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3.02.15

Dios nos dé paciencia

Si algo me cuesta cada vez más es ser paciente. Por mi ministerio, soy sacerdote y párroco, cada día supone un desafío, una ocasión de ejercitarme en esa virtud. Pero un desafío al que no es fácil responder a la altura a la que habría que responder – y es Cristo el que marca esa altura -.

 

La paciencia es la capacidad de soportar o de padecer algo sin alterarse. Y esa capacidad me sobrepasa. Reconozco que, externamente, a veces, no siempre, puedo parecer ser paciente, pero no lo soy. Y lo que más me altera, pienso, no son las graves contradicciones  de la vida – tampoco he soportado tantas – sino las pequeñas contradicciones que, a mi juicio, serían perfectamente evitables.

 

El ver que una nimiedad – a mi parecer – se podría corregir con un átomo de inteligencia y con una micra de voluntad no se corrige, me causa un profundo desasosiego. El constatar que, muchas veces, la lógica, incluso en sus principios básicos, no parece regir me desorienta enormemente.

 

La paciencia, dicen, consiste también en la facultad de esperar cuando algo se desea mucho. Y es obvio que tenemos que esperar. Yo creo que esperamos de otros más o menos en la misma medida en la que otros esperan de nosotros. Al menos, si trazásemos un promedio. Pero los promedios son los puntos en lo que algo se divide por la mitad o casi por la mitad. Lo problemático es no la mitad, sino el casi.

 

Cada cual espera de un modo diferente; que es algo así como recordar la sabia máxima, referida a la Trinidad: “Cada Persona es su amor”.

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