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28.01.15

Homilía en la fiesta de Santo Tomás

I. En el libro de la Sabiduría encontramos una plegaria que Santo Tomás de Aquino habrá hecho suya y que nosotros, asimismo, podemos hacer nuestra: “Que Dios nos conceda hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de sus dones, porque Él es el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios” (Sab 7,15).

 

Hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de los dones de Dios son características que corresponden a un gran hombre. La dignidad, la grandeza, la excelencia, tiene como base la humildad; el reconocimiento de que Dios es, no una competencia molesta, sino “el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios”.

 

En su Diario S. Kierkegaard escribió que, buscando “aquello que Dios en el fondo reclama de mí”, experimentaba “tanto placer y tan íntimo consuelo en contemplar a los grandes hombres, quienes, habiendo encontrado una perla semejante, dan por ella todo lo demás (Mt 13,42), hasta la propia vida”.

 

Un pensamiento similar, en un contexto diferente, nos transmitía, a los alumnos, uno de los profesores que tuve en la Universidad Gregoriana. Sobre los temas de futuras tesinas o tesis recomendaba algo muy oportuno: “Estudiad a un grande”.

 

Realmente con esos trabajos académicos no es tanto lo que el autor aporta al mundo, salvo excepciones, sino lo que el que ha de recorrer ese itinerario aprende de otros, particularmente de los grandes.

 

La historia - y el presente -  de la Iglesia están llenos de grandes hombres. Yo creo que un buen motivo de credibilidad, que inclina la balanza a favor de la verdad del Cristianismo, es la inmensa pléyade de los santos; de grandes cristianos, de grandes hombres.

 

En esta pequeña barca, que siempre parece a punto de hundirse, se han enrolado Pedro y Pablo, Agustín y Tomás de Aquino, Francisco y Buenaventura, Tomás Moro y J.H. Newman, entre muchos otros y otras, como Teresa de Jesús.

 

Otro de mis profesores recoge en un libro suyo una inscripción que puede leerse en la cúpula de la iglesia romana de San Eligio degli Orefici: “Astra Deus nos templa damus Tu sidera pande” (Oh Dios, Tú nos das los astros, nosotros te dedicamos templos, Tú nos concedes generosamente las estrellas).

 

La bóveda celeste que los templos renacentistas reproducen en sus bóvedas, de azul y dorado, no es un cielo oscuro, sino un cielo repleto de estrellas. Esas estrellas son los santos, los grandes hombres que se han dejado tocar y modelar por el poder nuevo de la gracia. En ellos, en esas estrellas, resplandece la luz de la gloria del Resucitado. Esas estrellas nos iluminan y nos acompañan.

 

Pienso en todo esto en la fiesta de Santo Tomás de Aquino. Alguien poco simpatizante del Catolicismo y de Santo Tomás dijo, con humor británico y a la vez descreído, lo siguiente sobre este santo: “Aun en el caso de que cada una de sus doctrinas fuera errónea, la Summa [se refiere a la Summa contra Gentiles] quedaría como un imponente edificio intelectual”. No es poco elogio, viniendo de quien viene, Sir Bertrand Russell.

 

Muchos años después de que se escribiese el Diario de Kierkegaard, el teólogo italiano Pierangelo Sequeri recomienda en su breve, y profundo ensayo, Contra los ídolos posmodernos, un consejo pedagógico que agradaría al filósofo danés: “hacedles frecuentar [a los jóvenes] la mente de los ‘grandes’. Todo lo demás, antes o después, es tedio”.

 

¡Vayamos a los grandes. Vayamos a Santo Tomás. Vayamos a los humildes, que son, siempre, los más sabios!

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