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8.04.14

Misericordia, sí; burla, no

Nosotros, y cuando digo “nosotros” digo los pastores de la Iglesia y, en un sentido más amplio, los demás miembros de la misma, no somos dueños de los sacramentos. Somos “ministros”, servidores”, pero no dueños.

Dios, que ha querido acercarse al hombre, ha optado por enviar a su Hijo, que se hizo carne. Dios no está lejos, no permanece en una especie de olimpo separado de nuestra historia: Ha entrado, por la Encarnación, en nuestra historia.

Él se hizo hombre para que nosotros, por su gracia, pudiésemos llegar a ser hijos suyos. Es el “admirable intercambio” que adoramos, cada año, en la celebración de la Navidad.

Del Padre y del Verbo encarnado llega hasta nosotros el Espíritu Santo. En virtud de su acción, y en base a la promesa de Cristo, determinados signos sensibles se convierten en cauce de gracia.

Estos cauces de la gracia son los sacramentos de la Iglesia. La Iglesia es, en cierto modo, como una prolongación de la Encarnación. Es humana y divina, visible e invisible. Sin esa mediación de gracia, Dios no se acercaría hoy de un modo asequible, y garantizado, a cada uno de nosotros.

¿Se acerca a cada hombre, le habla a su conciencia? Sí, pero esta proximidad interior, siendo real, queda, en cierto modo, empañada por la subjetividad. ¿Cómo sé que cada palabra que llama a la puerta de mi conciencia viene de Dios y no de mí mismo?

En los sacramentos encontramos una objetividad que no encontramos siempre en la conciencia. En los sacramentos, Dios ha asegurado su intervención, si se celebran en la fe de la Iglesia y con la intención de la Iglesia. Y esa conformidad con la Iglesia es señal de su conformidad con la voluntad de Cristo.

¿Los sacramentos son para todos? Sí y no. Son, intencionalmente, para todos, ya que Dios a nadie excluye de su salvación. Pero no son, inmediatamente, para todos. Para que “todos” sean destinatarios de los sacramentos hace falta que “todos” – es decir, uno a uno – vayan entrando en ese Pueblo de salvación que es la Iglesia.

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