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8.11.14

La catedral del Papa y la sacralidad de la Iglesia

La fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán nos invita a dirigir nuestra mirada a la Iglesia de Roma y a su Obispo, el Papa, cuya catedral es la basílica lateranense, edificada por el emperador Constantino y dedicada hacia el año 324.

 

La iglesia, el templo, es el lugar en el que se reúne la asamblea de los cristianos. Es un lugar sagrado, en el que habita Dios con los hombres (cf Gén 28,17). Contra lo que a veces se dice, el cristianismo no ha eliminado la distinción entre lo sagrado y lo profano, aunque le ha dado una nueva definición. Existen, para los cristianos, tiempos sacros – especialmente el domingo -, lugares sacros – como las iglesias -, y signos sacros – los sacramentos - .

 

El profeta Ezequiel nos presenta una visión simbólica. Ve una corriente de agua que brota de los fundamentos del templo, se vuelve cada vez más profunda y recorre el país hasta llegar al Mar Muerto, cuyas aguas son saneadas: “Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia” (Ez 47,9).

 

Del templo, del espacio de Dios, mana un caudal de vida, capaz de sanear el mundo. Recuperar el sentido de lo sagrado, de todo aquello que está relacionado con Dios, no nos empequeñece sino que, por el contrario, nos hace más grandes. Sin Dios, todo se convierte en gris y monótono y, a la postre, en un desierto o en un mar salobre en el que no hay vida. Necesitamos, como personas y como sociedad, abrirnos al espacio nuevo de lo divino para no perecer ahogados por nuestras miserias y nuestros egoísmos.

 

El Evangelio según San Juan interpreta el templo en sentido cristológico. El templo no es ya, principalmente, un lugar, sino Jesucristo mismo: “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,21). En Él ha querido morar Dios en toda su plenitud. Abrirse a lo sacro es entrar en relación con Jesucristo, dejándonos alcanzar por el río vivificante de la gracia que brota de su costado traspasado en la Cruz. Dios, sin dejar de ser Dios, no está lejos del hombre, no resulta ya inalcanzable. Se aproxima a nosotros en la humanidad del Redentor.

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