InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Marzo 2014

29.03.14

Hijos de la luz

Homilía para el Domingo IV de Cuaresma (ciclo A)

El Señor es la Luz del mundo. Él es quien alumbra todas las cosas con el resplandor de Dios: “Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo”, leemos en el prólogo del evangelio de San Juan (Jn 1,9). Donde no hay luz, donde reinan las tinieblas, los objetos no resultan visibles. Sumidos en la oscuridad, nos sentimos completamente desorientados, sin saber cómo ni hacia dónde movernos.

Jesús viene a curar nuestra ceguera, al igual que curó al ciego de nacimiento (cf Jn 9,1-41). Le da a este hombre la capacidad de ver, pero le concede un don más profundo: el don de la fe. Abre así su mirada interior, permitiéndole participar en la mirada de Dios, en la visión con la que Él contempla todo. Lejos de ser ciega, la fe tiene sus propios ojos y capacita para observar la realidad en toda su riqueza y en la pluralidad de sus matices.

Esa mirada nueva hace posible que el que había sido ciego reconozca poco a poco la verdadera identidad del Señor. A sus vecinos, les contesta que “ese hombre que se llama Jesús” hizo barro, se lo untó en los ojos y le mandó ir a lavarse a la piscina de Siloé (Jn 9,11). A los fariseos, que le interrogan sobre quién le ha abierto los ojos, les contesta: “Es un profeta” (Jn 9,17). Y a Jesús, que se le revela como el Hijo del hombre, le responde: “Creo, Seor”, postrándose ante Él.

Queda así caracterizado el itinerario de su fe: Jesús es más que un hombre y más que un profeta; es el Señor. La confesión de fe se traduce en adoración, en reconocimiento pleno de la divinidad del Hijo de Dios.

La peor ceguera no consiste en la incapacidad de ver, sino en la obcecación de no querer hacerlo. La peor ceguera es la incredulidad, la resistencia obstinada en negar la realidad y, en consecuencia, en negar a Dios y las obras de Dios. Como les dice Jesús a los fariseos: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís ‘vemos’, vuestro pecado permanece” (Jn 9,41).

Para cada uno de nosotros la piscina de Siloé es la fuente del Bautismo. A través de este sacramento, el Señor infunde en nuestros corazones la luz de la fe. Por eso San Justino llamaba al Bautismo “iluminación”. El bautizado, tras haber sido iluminado por Cristo, se convierte en “hijo de la luz” y en “luz” él mismo, como dice San Pablo (cf Ef 5,8-14).

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No está mal que los demás fieles vean que los sacerdotes nos confesamos

Todos necesitamos de la confesión, del sacramento de la misericordia. La “Carta de Santiago” (4,8) dice: “Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros”. La vida cristiana consiste en este acercamiento mutuo entre Dios y el hombre. Nosotros podemos acercarnos a Dios, sí, pero, en realidad, es Él el que se acerca a nosotros y nos da la posibilidad de aproximarnos a Él.

Dios se ha acercado a nosotros. Lo ha hecho, en primer lugar, creándonos, haciéndonos pasar de la nada al ser. Somos, existimos, porque Dios lo ha querido. Como criaturas, dependemos de Él. No seríamos sin Él.

Pero su aproximación ha ido más lejos. Dios se ha acercado tanto a nosotros que, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre. La Encarnación, el misterio por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre, es el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae”, tal como lo recordaba el beato Newman.

Dios se acerca a nosotros para que nosotros podamos acercarnos a Él. ¿Cómo se acerca a nosotros? Lo hace en su Palabra y lo hace en sus sacramentos. Particularmente, en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. En la Penitencia, Él, Dios mismo, nos absuelve por el ministerio del sacerdote. En la Eucaristía, en la Comunión, el Hijo de Dios se hace alimento para nuestra alma.

Pero también nosotros podemos acercarnos a Dios. Nos acercamos a Él mediante la oración. Nos acercamos a Él esforzándonos por vivir moralmente, éticamente, cumpliendo los mandamientos. Nos acercamos a Él fiándonos de su Revelación, sabiendo que ni se engaña ni nos engaña.

En los sacramentos, nuestra parte, secundaria con relación al papel de Dios, es importante. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín. La “gracia” no se debe pensar cuantitativamente, sino relacionalmente. La gracia es la relación con Dios. Y en una relación cuentan las dos partes: Dios, por supuesto, y cada uno.

En el sacramento de la Penitencia esta relación entre Dios y el hombre alcanza un valor paradigmático. El signo sacramental – lo que los medievales llamaban “sacramentum tantum” – está conformado por los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción, así como por la absolución impartida por el sacerdote, que obra “en la Persona de Cristo”.

¿Qué aportamos a la Penitencia? Mucho y muy poco. Aportamos lo que podemos: Nuestro pesar por haber ofendido a Dios, que quizá es solo atrición, y aún así es fruto de la gracia, y, por el sacramento, pasa a ser contrición, ya que Dios mejora lo mejor de nosotros mismos. Aportamos nuestro deseo de reparar el mal causado. Aportamos la acusación humilde de nuestras faltas. Pero nada de esto sería definitivo.

Dios aporta todo eso - ya que hace posible nuestra contrición, nuestra confesión y nuestra satisfacción – y mucho más. Aporta el perdón. Por el ministerio del sacerdote, nos da lo que solo Él, Dios, puede dar: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Los medievales hablaban, igualmente, de un nivel intermedio, a la vez realidad y signo, – “res et sacramentum” - . Es decir, un primer efecto del signo sacramental que, a su vez, es signo de un efecto ulterior. En el sacramento de la Penitencia este “signo y realidad” es la penitencia interior, la auténtica contrición. El sacramento hace que nuestra contrición, que nuestra penitencia, sea auténticamente tal. Dios nos supera y se compromete, en los sacramentos, a perfeccionar lo imperfecto. Incluso hasta perfeccionar nuestro imperfecto arrepentimiento.

El tercer nivel es el de la “res tantum”, solo la realidad. Y la realidad última, la de la Penitencia, es el perdón de los pecados. Y ahí, en ese nivel, ya casi solo actúa Dios. Solo Él puede hacerlo, en su justicia que coincide con su misericordia.

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26.03.14

La dignidad del cuerpo y los restos fetales quemados

Me ha llamado mucho la atención la noticia publicada en InfoCatólica sobre el tratamiento que algunos hospitales británicos han dispensado, según parece, a fetos abortados. En lugar de ser inhumados o incinerados, han sido quemados junto a otros residuos.

Y ese procedimiento ha causado escándalo: “Tras conocer la noticia las autoridades calificaron esta práctica como «totalmente inaceptable» y se han comprometido a investigar el caso”, dice la noticia.

Si lo he entendido bien, el motivo de asombro ha sido haber sometido a un procedimiento indigno los restos de fetos humanos. En mi opinión, la conciencia, el juicio de la razón que nos dice que algo está bien o mal, se puede oscurecer, pero difícilmente se apaga del todo.

Si hay preocupación por el tratamiento digno de unos restos humanos es porque, en el fondo, se diga o no, se les reconoce a esos restos la condición de humanos. Con lo cual, indirectamente, se reconoce que abortar es matar a un ser humano. Se pide para su cadáver un reconocimiento que, no sin paradoja, se le niega al embrión humano vivo.

Porque si indigno es quemar los restos mortales de un feto humano junto a residuos de desecho, de basura – y, ciertamente, es indigno - , mucho más lo es privar de la vida al sujeto de ese cadáver - porque un cadáver humano es un cadáver de “alguien”-.

Honrar el cuerpo humano, incluso el cadáver, es una actitud muy conforme con la antropología cristiana. Y vemos cada día los esfuerzos que las autoridades hacen para recuperar los cadáveres de un accidente o de un naufragio.

El hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Y el hombre, la persona humana, es un ser a la vez corporal y espiritual. El cuerpo del hombre es el ámbito en el que la materia “toca” al Creador. No existe una barrera infranqueable entre Dios y la materia. En el hombre, la materia de su cuerpo es materia animada, espiritualizada. Y en la Encarnación, Dios se abraza a la materia y la eleva a la condición de “sacramento", de signo e instrumento, de su compromiso con los hombres.

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25.03.14

¿Moniciones en la Liturgia?: En general, mejor no

Una “monición” es una advertencia, o consejo, que se da a alguien. En las celebraciones litúrgicas de la Iglesia, tales advertencias, en ocasiones, son muy oportunas. En otras, sobran.

¿Qué criterio seguir? Pues el más objetivo posible. El que marcan los libros litúrgicos – sea el Misal o los rituales - . De la lectura atenta de esos libros podremos deducir cuándo, cómo y con qué palabras advertir al pueblo de algo.

Casi nunca son obligatorias estas advertencias. Un proverbio dice: “Si tu palabra no es mejor que el silencio, cállate”. Y eso, si tiene aplicación en toda la vida, lo tiene también en la celebración de la fe.

La Liturgia – sea la de las Horas, la de la Santa Misa o la de los otros sacramentos – emplea palabras justas. Quizá alguna vez, solo y cuando los libros aprobados así lo contemplan, una palabra complementaria pueda resultar oportuna. Pero observando siempre la adecuación al momento y la proporción en la extensión.

Yo, personalmente, me siento inclinado, en principio, a no hacer ninguna. La celebración litúrgica no es un “parque temático” de ideas. Ni una clase. Ni una conferencia. Se celebra el Misterio de Cristo con toda su riqueza y no es preciso añadir “mensajes” al Mensaje.

Cuando uno va a celebrar la Misa, a presidir Laudes o Vísperas, o a oficiar otro sacramento, uno se siente, en parte, como un director de orquesta que va a interpretar una partitura que ya está escrita. Una partitura que tiene como autora a la Iglesia y, también, en cierto modo, a Dios mismo, ya que Dios establece cómo hemos de darle culto.

Puede caber, en un concierto para no iniciados, explicar brevemente en qué consiste la partitura. Pero hay que confiar en que el auditorio no está privado de razón ni de sensibilidad. Y, en el plano de la fe, sucede casi lo mismo. La fe es sencilla y la celebración de la misma también. Se entra en su lógica, en la de la fe y en la de la celebración, por una especie de ósmosis, que está formada, a la par, por la docilidad a la gracia y por la progresiva cercanía a los misterios que se conmemoran y actualizan.

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22.03.14

Una iniciativa del beato Juan Pablo II: la Jornada por la Vida

Publicado en Atlántico Diario.

En la encíclica “Evangelium vitae”, fechada el 25 de marzo de 1995, el beato Juan Pablo II había pedido la celebración anual de una “Jornada por la Vida”. Esa petición del Papa es hoy una realidad. La finalidad de la misma es, según decía el Papa: “suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración” (“Evangelium vitae”, 85).

“Suscitar” es promover y levantar. Y la secuencia de ámbitos en los que se ha de promover “el sentido y el valor de la vida humana” es enormemente amplio. En primer lugar, en las conciencias. La conciencia moral es el juicio de nuestra razón que nos orienta a practicar el bien y evitar el mal. Si estamos atentos a esa voz de la conciencia, percibiremos que algunas acciones son buenas y otras malas, que algunas cosas nos están permitidas y otras prohibidas. No todo está bien. No está bien matar a un inocente. No está bien mentir ni engañar. No está bien promocionar el mal o la simple ley del más fuerte.

Las familias tienen una enorme responsabilidad. La familia es la célula de la vida social, la unidad fundamental de la vida. En la familia comienza el aprendizaje humano. En ese marco deberíamos poder aprender a cuidar a los pequeños y a los mayores, a los enfermos y a las personas con discapacidad. Y también a los pobres.

La Iglesia es otro ámbito. “Cuando leemos los Evangelios, vemos que Jesús reúne a su alrededor una pequeña comunidad que acoge su palabra, lo sigue, comparte su camino, se convierte en su familia, y con esta comunidad Él se prepara y edifica su Iglesia”, ha recordado el Papa Francisco en una de sus catequesis (29 de mayo de 2013).

La Iglesia tiene que recordar el evangelio de la vida. Ella misma es “el pueblo de la vida y para la vida” (“Evangelium vitae”, 78-79). La Iglesia recibe del Evangelio su identidad de pueblo de la vida, porque el Evangelio es el anuncio de Jesucristo, el autor de la vida. Es, asimismo, un “pueblo para la vida”, porque ha sido enviado por Dios para anunciar, celebrar y servir el evangelio de la vida.

Y la sociedad civil. La sociedad tiene un fin último: el respeto de la dignidad trascendente del hombre. Como recuerda el “Catecismo”: “El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral” (n. 1930).

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