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9.04.15

Los cuatro libros

Hubo una época en la historia de la humanidad en la que no había libros o, si los había, eran exageradamente caros. Hoy todos, más o menos, tenemos muchos libros en nuestra casa. No es que sean baratos, pero sí son relativamente baratos. Cuesta más, por regla general, llenar el depósito de gasóleo que comprar un libro que nos interesa.

 

¿Qué haríamos si el espacio disponible para vivir se redujese a una sencilla habitación, a una especie de celda monástica? ¿Qué haríamos con nuestros libros, con esas preciadas posesiones de las que cuesta mucho desprenderse, ya que la adquisición y la lectura de cada uno de los ejemplares de nuestra pequeña biblioteca son como retazos de nuestra vida?

 

Debemos optimizar el espacio y el tiempo. Eso significa que hay que procurar la mejor manera de realizar una actividad. Y, ya en serio, solo tenemos una actividad que merezca la pena: ser felices y salvarnos. Que no son dos cosas contrapuestas, añadidas la una a la otra, sino que es la misma cosa: No haber vivido en vano y no haber despreciado la posibilidad, que Dios nos ofrece, de vivir para siempre.

 

Si hubiese que hacer un rescate de urgencias no deberíamos dudar. Lo primero, el primer libro, la Sagrada Biblia. Me imagino que los expurgadores de la biblioteca de Alonso Quijano, el Quijote, no albergarían, al respecto, la más mínima reserva. Nuestra memoria se va acortando poco a poco. Hace nada, hace apenas unos años, todos podríamos recordar una buena cantidad de números de teléfono. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, no somos capaces de retener ni el número de nuestra casa.

 

¡Ojalá que supiésemos de memoria la Biblia! No solo en la antigüedad cristiana muchos la sabían de ese modo, sino que incluso un personaje, bastante reciente, como el beato Newman, también fue capaz de memorizarla. La Biblia es el principal testimonio de la palabra de Dios, ya que, como texto inspirado, es palabra de Dios en palabra humana. Obviamente, el cristianismo no es una religión del libro, ya que el centro de nuestra fe no es un texto, sino una Persona, Jesucristo.

 

Un segundo libro, que no está inspirado, como la Biblia, pero que sí nos ofrece el contexto adecuado para leerla e interpretarla es el Catecismo de la Iglesia Católica. Nos encontramos aquí con una presentación auténtica y sistemática de la fe y de la doctrina católica. Es casi imposible leer el Catecismo y no aprender algo nuevo. En esta fuente encontramos el agua viva que, sin riesgo de contaminación, nos ofrece lo más puro y selecto de la comprensión cristiana de Dios, del hombre y del mundo. No estoy de acuerdo con quienes se quejan de incertidumbres en la enseñanza de la fe. Basta con acudir al Catecismo para disipar esas tormentas.

 

Un tercer libro, de cuatro volúmenes, es La Liturgia de las horas. Es una obra maestra, un  capolavoro del que legítimamente puede sentirse agradecida la Iglesia. La oración de la Iglesia toma prestadas las palabras de Dios registradas en la Sagrada Escritura. Recibe esos textos con un espíritu de humildad filial y emplea esas palabras, que vienen de Dios, para dirigirse a Dios en su plegaria. ¡Cuánto se puede aprender si, día a día, se recita la Liturgia de las horas! Quizá sea el tesoro que, a pesar de todo, sigue estando oculto para buena parte de los miembros de la Iglesia.

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