InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Enero 2016

30.01.16

Cuando la “pretensión” es tomada como “presunción”

Una expresión técnica que se usa en cristología es “la pretensión de Jesús”. Con esta expresión, no se busca significar que Jesucristo sostuviese una aspiración ambiciosa o desmedida a ser reconocido como lo que no era, sino todo lo contrario: con su pretensión, Jesús daba muestras de lo que era en realidad.

El Señor, con su conducta, con su predicación, con su llamada al seguimiento, con la manifestación de su relación única con el Padre… nos está diciendo quién es Él realmente: El Hijo de Dios hecho hombre para salvar a los hombres.

El Evangelio proclamado en este IV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 4,21-30) deja constancia de una confusión, de un equívoco grave: Quienes lo escuchan en la sinagoga de Nazaret confunden su “pretensión” – los indicios que apuntan a su entidad – con la “presunción”, con una especie de exhibición de orgullo (cf Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”).

Es curioso que quienes tenían los ojos clavados en Él y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca, fuesen los mismos que se escandalizaron de que fuese “el hijo de José”. Es decir, a Jesús se le acepta, en un primer momento, pero, enseguida, se le rechaza. A fin de cuentas, ¿de qué podía presumir el hijo de un carpintero?

Los mismos que lo aclamaban, en menos de nada, se vuelven en contra de Él, furiosos; lo echan del pueblo y desean despeñarlo desde un precipicio. Así de voluble es el aplauso del mundo, incluso el aplauso de los “buenos” – se supone que a la sinagoga de Nazaret iban piadosos judíos - . 

Jesús, frente a este rechazo, no retrocede: “se abrió paso entre ellos y seguía su camino”. El Verbo encarnado nos supera desde arriba, desde la perspectiva de Dios. No entra en nuestros pequeños cálculos de conveniencia; no busca la aprobación a toda costa o los titulares elogiosos de la prensa. Él viene a lo que viene: a ser testigo de la verdad.

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27.01.16

La fe viene de la predicación: Las homilías de Benedicto XVI

El sacerdote Pablo Cervera Barranco ha tenido el acierto de recopilar las homilías, o las mini-homilías del “Ángelus”, del papa Benedicto XVI. Me refiero al volumen titulado: “El Año litúrgico predicado por Benedicto XVI. Ciclo C”, edición preparada por Pablo Cervera Barranco, BAC, Madrid 2015, 502 páginas, ISBN 978-84-220-1851-3, 23 euros.

Es un libro que da gusto leer. Y que puede ayudar a todos: a los que han de predicar la homilía y a los que han de alimentarse de esa predicación. Tenemos que ser muy conscientes de la importancia de la predicación. La Palabra que suscita la fe viene de “fuera”, aunque tenga “dentro” de nosotros un anclaje. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa con enorme claridad: “la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo” (Rom 10,17).

Para anunciar lo que no proviene de nosotros, sino de Dios, es preciso recibir el envío que faculta para esa misión y que procede de la autoridad de Cristo. Esta potestad se transmite, a través de la Iglesia, mediante el sacramento del Orden.

El mandato misionero de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20), no se puede cumplir sin evangelizar, sin predicar, sin anunciar la Palabra.

La homilía no es la única forma de predicación, pero es la más importante, porque tiene su contexto en la liturgia y forma parte de la liturgia.

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22.01.16

“Al enemigo, ni agua”

Eso dice el refrán popular: “Al enemigo, ni agua”. Obviamente, es una máxima que, desde la perspectiva cristiana, no se puede asumir en su literalidad. Un cristiano ha de amar a sus enemigos – también a los que se manifiestan como tales – y ha de rezar por su conversión.

Yo creo que era Camilo José Cela – no lo puedo asegurar – quien decía que jamás mencionaba, en un artículo de réplica, a quien lo había puesto a escurrir. Y hacía muy bien. No tiene sentido que cualquiera, con afán de notoriedad, ataque a otro – más relevante -  para que, el otro, el atacado, en su defensa, haga publicidad a favor de quien le provoca.

En el mundo del “arte”, la provocación es fácil. No todos los artistas son Picasso, ni Leonardo da Vinci, ni Antonello da Messina. Muchos otros, son nada, pero – conscientes de esa inanidad -  quieren, persiguen, la notoriedad. Para ser algo, o alguien, ante los ojos del mundo. Que tampoco es para tanto: unos titulares en la prensa, unas noticias en la televisión y poco más. Así es la vida.

Resulta muy barato, para conseguir el “minuto de gloria”, meterse con la Iglesia, blasfemar y hasta profanar lo más sagrado, como la Eucaristía. Aunque no cabe darle la razón, a priori, al profanador: Él, el profanador, puede decir que es la Eucaristía, pero, yo, al menos, en principio, no me creeré lo que diga. Habría que probarlo ¡Ya solo faltaría que diésemos patente de veracidad a los mayores mentirosos del mundo!

¿Qué hacer si sucede algo así? Pues manifestar toda la repulsa posible. Acudir a los tribunales. Denunciar ese hecho, que es absolutamente intolerable. Pero, pienso yo, no decir el nombre del autor del mal, salvo que sea imprescindible, y solo donde sea imprescindible decir ese nombre.

Es perfectamente normal protestar contra una profanación, pero sin que, con la protesta, hagamos del profanador una celebridad. En vez de mencionar su nombre, podremos optar por escribir: “un pobre hombre”, “un provocador”, “alguien que no respeta nada”, etc.

En los tribunales, sí. Con nombre y apellidos. En los medios, no. No se merece, ese tipo de personas, ser noticia.

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20.01.16

La “X” de Pablo Iglesias

Hoy me he enterado, porque ha sido noticia, de que, en la Declaración de la Renta, Pablo Iglesias ha marcado la “X” a favor de la Iglesia y, también, a favor de otros fines sociales. Ha hecho lo mismo que yo hago cada año. Con la diferencia de que sus ingresos son mucho mayores que los míos; o sea, que ha ayudado económicamente a la Iglesia más de lo que yo podría ayudar nunca – o, al menos, hasta ahora - .

Hay personas que cuestionan el sistema de asignación tributaria, según el cual un pequeño porcentaje de los impuestos que se pagan se destina, si el declarante así lo desea, a la Iglesia y/o a fines sociales. Y estos cuestionamientos proceden tanto del ámbito “laicista” – por entendernos – como del ámbito “católico”. Unos dicen, simplificando, que “el que quiera religión que se la costee”. Otros, que la Iglesia ha de ser libre y que no puede estar pendiente de que Hacienda facilite que los fieles ayuden a su sostenimiento.

Comprendo que hay razones a favor y en contra. Pero yo sí apoyo la asignación tributaria. Y lo hago por varios motivos:

-         Porque es bueno que los ciudadanos – los contribuyentes – puedan decidir, al menos en una mínima parte, a qué se deben dedicar sus impuestos y a qué no. La Iglesia Católica se enfrenta cada año a una especie de referéndum, de la que no sale mal parada: muchos ciudadanos – y la soberanía política reside en los ciudadanos – quieren, voluntariamente, que una parte de lo que pagan vaya a la Iglesia. Sobre otras muchas cosas no se nos deja optar: nos guste o no, el dinero de nuestros impuestos financia partidos políticos, sindicatos y hasta abortos. Nadie nos concede el “derecho a decidir”.

-         Porque creo que el Estado ha de respetar – y facilitar – el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos. Muchos españoles quieren tener cerca una parroquia, una iglesia, un centro de culto. Y, por ello, están de acuerdo con que, a ese fin, se destine un pequeño porcentaje de los impuestos que pagan. Porque los católicos son ciudadanos, y pagan impuestos.

-         Y muchos otros, como Pablo Iglesias, católicos o no, consideran que la Iglesia hace bien a la sociedad. Es una falacia pensar que una cosa es Cáritas y otra la Iglesia. Cáritas tiene una primera célula de atención a las personas en las parroquias. Y el dinero de estas Cáritas parroquiales procede de los donativos que, en la Misa de cada primer domingo de mes, ofrecen los católicos practicantes.

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18.01.16

Sacramento de la Penitencia y misericordia

El Jubileo de la Misericordia, que ha convocado el papa Francisco, nos debe animar a todos a valorar, de nuevo, el sacramento de la Penitencia. Ante todo, a los pastores de la Iglesia, pero, asimismo, a los demás fieles cristianos.

En la bula “Misericordiae vultus”, el Papa dice sobre los confesores:”Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva” (MV 17).

Signos de la misericordia, buscadores de la misericordia, ministros de la misericordia. Eso debemos ser los confesores: “el signo del primado de la misericordia”.

Los sacerdotes no solo debemos “buscar el perdón”, sino también ofrecerlo, de parte de Cristo, dando facilidades para que, nosotros y los demás fieles, podamos confesarnos. Y en esa misión de no poner obstáculos al perdón, entra el ofrecer un horario generoso de confesiones, en lo que sea posible.

Merece la pena “re-visitar” el “Ritual de la Penitencia”. Los “Praenotanda” de la edición típica del ritual romano constituyen un precioso tratadito sobre el sacramento, con una base muy sólida, unida a la Escritura: la Sesión XIV del Concilio de Trento. También se hace eco de la enseñanza del Vaticano II, que incide en la reconciliación del penitente con la Iglesia.

Como en todos los sacramentos, también en el de la Penitencia, es indispensable respetar la verdad del mismo. En la lógica sacramental, que es la de la Encarnación, no tiene cabida jugar a los carnavales. Jesús parece y es el Hijo de Dios hecho hombre. No solo lo parece, sino que lo es.

Lo mismo en la Penitencia: sin arrepentimiento del corazón, no hay Penitencia. Como no hay Bautismo, sin fe. Ni Matrimonio, sin entrega mutua del hombre y de la mujer. Claro, que al resaltar esta coherencia, se debe decir, también, que la primacía la tiene la acción de la gracia. Pero una gracia que asume la naturaleza, sin eliminarla.

Santo Tomás señalaba como “res et sacramentum”, como primer efecto del signo sensible y, a la vez, como signo de una gracia ulterior – el perdón de los pecados - , la contrición del corazón. Este dolor del alma es, según Santo Tomás, un efecto del signo sacramental – de la confesión y de la absolución - , pero a, la vez, es signo del efecto último del sacramento: el perdón de los pecados.

Dios nos hace colaboradores suyos en la obra de nuestra salvación. Él lleva la delantera, pero no nos salva sin nosotros.

Es importante, también, respetar estrictamente la disciplina, y la verdad, sobre el “rito para reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución general”. ¿Es posible aplicar este rito? Sí, pero no a gusto del “consumidor”, sino tal y como la Iglesia lo establece, observando los requisitos objetivos, de los que juzga no el que imparte directamente la absolución, salvo amenaza de peligro de muerte, sino el Obispo diocesano.

Y hay, también, requisitos subjetivos – por parte de quien recibe la absolución - que se deben tener en cuenta; entre ellos, el propósito de confesar individualmente todos los pecados graves que, en circunstancias extraordinarias (las de la absolución general), no haya podido confesar.

En cualquier caso, sigue en pie la certeza de que la confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia (canon 960).

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