InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2015

30.09.15

¿Evitar el sufrimiento? Sí. ¿Matar a alguien? No

Las fronteras entre las acciones moralmente legítimas y las no legítimas resultan, con frecuencia, controvertidas. Hay muchos elementos en juego: no solo los morales, sino los jurídicos y hasta los puramente emocionales. Y no siempre es fácil distinguirlos adecuadamente.

Una acción tiene unos fines y unos medios queridos o pretendidos, de los que somos plenamente responsables. No basta con que el fin sea moral, sino que el medio (o los medios) que lleva a ese fin ha de serlo también.

Yo puedo buscar un fin moralmente bueno – por ejemplo, que descienda en el mundo el nivel de pobreza - , pero no todo medio es aceptable para lograr ese fin. No cabe eliminar físicamente a los pobres para que deje de haberlos. El sentido moral espontáneo nos dice que “el fin no justifica los medios”.

Es verdad que, a veces, nuestras decisiones tienen consecuencias no pretendidas o queridas. En ocasiones,  hay  “efectos secundarios”, como los que pueden tener las medicinas. Un médico puede juzgar oportuno, para curar al paciente, elegir un medio adecuado – recetarle un medicamento – que, no obstante, puede tener “efectos secundarios”, positivos o negativos. El riesgo que se asume, a la hora de prescribir ese medicamento, ha de ser proporcional al fin que se pretende y a la moralidad del mismo medio, pese a sus posibles efectos secundarios negativos.

Los efectos secundarios no pueden confundirse con los medios de que nos valemos para alcanzar un fin. Administrar una sedación paliativa puede ser moralmente lícito si el objetivo de ese medio es aliviar el sufrimiento de un paciente, incluso corriendo el riesgo – no buscado – de que el paciente se muera antes.

Pero no vale buscar directamente como fin y como medio la secuela – el “efecto secundario” negativo - de una acción. Esto significa que no cabe buscar directamente la muerte de quien sufre para evitarle el sufrimiento. La muerte del que sufre podrá ser, en última instancia, el efecto secundario no deseado del fin noble de evitarle el sufrimiento mediante medios asimismo nobles.

Se trata del clásico “principio del doble efecto”, que indica que hay condiciones en las que no se puede imputar al agente ciertos costes de su conducta. Pero un efecto no buscado no es un medio. Yo no puedo moralmente querer, como fin o como medio, matar a nadie para aliviar su sufrimiento.

El mal que indirectamente, y por medios legítimos y no a cualquier coste, se puede ocasionar, sin pretenderlo, ha de ser proporcional al bien que se busca.

No me imagino a una Unidad de Pediatría de un Hospital, con las leyes que tenemos, obstinándose en el encarnizamiento terapéutico con un paciente. Pero sí me alegro de que los médicos, a veces, sepan distinguir entre fines, medios y efectos secundarios.

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21.09.15

Los Papas y Cuba

He seguido con atención las sendas visitas de los tres últimos papas a Cuba. La de San Juan Pablo II, en 1998; la de Benedicto XVI, en 2012; y, ahora, la del papa Francisco.

Voy a fijarme solamente en los discursos pronunciados por los Papas en la ceremonia de llegada a La Habana. Son discursos protocolarios en los que, de todas formas, los Papas han dicho algo significativo.

Vayamos al primero de ellos, el pronunciado por San Juan Pablo II el día 21 de enero de 1998. El Papa evocó a Cristóbal Colón para definir a Cuba como la tierra “más hermosa que ojos humanos han visto”. Y habló de la Cruz de Cristo, plantada allí hace más de quinientos años. El Papa decía, asimismo, que los cubanos “son y deben ser los protagonistas de su historia personal y nacional”. Su misión, la del Papa, era claramente evangelizadora: “Vengo como peregrino del amor, de la verdad y de la esperanza”.

Decía el Papa que “el servicio al hombre es el camino de la Iglesia”. Y, si uno sigue el Evangelio, se orientará hacia el amor, la entrega, el sacrificio y el perdón. No hay nada que temer si las personas y los pueblos se abren a Cristo; esa apertura redundará en beneficio de la patria y de la sociedad.

San Juan Pablo II reivindicaba, asimismo, que la Iglesia pudiese “disponer del espacio necesario para seguir sirviendo a todos en conformidad con la misión y enseñanzas de Jesucristo”.

Que Cuba ofrezca a todos “una atmósfera de libertad, de confianza recíproca, de justicia social y de paz duradera”. Y, acto seguido, hacía una llamada: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba”.

Segundo discurso, pronunciado por Benedicto XVI, el lunes, 26 de marzo de 2012. El Papa saludó “a todos los cubanos, allá donde se encuentren”. Recordó la importancia de la visita de Juan Pablo II, que despertó en muchos “una renovada conciencia de la importancia de la fe”. El Papa se amparaba en la Virgen de la Caridad del Cobre para que “guíe los destinos de esta amada nación por los caminos de la justicia, la paz, la libertad y la reconciliación”.

Benedicto XVI habó del mañana de Cuba, para que, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, “conceda a todos un futuro lleno de esperanza, solidaridad y concordia”.

Tercer discurso, sábado, 19 de septiembre de 2015, pronunciado por el papa Francisco. El Papa no restringe su saludo, ya que se extiende “a todas aquellas personas que, por diversos motivos, no podré encontrar y a todos los cubanos dispersos por el mundo”.

Recuerda el Papa los 80 años de relaciones diplomáticas ininterrumpidas entre Cuba y la Santa Sede. Y pide que la Iglesia “siga acompañando y alentando al pueblo cubano en sus esperanzas, en sus preocupaciones, con libertad y con todos los medios necesarios para llevar el anuncio del Reino hasta las periferias existenciales de la sociedad”.

Alude el Papa a la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, que ha sostenido “la esperanza que preserva la dignidad  de las personas en las situaciones más difíciles” y abandera “la promoción de todo lo que dignifica al ser humano”. El papa Francisco anuncia que irá al Cobre “para pedirle a nuestra Madre por todos sus hijos cubanos y por esta querida Nación, para que transite por los caminos de justicia, paz, libertad y reconciliación”.

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11.09.15

Hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe

Quedando a salvo la universalidad del amor, que se dirige hacia todo necesitado (cf Lc 10,31), queda en pie la exigencia de que, en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad: “Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe” (Gál 6,10).

Esta enseñanza bíblica ha sido recordada por el papa Benedicto XVI en Deus caritas est, 25. Es una recomendación sabia, que no introduce discriminación a la hora de vivir la caridad, sino orden. Hemos de ser caritativos con todos, pues Dios ama a todos, pero empezando por nuestra familia, por la “familia de la fe”.

No tendría sentido que un padre o una madre, un hermano o una hermana, dejasen morir de hambre a sus hijos o hermanos por socorrer a los vecinos. Si se puede, se socorre a todos, pero ordenadamente; es decir, empezando por la propia familia.

Los lazos que crean la fe y el Bautismo son reales. Los cristianos somos familia, literalmente. Formamos parte de la Iglesia de Dios. Hay lazos humanos y sobrenaturales que nos unen, que nos vinculan a unos con otros.

Es verdad que ningún ser humano nos puede resultar ajeno. Sea de la religión que sea. Pero menos ajenos nos tienen que resultar los nuestros: los que han recibido el Bautismo y comparten nuestra fe.

El drama de los refugiados, que huyen de la miseria o de la guerra, es lo suficientemente grave, no desde ahora, sino desde siempre, como para conmovernos a todos. Pero, incluso en situaciones dramáticas, es mejor seguir un orden.

Yo estoy completamente a favor de que se acoja a los refugiados – del hambre o de las guerras, o de una cosa y la otra - , pero si se pide, como el Papa ha pedido, que pongamos a su disposición toda nuestra capacidad de acogida – que no es mucha, porque la Iglesia y las parroquias son más pobres de lo que se piensa - , se debe establecer un orden: Primero a los cristianos; luego, si se puede, a los demás.

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2.09.15

Si no me dejan ser padrino, apostato

Realmente, la vida nos pone a prueba. En nuestros actos manifestamos quienes somos. A todos nos llega, alguna vez, la “hora de la verdad”. Uno puede pensar que es lo que no es en realidad. No podemos pensar, por ejemplo, que somos pacientes si, al menor contratiempo, saltamos por las paredes. La paciencia se demuestra cuando toca padecer o soportar algo. Sin esa prueba de fuego, jamás podríamos verificar si somos o no, de verdad, pacientes.

La figura del padrino del Bautismo es controvertida. Y lo es porque, con frecuencia, aparece como algo decorativo, casi ornamental, sin sustancia. Lo esencial, a la hora de bautizar a un niño, o a un adulto, es que el comienzo de vida nueva que supone el Bautismo se desarrolle. Y para que una vida pueda desarrollarse se necesitan ayudas, tanto en el plano meramente humano como en el plano de la fe.

¿A quién le corresponde prestar esta ayuda? Si se trata de niños, les corresponde, claramente, a los padres. Los padres no solo han de querer bautizar a su hijo, sino que han de querer que su hijo crezca como cristiano. Sin esa disposición, sería preferible que, salvo peligro de muerte, no llevasen a bautizar a sus hijos. Los sacramentos no tienen como finalidad generar apóstatas, sino creyentes.

En esta línea, de apoyo al crecimiento en la fe del recién bautizado, se sitúa el papel de los padrinos, o del padrino o de la madrina. La Iglesia no obliga a que haya padrinos: Puede haber un padrino, o una madrina, o un padrino y una madrina. Puede haberlo, pero no es necesario que lo haya: “En la medida de lo posible”, dice el canon 872.

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1.09.15

El Papa y el aborto: Favorecer la penitencia

La Iglesia, siguiendo la voluntad de Cristo, no busca la condenación del pecador, sino su conversión. Algunos pecados graves son, además, delitos según el Código de Derecho Canónico. Y estos delitos comportan unas penas canónicas, por lo cual solo pueden conceder la absolución de esos pecados el Papa, el Obispo o los sacerdotes autorizados por ellos.

El aborto es, en términos objetivos, un pecado grave y un delito canónico que está sancionado con la máxima pena: la excomunión. Una excomunión que se produce automáticamente (latae sententiae). En cada caso, habrá que verificar si hubo pecado grave o no (es decir, si se dio plena advertencia y perfecto consentimiento), porque si no hay pecado grave no hay delito; y, además, si se incurrió o no en la pena que comporta el delito; en este caso, la excomunión.

¿Quién comete el pecado grave de aborto? Pues todo aquel que provoca directamente un aborto; es decir, quien mata directamente a un embrión humano. Una mujer a la que, contra su voluntad, y sin que pudiese resistirse a ello, se le practicase el aborto, no cometería un pecado grave.

Sí lo comete quien, sabiendo lo que hace y estando de acuerdo en hacerlo, lo lleva a cabo: la madre que voluntariamente pide el aborto, el médico que lo practica, los cómplices necesarios de ese acto, etc. Estas personas que cooperan formalmente, expresamente, a la realización del aborto son sujetos del pecado y del delito canónico de aborto.

¿Estas personas, culpables de un pecado grave y de un delito canónico, incurren siempre en la pena de excomunión? No siempre. No, si ignoraban sin culpa que su conducta llevaba ajena una pena o si, por ejemplo, eran menores de edad. ¿Sabían que era pecado, pero no sabían que era un delito penado? Pues no incurrirían en la pena de excomunión.

¿Por qué la Iglesia sanciona algunos pecados graves con la pena de la excomunión, de la que no todos los sacerdotes – en circunstancias ordinarias – pueden absolver? El Catecismo nos da una respuesta muy exacta, referida al aborto: “Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad” (2272).

¿Qué ha decidido conceder el Papa de cara al Año de la Misericordia? Pues ha querido facilitar el acceso al perdón de aquellas personas que han incurrido en la pena de excomunión por el pecado de aborto: “he decidido conceder a todos los sacerdotes para el Año jubilar, no obstante cualquier cuestión contraria, la facultad de absolver del pecado del aborto a quienes lo han practicado y arrepentidos de corazón piden por ello perdón. Los sacerdotes se deben preparar para esta gran tarea sabiendo conjugar palabras de genuina acogida con una reflexión que ayude a comprender el pecado cometido, e indicar un itinerario de conversión verdadera para llegar a acoger el auténtico y generoso perdón del Padre que todo lo renueva con su presencia”.

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