; en la afinidad entre naturaleza y gracia; entre razón y fe. Rahner hablaría de lo trascendental y de lo categorial. Pero eso es, ya, el lenguaje de la teología, más alambicado que el lenguaje más simple de la fe.

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El mes de Mayo

Hace ya unos años – el tiempo pasa muy deprisa – escribí una serie de posts, titulada “Mayo virtual”, con el deseo de ayudar a los lectores de “La Puerta de Damasco” a acercarse a la Virgen María y a vivir con devoción el mes de Mayo. Sé que esa serie de artículos ha ayudado a alguna persona a profundizar en la importancia de María para nuestra vida cristiana.

Esos textos se convirtieron en un libro, “Treinta y un días de mayo”, que va por la segunda edición en español, y que fue traducido al portugués con el título de “31 dias com Maria”.

En ese libro, como oración para todos los días, aparece la siguiente plegaria:

“Oh Dios, Padre bueno,

que en María, primicia de la redención,

nos has dado una Madre de inmensa ternura;

abre nuestros corazones a la alegría del Espíritu

y haz que, a imitación de la Virgen,

sepamos alabarte por las maravillas realizadas

en Cristo, tu Hijo”.

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