InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2013

29.11.13

Los ojos abiertos

El Señor, hablando de su segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a
estar en vela
, a estar preparados (cf Mt 24,37-44).

Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.

1º) Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).

El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una “visita‟, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.

Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.

2º) “Vela el que observa en sus obras lo que cree”. En cierto sentido, somos lo que hacemos. En nuestras acciones se plasma de forma concreta nuestro querer, nuestro hacer y nuestro ser. No podemos ser generosos si no hacemos real en nuestras actuaciones la generosidad. No podemos, coherentemente, salir al encuentro de Cristo si en nuestras obras rechazamos a Cristo olvidándonos de los hermanos (cf Mt 25,45). La vigilancia nos exige, pues, coherencia, armonía entre la fe y la vida: “Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rm 13,13).

3º) “Vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”. La indolencia es la pereza, la insensibilidad, la indiferencia. Es todo lo contrario del dinamismo que pide el caminar al encuentro del Señor: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob”, exhorta Isaías (Is 2,1-5). Sin dar un paso, inmovilizados por nuestra desgana, no podemos marchar por las sendas de la salvación.

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27.11.13

Evangelii gaudium: No a la guerra entre nosotros

A mí no me gusta, en el blog – ni fuera de él - , descender a la casuística. Más que nada porque la casuística, la aplicación de los principios a los casos particulares, es tan variada como variados son estos casos. Mejor resolverlos según surjan, sin prisas, sin generalizaciones, sin exposición pública innecesaria.

En la vida pastoral existe una gradación muy sabia: Se predica, en principio, para todos. Se atiende a cada persona en singular en la dirección espiritual y en el confesonario. Y, sin negar los principios, lo adecuado para una persona no tiene por qué ser, de modo inmediato, adecuado para otra. Un buen médico no cuelga a la puerta de su consulta una especie de cartel en el que diga: para quien tiene fiebre, tal pastilla; para el que no duerme, tal otra. No, no hace eso. Verá caso por caso, paciente por paciente.

¡Cuántos esfuerzos, cuántos enfados nos ahorraríamos en la Iglesia – y en las concreciones próximas de la Iglesia – si observásemos esa elemental norma de prudencia!

Estoy leyendo con enorme interés la enseñanza y la exhortación – si es exhortación, es también enseñanza – del papa Francisco “Evangelii gaudium”. En los números 98-101 de este texto advierte: “No a la guerra entre nosotros”.

Hay muchas guerras entre nosotros, entre los cristianos. A veces, más que guerras, “batallitas”. En mi día a día, perdonen si me contradigo y soy casuista, el fuego que más quema, que más harta, que más desanima, no es el “fuego enemigo”, sino el “fuego cercano”, supuestamente “amigo”. La actitud de quien nunca quiere sumar, sino restar. La crítica despiadada, sistemática y, encima, escasamente razonable.

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26.11.13

"Evangelii guadium": Tentaciones en la pastoral

El papa Francisco acaba de regalar a la Iglesia la exhortación apostólica “Evangelii gaudium”. Es un texto amplio, de rico contenido, que no se puede resumir simplemente en un artículo. Lo mejor será leerlo en su integridad y no de cualquier manera, sino con el deseo de aprender – ya que quien habla es el Papa – y de dejarse interpelar – ya que, ciertamente, nos “exhorta”, nos incita a emprender unos caminos y a evitar otros - .

Voy a fijarme solo en un apartado del capítulo segundo, capítulo dedicado a la crisis del compromiso comunitario, en el que expone las “tentaciones de los agentes de pastoral” (n. 76-109). Me parece un diagnóstico de gran lucidez, que refleja la experiencia y la reflexión de un pastor de la Iglesia, del pastor universal.

En este apartado se habla de actitudes a las que hay que decir sí y de actitudes a las que hay que decir no. ¿A qué debemos decir sí, según el Papa? Ante todo, al entusiasmo misionero, a la pasión evangelizadora. La misión – el anuncio de Jesucristo – forma parte de lo que somos. No es un añadido incómodo ni una carga pesada. Es preciso superar el individualismo, la crisis de identidad y la caída del fervor.

Hay que decir sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo, a salir de uno mismo para abrirse a otros: “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”, anota con gran expresividad el Papa.

Decir “sí” a algunas cosas implica decir “no” a otras. ¿A qué otras? A la “acedia egoísta” que se traduce en un continuo escapar del compromiso. Y el motivo de fondo es que el compromiso no se vive bien por falta de una espiritualidad “que impregne la acción y la haga deseable”; en suma, por huir de la cruz: “El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz”.

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23.11.13

Cristo es la consumación de todo

Cristo es la consumación de todo. Por Él y para Él fueron creadas todas las cosas, “celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1,16). Su dominio abarca el cosmos entero y su sangre, derramada en la Cruz, reconcilia con Dios todos los seres.

Es justamente en la Cruz donde ya no caben los malentendidos, donde ya es posible proclamar sin ambigüedades su realeza. Así lo atestigua un letrero y así lo testimonia uno de los crucificados con Él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (cf Lc 23,35-43).

En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005 el Papa Benedicto XVI – entonces Cardenal Ratzinger – comentaba: “Sobre la cruz – en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el latín, y en la lengua del pueblo elegido, el hebreo – está escrito quien es Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David. Pilato, el juez injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se proclama la realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías porque habría dado a entender una idea errónea, humana, de poder y salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito públicamente encima del Crucificado. Efectivamente, él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora ha sido realmente «ensalzado». En su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza”.

La verdadera realeza tiene que ver con la potencia del amor, que atrae hacia sí todas las cosas y se concreta en el servicio: “Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos” (Benedicto XVI, “Homilía en la Plaza del Obradoiro”, 6-XI-2010).

Para entrar en el paraíso, para ser ciudadanos de su Reino, es preciso compartir su Cruz, viviendo en conformidad con esa vocación de servicio. La santa Cruz, la señal del cristiano, no es un símbolo de las tiranías de este mundo, sino un emblema del amor de Dios que resplandece en Cristo. Glorificamos la Cruz, la ensalzamos y la adoramos, cuando nos convertimos voluntariamente en servidores de todos los hombres, especialmente de los pobres y de los que sufren.

Los cristianos cumpliremos esa misión de servicio si vencemos en nosotros mismos el reino del pecado, si nos dejamos ganar por la libertad regia de Jesucristo, una libertad que se identifica con la obediencia al Padre y con la renuncia a todos los ídolos, reconociendo únicamente la divinidad de Dios.

De esta conversión al Señor brota una energía capaz de transformar el universo, capaz de infundir alma donde no hay alma, de apostar por la vida donde reina la muerte, de luchar por la justicia donde parece triunfar la injusticia. El Reinado de Cristo no es de este mundo, porque no es una creación mundana, pero sí tiene la virtud de renovar la tierra mientras esperamos el cielo.

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17.11.13

La fe es un bien para todos

Nos acercamos al término del “Año de la Fe” - convocado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2012 para conmemorar el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del “Catecismo de la Iglesia Católica”- , que será clausurado el 24 de noviembre del presente 2013. Ya Pablo VI, en 1967, había impulsado una celebración similar con motivo del décimo noveno centenario del martirio, del supremo testimonio, de los apóstoles San Pedro y San Pablo.

En este relativamente corto intervalo de tiempo han sucedido muchas cosas. Entre ellas, la renuncia de Benedicto XVI al ministerio petrino y la elección de un nuevo Papa, Francisco, a quien han ido a buscar, según él mismo ha dicho, “al fin del mundo”. Un nuevo Papa que, desde el primer día, ha ido ganando el aprecio de las gentes. Y yo creo que, básicamente, por una sola razón: Parece bueno, es bueno, y la bondad nos atrae.

Cualquiera de nosotros convive día a día con creyentes y no creyentes. En nuestra casa, con nuestros vecinos o en el lugar de trabajo nos encontramos cotidianamente con personas que dicen tener fe y con otras personas que dicen no tenerla. Aunque, como anotaba el filósofo Maurice Blondel, “solo la práctica de la vida zanja, para cada uno en lo secreto, el problema de las relaciones del alma y Dios”.

El cristianismo no renuncia, no podría hacerlo, a su pretensión de verdad, ya que Jesucristo ha dicho: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6). Una fábula quizá nos asombre por su belleza e incluso nos empuje al bien, pero si no es verdadera – y la fábula, en principio, no lo es – a la larga no convence. Necesitamos transitar por la “pradera de la verdad”, como diría Platón, para ser capaces de grandes apuestas.

Pero la bondad atrae. Y que algo, o alguien, sea bueno dice mucho a favor de su verdad. No son antagónicas verdad y bondad, como no lo son verdad y belleza. En la teología clásica se hablaba del “pius credulitatis affectus”, el piadoso afecto de credulidad, que inclina, por la acción de la gracia, a la voluntad a creer, al percibir que creer es un bien para el hombre.

En el último capítulo de su primera encíclica, “Lumen fidei” - “La luz de la fe” -, el papa Francisco hace una afirmación que solo a primera vista puede resultar sorprendente: “Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza”.

Habrá quien diga que no; que la fe es un mal, un engaño, un placebo. Pero un recorrido por la historia y el presente de la vida de los auténticos creyentes desmiente, es mi impresión, ese juicio.

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