InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Diciembre 2013

31.12.13

Virgen Madre del Rey

“¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey, que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos!”. Con estas palabras, la Iglesia saluda a María, la Madre de Jesucristo, el Verbo encarnado. Jesús es en verdad hombre, “nacido de una mujer” (Gá 4,4), y es en verdad Dios.

Por su maternidad, María establece una relación única con Dios. Sin dejar de ser criatura, Ella “aventaja con mucho a todas las criaturas del cielo y de la tierra” (Lumen gentium 53). Asimismo, María está singularmente unida a Jesucristo mediante un vínculo materno-filial, personal y permanente.

La maternidad de María es una maternidad virginal: “María es Virgen, porque es Madre, y es Madre, porque Virgen” (M. Ponce). El único origen humano de Jesús es su Madre, que lo concibió virginalmente por el poder del Espíritu Santo. Los Padres de la Iglesia “ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra” (Catecismo 496).

En la maternidad divina encuentran su razón de ser la inmaculada concepción de Nuestra Señora y su asunción en cuerpo y alma al cielo, como participación en la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte.

Asociada a la obra de la salvación, María “reunía en su corazón las pruebas de la fe”, comenta San Ambrosio de Milán a propósito de las palabras de San Lucas: “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). No basta la inteligencia humana para comprender la grandeza del misterio de Cristo; se hace preciso “captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener” (Benedicto XVI).

El corazón purísimo de la Virgen acoge en la fe las maravillas realizadas por Dios. Ella, que llevó en su seno a Jesucristo, lo llevó en su corazón “con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne”, dice San Agustín. En este camino de fe, María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía.

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30.12.13

Se busca, a Miguel

Hace ya algo más de un mes ha desaparecido un chico de Vigo. Cabe suponer la enorme angustia de sus padres y familiares en esta situación. Como esta página es leída en toda España, e incluso en muchos otros países, incorporo el cartel que se ha distribuido para solicitar la colaboración ciudadana a fin de encontrar a Miguel González Cabaleiro, que así se llama el joven. Muchas gracias.

Guillermo Juan Morado.

Pongo aquí un enlace:

https://www.facebook.com/buscandoMiguel

Todos los que lean este mensaje pueden, además, rezar una oración por él y por su familia. Gracias.

28.12.13

La Sagrada Familia

El Señor quiso nacer y crecer en el seno de una familia. Nacido de la Virgen María, tuvo a San José como padre, no según la carne, pero sí como educador, amparo y custodio. En conformidad con la lógica de la Encarnación, el Hijo de Dios se hizo hombre sometiéndose a los hombres, al fiel cuidado de San José.

En la Sagrada Familia se ven reflejados los valores que han de estar presentes en la vida de cada familia: el amor de los esposos, la colaboración, el trabajo y el sacrificio, la alegría de compartir la existencia diaria. El que teme al Señor honra a sus padres, nos recuerda el libro del Eclesiástico (cf Si 3,2-14). Todas las realidades humanas, vividas de cara a Dios, asumen así una dimensión nueva que, lejos de anularlas, las lleva a su máxima perfección.

“El horizonte de Dios, el primado dulce y exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos destinados” es el mensaje que la Sagrada Familia, vinculada de modo singular a la misión del Hijo de Dios, envía a toda familia humana – ha recordado el Papa Benedicto XVI - .

El pasaje evangélico de la huida a Egipto (cf Mt 2,13-23) pone de manifiesto, ya desde el principio, el signo de la persecución que acompaña la vida de Cristo (cf Catecismo 530). Jesús conoce la amenaza de un poder que no respeta a Dios ni, en consecuencia, las leyes de Dios. San Beda comenta, en una de sus homilías, que “muchas veces los buenos se ven obligados a huir de sus hogares por la perversidad de los malos, y aun también condenados al destierro”.

Dos reyes son mencionados en este pasaje: Herodes y, tras la muerte de éste, su hijo Arquelao. Ambos personajes históricos ejemplifican, en buena medida, el abuso del poder, la perversión de la autoridad, el atrevimiento de emplear contra Dios y contra los hombres unas prerrogativas que sólo pueden ejercerse, de modo moralmente legítimo, a favor de la justicia “en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias y de los desheredados” (Catecismo, 2237).

Las autoridades civiles tienen una enorme responsabilidad. Ante todo, el poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana. La Iglesia, que comparte con Jesucristo el signo de la persecución, no puede cansarse de abogar “para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente” (Benedicto XVI).

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27.12.13

Cuando se habla del aborto

El hecho mismo de que el aborto provocado sea objeto de discusión es ya significativo. Unos y otros, partidarios y detractores, o partidarios y detractores según convenga (plazos, supuestos o demás “argucias”), solo por elevar el asunto a “cuestión disputada” hacen constar que el tema no es, en absoluto, tan obvio como algunos pretenden que sea.

Si nos resultase obvio a todos que jamás se puede matar a un ser humano inocente, el aborto nunca sería legalizado ni despenalizado. Si resultase tan obvio que el embrión humano es meramente una cosa, un simple cúmulo de células o tejidos, tampoco tendría sentido señalar ningún plazo ni ningún supuesto. Se abortaría, sin más, hasta la víspera del nacimiento o hasta el mismo día un par de minutos antes del mismo.

Claro que, si se puede abortar hasta la víspera, surge la duda de por qué no se puede, después del nacimiento, interrumpir la vida del ya nacido, bien sea basándose en plazos o en supuestos, o en lo que sea.

Nadie puede negar, pues, que se trata de un tema complicado. Y para resolver la complicación se convoca a expertos en ciencia, en derecho y en ética. Pero, de por sí, ser experto en algo no significa, sin más, ser una persona de gran talante moral. Uno puede ser experto y ser, a la vez, un indeseable. La condición de experto añade muy poco a la índole moral del experto.

Digo esto no para despreciar el valor de las opiniones aparentemente bien fundadas, sino tras constatar que, en el fondo, los argumentos de los supuestamente “expertos” se exponen con la misma claridad, aunque con menos sutileza, por parte de cualquiera. No siempre por argumentar mejor se razona mejor. En absoluto.

¿Por qué se discute el aborto? A mi modo de ver, por un solo motivo: porque se trata de la eliminación deliberada de un ser humano. Si no se tratase de eso, la discusión sería puramente inútil, bizantina. Nadie, en su sano juicio, plantea un debate parlamentario sobre si es lícito o no usar un insecticida doméstico para librarse de los mosquitos. Matar no es algo que revista connotaciones positivas. Pero un mosquito es solo eso: un mosquito. No se trata de exterminar una especie, o diversas especies. No. Se trata solo de solucionar un problema: un mosquito, en casa, resulta molesto. Se le quita de en medio y punto. Sin más drama.

Pero un embrión humano, un feto humano, un ser no solo vivo, sino humano, no es un mosquito. Y aquí comienzan los problemas. Ante quien contra-argumente diciendo: “ser vivo sí, pero humano, no”, yo preguntaría: ¿si no es humano, qué es? ¿Acaso un animal, acaso una planta?

Claro que, bien visto, un tumor que padece una persona humana también es “humano”, en el sentido de que está compuesto por células humanas. Pero, ¿puede decirse sensatamente que un embrión es un tumor? Yo creo que no. Un tumor no es el inicio, el primer tramo, de una vida humana independiente, sino una anomalía más o menos amenazante. No. Un embrión humano no es un tumor.

Cuando una mujer está embarazada no dice: “Llevo dentro un tumor”, sino que dice: “Estoy esperando a un niño”. Podrá esperarlo con más ilusión o con menos, pero que espera un niño lo sabe ella y los sabemos todos. Máxime desde que el álbum familiar comienza no con las fotos del recién nacido, sino con las ecografías del mismo.

Negar la condición de ser humano a un embrión humano es semejante a entrar en el terreno de la magia: ¿Por arte de qué extraño sortilegio lo que era solo “cosa” pasa a ser “persona”? ¿Cuándo? ¿Cuando tiene tantos meses, cuando ha nacido, cuando ha aprendido a hablar, cuando es ya, definitivamente, autoconsciente, responsable y libre? ¿Quién puede decir “ahora sí” y “antes no”? Es más, bastaría la mínima duda, en caso de que fuese posible, para abstenerse de hacer nada que directamente pudiese perjudicarlo. Todo el proceso embrionario es un continuo en el que las delimitaciones son arriesgadas y arbitrarias.

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24.12.13

El Verbo de hizo carne

La afirmación del Evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) nos anuncia quién es en realidad Jesucristo. Su identidad es divina. Él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Es el Verbo, la Palabra de Dios, “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3). Sólo “desde arriba” podemos entender a Jesús. Su singularidad absolutamente única radica en ser, con el Padre y el Espíritu Santo, un solo Dios. Jesucristo no es, en consecuencia, un personaje más de la historia de los hombres, sino la Persona divina que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para habitar entre nosotros.

Pero si no podemos comprenderlo dejando al margen su condición divina, tampoco podemos avanzar en el conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Dios “nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). Su Palabra ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los sentidos de los hombres: “así el Verbo de Dios, por naturaleza invisible, se hizo visible, y siendo por naturaleza incorpóreo, se hace tangible”, comenta San Agustín.

La divinidad no queda transformada, absorbida, por la carne, pero sí ha hecho suya la carne: “Dios no sólo toma la apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en Dios con nosotros; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio” (Benedicto XVI).

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