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2.10.15

Alimentación e hidratación

No podemos condenar a nadie a morir de hambre o de sed. Ni siquiera a un enfermo que esté muy grave. El Catecismo nos dice que “las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible” (n. 2276).

La eutanasia directa – es decir, poner fin a la vida de personas enfermas – es moralmente inaceptable. Y se puede poner fin a la vida de los enfermos por acción o por omisión. No se puede matar, por acción o por omisión, a alguien ni siquiera para suprimir el dolor que esa persona padece.

Sí se puede, y hasta se debe, rechazar el “encarnizamiento terapéutico”, que consiste no en provocar la muerte, sino en aceptar que ya no se puede impedirla. Sería un encarnizamiento terapéutico insistir en el recurso a tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados.

¿En caso de duda quién debe decidir? Pues, ante todo, el paciente o sus representantes legales, pero no de modo arbitrario, sino tratando de velar por los intereses legítimos del paciente.

Los cuidados ordinarios debidos a una persona no se pueden interrumpir nunca. Habrá que optar, en casos difíciles, por los cuidados paliativos.

Suministrar alimento y agua a un paciente es, en principio, moralmente obligatorio. A no ser que ese suministro cause mayores molestias que las que se pretenden evitar. Y no parece irracional que este suministro básico se proporcione mediante medios “artificiales”, que no equivalen, sin más, a medios desproporcionados.

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