InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Diciembre 2014

27.12.14

Cuerpo y alma, naturaleza y libertad

Estamos en el tiempo de la Navidad, celebrando de modo especial el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: El Hijo de Dios – el Verbo eterno, consustancial con el Padre por la divinidad - , sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, llegando a ser consustancial con nosotros por su humanidad.

 

Jesucristo no solamente es perfectamente Dios y perfectamente hombre, sino que es también el hombre perfecto, el modelo de hombre. Nada falta en su naturaleza humana – en su alma y en su cuerpo – y nada falta tampoco – nada podría faltar – en su naturaleza divina. Una sola Persona, un solo Sujeto, es, a la vez, sin mezcla y sin confusión, Dios y hombre.

 

La unidad no es enemiga de la distinción, de la diferencia. El alma no es el cuerpo, ni el cuerpo es el alma, pero solo la unión de alma y cuerpo conforma una naturaleza humana. Y, en el caso de las personas humanas, nuestro yo, nuestra persona, se realiza – se hace real – en una concreta unión de alma y cuerpo. Yo, persona humana, soy lo que soy en una naturaleza que no es ajena a mi yo, sino que lo hace posible: una naturaleza humana.

 

Distinguir en el hombre cuerpo y alma es lícito; separarlos, no lo es. Separar, en el hombre, el cuerpo del alma es algo así como separar la naturaleza de la libertad. Y ambas magnitudes – naturaleza y libertad – no permiten tal separación. Yo puedo llegar a ser muchas cosas – bueno o malo, sabio o inculto, generoso o egoísta – pero no puedo llegar a ser nada en contra de mi naturaleza: No puedo ser una cabra, o una planta, o un simple virus.

 

La naturaleza “contrae” el ser; es verdad. Si soy algo no puedo ser otra cosa. Pero la naturaleza nos permite desplegar, en la buena dirección, en la única que puede tener éxito, nuestra libertad. La realización personal, la del yo, la del sujeto, consiste, en buena medida, en ese acuerdo, en la armonía entre naturaleza – lo que somos – y libertad – quienes somos  y quienes podemos llegar a ser -.

 

La naturaleza humana no solo es cuerpo, sino alma y cuerpo, pero es también cuerpo. Mi cuerpo, que es siempre un cuerpo “animado”, un cuerpo unido al alma, me limita, sin duda. Me impide ir en contra de la ley de la gravedad, me obliga a no ingerir, o a tratar de no hacerlo, un veneno mortal. Me invita a no desafiar la lógica; por ejemplo a no pretender volar como los aviones.

 

Y esas restricciones no se ven como un obstáculo para la libertad, sino como la salvaguardia de un uso responsable de la libertad. Y el uso de la libertad solo es responsable si hacemos, si elegimos, lo que nos permite llevar hasta el máximo nuestras potencialidades. Uno no ejercita su libertad optando por ser esclavo; no la ejercitaría, si esa fuese su opción, sino que, simplemente, habría renunciado a ella.

 

Pero cuerpo y alma son uno. Lo que, a simple vista, puede parecer solamente corporal no lo es en realidad. Es, en justicia, humano. Por ejemplo, el sexo, la sexualidad. No es, no puede serlo, una dimensión puramente material de lo que yo soy; es una parte de mi naturaleza – corporal, sí - , pero de un cuerpo con alma. O sea, es parte de mi naturaleza y, por consiguiente, tiene que ver con el uso y el logro de mi libertad.

Yo no puedo degradar, si no quiero degradarme, mi cuerpo a lo puramente biológico. Ni tampoco puedo hacerlo con mi sexualidad. En realidad, también la cultura dominante lo ve, en parte, así y reconoce que la violencia sobre el cuerpo, sin el consentimiento de la persona que tiene ese cuerpo – que es también ese cuerpo - , es un atentado, muy grave, contra su libertad.

 

El cuerpo humano es masculino o femenino. Y ese dato, esa diferencia, no es un elemento puramente biológico, sino que tiene un significado natural y  personal. La persona, el yo, es, siendo humana, hombre o mujer. Y este dato nos muestra un factor a tener en cuenta a la hora de ejercitar nuestra libertad: Seremos lo que estamos llamados a ser si no estamos en contra de lo que, por naturaleza, somos: hombres o mujeres.

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23.12.14

¿Estorban los belenes?

La fiesta más antigua de la Iglesia no es la Navidad, sino la Pascua. En el fundamento del Cristianismo está la fe en la Resurrección del Señor. Hipólito de Roma fue el primero en afirmar, a comienzos del siglo III,  que Jesús nació el 25 de diciembre. En el siglo IV la fiesta de la Navidad asumió una forma definida.

 

Ya en la Edad Media, en Greccio (Italia), san Francisco de Asís trataba de vivir, en toda su realidad concreta, el misterio del Nacimiento del Señor. Allí, en Greccio, nació la tradición del belén.

 

Al respecto, Benedicto XVI comentaba: “La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar”.

 

San Francisco transmitía, de este modo, con el belén, una vivencia muy importante: el amor a la humanidad de Cristo y la certeza de que Él, Cristo, nos sale al encuentro siendo Niño, recién nacido. Él es auténticamente el “Emmanuel”.

 

Dios viene así sin armas, indefenso. Dios, con la humildad del Nacimiento de Cristo, desafía nuestra soberbia.

 

Jesús es el “Hijo”. Y hace falta ser hijo, ser niño, para acogerle. Si lo hacemos, regresaremos a nuestras casas, como comentaba Tomás de Celano, testigo del primer belén en Greccio, “llenos de inefable alegría”.

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20.12.14

El Hijo de María

El Libro Segundo de Samuel recoge la promesa hecha por Dios al rey David a través del profeta Natán: “afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y el será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Sam 7,12.14.16).

 

Dios quiso fundar para David una casa, una línea sucesoria. Esta promesa está en el origen de la esperanza mesiánica: Dios enviará al Rey-Mesías, descendiente de David, para reinar para siempre.

 

Esta promesa tiene su cumplimiento en Jesucristo. El evangelio de San Lucas recoge el anuncio del ángel Gabriel “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María” (Lc 1,27).

 

El ángel le dice a María: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,31-33).

 

El plan de Dios se realiza de un modo sorprendente e imprevisto. El Hijo de María será no solo el sucesor de David, sino verdaderamente el Hijo de Dios. A la pregunta de la Virgen: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, el ángel responde diciendo que su Hijo no tendrá un padre humano, sino que será concebido por obra del Espíritu Santo.

 

El Hijo de Dios, con la colaboración de María, se hace hombre a fin de instaurar el reino de Dios e introducir a los hombres en él. Con el anuncio del Evangelio se nos invita a nosotros y a todas las naciones a entrar en “la obediencia de la fe” (Rom 16,26), acogiendo el proyecto de Dios en nuestras vidas, reconociendo a Jesucristo como nuestro Rey y Salvador.

 

El papa Benedicto XVI, hablando a los sacerdotes de Roma, relacionaba el encuentro con Jesucristo con el conocimiento de Dios: “El encuentro con Jesús, con esta figura humana, histórica, real, me ayuda a conocer poco a poco a Dios; y, por otra parte, conocer a Dios me ayuda a comprender la grandeza del misterio de Cristo, que es el Rostro de Dios” (22-2-2007).

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18.12.14

El Papa y Cuba

Voy a ser muy sintético, ofreciendo tres citas de sendos discursos de los tres últimos Papas.

 

El primero, San Juan Pablo II. A su llegada a La Habana, el 21 de enero de 1998, decía:

 

“Amados hijos de la Iglesia católica en Cuba: sé bien cuánto han esperado el momento de mi Visita, y saben cuánto lo he deseado yo. Por eso acompaño con la oración mis mejores votos para que esta tierra pueda ofrecer a todos una atmósfera de libertad, de confianza recíproca, de justicia social y de paz duradera. Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba, para que este pueblo, que como todo hombre y nación busca la verdad, que trabaja por salir adelante, que anhela la concordia y la paz, pueda mirar el futuro con esperanza”.

 

El segundo, Benedicto XVI, quien el 28 de marzo de 2012, decía en la Plaza de la Revolución José Martí, en La Habana:

 

“Cuba y el mundo necesitan cambios, pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y fraternidad”.

 

El tercero, el Papa Francisco, que ha mediado entre EEUU y Cuba para dar pasos en orden a levantar en embargo sobre la isla. La Secretaría de Estado ha comunicado:

 

“El Santo Padre se complace vivamente por la histórica decisión de los Gobiernos de los Estados Unidos de América y de Cuba de establecer relaciones diplomáticas, con el fin de superar, por el interés de los respectivos ciudadanos, las dificultades que han marcado su historia reciente.

En el curso de los últimos meses, el Santo Padre Francisco ha escrito al Presidente de la República de Cuba, el Excelentísimo Señor Raúl Castro, y al Presidente de los Estados Unidos, el Excelentísimo Señor Barack H. Obama, invitándoles a resolver cuestiones humanitarias de común interés, como la situación de algunos detenidos, para dar inicio a una nueva fase de las relaciones entre las dos Partes.

La Santa Sede, acogiendo en el Vaticano, el pasado mes de octubre, a las Delegaciones de los dos Países, ha querido ofrecer sus buenos oficios para favorecer un diálogo constructivo sobre temas delicados, del que han surgido soluciones satisfactorias para ambas Partes.

La Santa Sede continuará apoyando las iniciativas que las dos Naciones emprenderán para acrecentar sus relaciones bilaterales y favorecer el bienestar de sus respectivos ciudadanos.

Vaticano, 17 de diciembre de 2014”.

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17.12.14

Creer no es fácil, pero tampoco excesivamente difícil

Creer, en sentido teológico, es confiar en Dios y aceptar como verdadero lo que Él nos ha comunicado. No me parece excesivamente difícil aceptar que Dios existe. Lo que hay, al menos la realidad a la que tenemos acceso, es suficientemente “milagrosa”, sorprendente, como para sospechar que no ha podido surgir por casualidad.

 

Entre lo que llamamos “milagro” – en principio, algo extraordinario – y el más ordinario de los hechos la diferencia es más sutil de lo que parece. ¿Es milagroso u ordinario que pueda seguir respirando?, ¿es milagroso u ordinario que un avión no se caiga – y no me bastan las teorías de fluidos, sino que me remito a la experiencia de quien sube a un avión - ?, ¿es milagroso u ordinario que alguien ponga delante el bien de otro antes del propio? Todo queda remitido, en cierto modo, al propio juicio, a la idea que nos hagamos del mundo, tan complejo y, a la vez, tan simple.

 

Si escuchamos nuestra voz interior, si entramos en nosotros mismos, hay indicios suficientes como para formular la misma pregunta y para tomar en serio similares indicios que apuntan a Alguien más allá de nuestro propio yo. Algunas cosas nos parecen buenas o malas o, quizá, permitidas o prohibidas. Tal vez no sepamos muy bien por qué, pero sabemos – con un saber muy cercano a la vivencia – que es así.

 

Es posible que nadie, o casi nadie, me pueda demostrar que es un absurdo lógico matar a un inocente, pongamos por caso. Es posible idear razones o motivos que lo justifiquen – matar a un inocente -. Pueden ser – según qué inocentes – una carga insoportable, un lastre para el grupo, un freno para el despliegue de la propia personalidad. Pero, pese a todo, algo me dice, una voz que he de tomar muy en serio si quiero ser fiel a mí mismo, que no se puede matar a un ser humano inocente.

 

Para mí, en suma, el teísmo no es excesivamente difícil. Me parece más razonable aceptar la existencia de Dios que negarla. Por motivos que, a lo que se me alcanza, son puramente racionales.

 

Mucho más difícil es admitir la Encarnación. Todos los primeros concilios cristológicos  - al menos desde el de Nicea hasta el concilio IV de Constantinopla - , por decir algo, versan sobre lo mismo: el realismo de la Encarnación. Una cosa es aceptar que Dios existe y, otra, relacionada con la primera, pero más difícil, es reconocer que Dios nos sale al paso, que llega hasta nosotros. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI se preguntaba en uno de sus libros dedicados a Jesús de Nazaret: “¿Qué nos trae Jesús?”. Y contestaba: “Nos trae a Dios”.

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