InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2014

30.04.14

Treinta y un días de Mayo

¿Por qué la Iglesia ha escogido Mayo para tributar un culto especial a la Virgen? Con este interrogante comienza el Cardenal Newman un precioso texto en el que, siguiendo las Letanías Lauretanas, contempla la presencia de Nuestra Señora en la historia de la salvación.

Mayo, nos dice Newman, es el mes de la fiesta y de la alegría; el mes de la promesa y de la esperanza. El mes en el que la tierra se cubre de hojas frescas y de hierba verde; en el que los árboles se visten de brotes y las flores irrumpen en los jardines; en el que el Sol amanece antes y se oculta más tarde. Mayo es el pregón que anuncia el esplendor del verano…

Mayo es también el período más sagrado, alegre y festivo de todo el año. Mayo es la Pascua y la Ascensión que preludia Pentecostés. Es el mes del “Aleluya", del canto nuevo que proclama la victoria de Cristo y la venida del Espíritu Santo.

Los treinta y un días de Mayo son otras tantas exultaciones de la grandeza de Dios, de las maravillas que obró en favor nuestro. Y por ello es el mes de María, la Rosa Mística, la primera criatura, aquella en la que de modo más resplandeciente brilla la belleza de la salvación.

Dicen que fue un rey español, Alfonso X el Sabio, quien en sus Cantigas asoció Mayo a María. En todo caso, ha sido una iniciativa feliz, que se ha extendido a toda la Iglesia.

El Misal de la Virgen María ofrece a todos los creyentes un manantial, casi inagotable, de motivos para aprender de la Virgen y para amar a la Virgen. De la riqueza de esta fuente dependen, en buena medida, las reflexiones que ofrecemos para los treinta y un días de Mayo. La devoción a María, rectamente enfocada, nunca nos puede apartar de Jesús. También el “Mes de Mayo” ha de ayudarnos a celebrar los misterios de la salvación, a los cuales está ciertamente asociada santa María Virgen (cf Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia 191).

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28.04.14

San Telmo

El bienaventurado Pedro González, llamado comúnmente San Telmo, es invocado como “Protector de las gentes del mar”. Sus imágenes más conocidas lo representan vestido con el hábito dominicano, portando un barco en su mano izquierda y un cirio encendido en su mano derecha. Es verdad que San Telmo se entregó, en vida y después de su muerte, con singular empeño a ayudar a los marineros y pescadores. Sin embargo, no fue, estrictamente, “un hombre de mar”, sino de tierra adentro, un castellano nacido en Frómista; en la comarca de la Tierra de Campos, a no mucha distancia de Palencia. La fecha más probable de su nacimiento es el año 1190.

Frómista está situada en el Camino de Santiago, cerca del río Carrión. Una de las familias ilustres de la villa era la de los Gundisalvi, en cuyo seno nació Petrus Gundisalvi, Pedro González, San Telmo. Probablemente destinado desde niño al estado clerical, Pedro recibió una cuidada educación que potenció aún más las cualidades humanas que lo adornaban. En Frómista, los benedictinos, seguramente, regentaban una escuela monástica, que pudo frecuentar Pedro. Allí podría aprender a leer y a escribir, además de iniciarse en el conocimiento de la doctrina cristiana. Más tarde llegaría la enseñanza de las artes liberales: el trivium – con la Gramática, la Dialéctica y la Retórica – y el quadrivium – Aritmética, Geometría, Astronomía y Música - .

A los veinte años, en 1210, se traslada a Palencia, para ampliar su aprendizaje en el Estudio General. Su tío, D. Tello Téllez de Meneses, era el Obispo de la Diócesis desde 1209. Pedro González se integró en aquel ambiente cultural, sobresaliendo enseguida entre sus compañeros de estudio: “Provisto por la fortuna de un alma buena llegó a la cima de las letras en su transcurso de pocos años de modo que fue considerado destacado sobre muchos de sus contemporáneos”, se dice en el Legendario.

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26.04.14

La incredulidad provechosa

II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

El Señor Resucitado se aparece a los suyos al anochecer del “día primero de la semana” y, de nuevo, “a los ocho días” (cf Jn 20,19-31). El día primero de la semana, el primer día después del sábado, pasó a llamarse “domingo”, “día del Señor”, porque en ese día tuvo lugar la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.

San Agustín comenta que “el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana”.

El Señor, con su resurrección, inaugura la nueva creación y la nueva alianza y abre asimismo el día que no tendrá ocaso; es decir, la vida eterna. El domingo, primer día de la semana, recuerda el primer día de la creación, cuando Dios dijo: “Exista la luz” (Gén 1,3). Pero el domingo, como día octavo, ya que sigue al sábado, simboliza “el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino” (Juan Pablo II, Dies Domini 26).

Jesucristo vivo se hace presente en medio de los discípulos, que estaban ocultos y encerrados, dominados por el miedo. Sólo la presencia del Señor puede infundirles la paz y la alegría, eliminando el temor y la incertidumbre. Jesús, mostrando sus manos y el costado, se da a conocer mediante los signos de su amor y su victoria: las señales de la cruz, de su amor hasta el extremo. Con este gesto es como si dijese: “Soy yo, no tengáis miedo” (Jn 6,20).

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20.04.14

Domingo de Pascua: La conversión y la fe

Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo A)

El Salmo 118 es, en la liturgia cristiana, el salmo pascual por excelencia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

La piedra desechada por los arquitectos es Cristo, que sufre la Pasión. Él, desechado por los suyos, se convierte, no obstante, en piedra angular por su resurrección de entre los muertos. Sobre esta piedra, que constituye el fundamento de todo el edificio, se levanta la Iglesia. Por su misterio pascual, Cristo “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”, enseña el Concilio Vaticano II en la constitución “Sacrosanctum Concilium”, 5.

El solemne anuncio de la resurrección, el “kerigma”, consiste precisamente en la proclamación de que a Jesucristo “lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”, dice San Pedro (cf Hch 10,34.37-43).

Escuchar este anuncio no puede dejarnos indiferentes. Estamos llamados a convertirnos y a creer. La predicación del misterio pascual nos invita a la conversión y a la fe, contemplando al “verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo”. Convertirse equivale a pasar de las tinieblas a la luz, del sometimiento al poder de Satanás a la entrega en las manos de Dios, del estado de ira al estado de gracia.

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18.04.14

La virginidad y el sepulcro

Homilía para la Solemne Vigilia Pascual

En la aurora del domingo, las dos mujeres que acuden al sepulcro – María Magdalena y otra María - son destinatarias de una revelación divina, realizada por medio del ángel, y de un encuentro con el Señor vivo. En la aceptación de la palabra que Dios les dirige a través de su mensajero y, sobre todo, en el encuentro con el Resucitado, se fundamenta la fe en la Resurrección. Como confirmación, se señala que el sepulcro está vacío.

Todos los elementos que destaca San Mateo en este relato pascual (cf Mt 28,1-10) describen una teofanía, una manifestación de Dios: un gran terremoto sacude la tierra, un ángel del Señor baja del cielo y muestra, con su conducta, haciendo rodar la piedra del sepulcro y sentándose encima, que el sepulcro de Jesús está definitivamente abierto; es decir, que Dios ha triunfado permanentemente sobre la muerte. Se comprende, ante esta irrupción de lo divino, el temor que experimentan los guardias y también las mujeres.

El mensaje del ángel es muy claro: “No está aquí, pues ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,6). El Señor había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección y ese anuncio se ha cumplido. El Crucificado está vivo. Ya no está en el sepulcro: “Aquél a quien la virginidad cerrada había traído a esta vida, un sepulcro cerrado lo devolvía a la vida eterna. Es un prodigio de la divinidad el haber dejado íntegra la virginidad después del parto y haber salido del sepulcro cerrado con su propio cuerpo”, comenta San Pedro Crisólogo.

El ángel, además de esa noticia, les da un mandato a las mujeres: “Id a prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’”. Pero el Señor se adelanta y les sale al encuentro.

Aquellas mujeres, movidas por una fe unida al amor, lo reconocen enseguida. Abrazan sus pies, que no son los pies de un fantasma, de un espectro que pertenezca aún al reino de la muerte, sino que son los pies de quien ha nacido para nunca más morir. Y lo adoran, postrándose ante Él, como habían hecho los Magos en Belén.

El mandato del ángel de ir a Galilea es planteado también por el mismo
Jesús: “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”.

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