“Plato amicus, sed…” O sobre la contradicción de venerar la imagen de una deidad hindú en una catedral católica

Con base en la “Ética a Nicómano” se ha hecho famoso un pensamiento atribuido a Aristóteles: “Plato amicus, sed magis amica veritas”. Que viene a ser como decir: “Me puedo llevar muy bien con alguien pero, solo por ese hecho, no diré que lo que veo blanco es negro, o viceversa” – no entremos ahora en lo que piense la Iglesia jerárquica al respecto - .

La versión galaica, inculturada, de la máxima reza: “Amiguiños, sí; pero a vaquiña polo que vale”. La vaca valdrá lo que sea; pero ese valor no aumenta ni desciende, simplemente, por la amistad con quien me la quiera comprar.

Los católicos, y los ciudadanos de buena voluntad, debemos intentar llevarnos bien con todos, pero ese deseo noble de empatizar con los demás no puede conducirnos a justificar cualquier cosa o a caer en un relativismo tan relativista que termine por ser, el relativismo, de modo paradójico, la única verdad absoluta.

Es verdad que lo que pensamos sobre algo “depende” de muchas cosas, pero, en buena ley, depende también, no en última instancia, de lo que las cosas son, en la medida en que, con nuestra inteligencia, tratamos de conocerlas. Ni Kant negaría este enfoque.

En principio, dentro de los límites de lo moralmente aceptable y de lo que el orden público puede reconocer como razonable, hemos de respetar las convicciones religiosas de los demás. No necesariamente hemos de creer que esas convicciones responden a la verdad, pero sí hemos de respetar la personal búsqueda de la verdad que ha conducido a las mismas, a esas convicciones, a las personas que las sostienen.

En un mundo tan descreído, tan “desencantado", tan aburrido, mi simpatía se dirige a las personas religiosas. En medio de un océano de indiferencia o de ateísmo, es casi inevitable que los que creemos en Alguien, o en algo trascendente, encontremos un punto de encuentro entre nosotros.

Todos los hombres son mis “prójimos”, porque Cristo, con su Encarnación, nos ha unido a todos. Pero, más cercanos, en principio, veo a los creyentes, incluso a los de otras religiones.

Pero, pensándolo a fondo, también reconozco mi proximidad con los ateos y agnósticos, no en cuanto tales, sino en cuanto presentan objeciones contra la religión que, alguna vez al menos, merecen ser tenidas en cuenta.

¿El Cristianismo es una religión? Sin duda lo es. Pero no es una religión más. Reconoce a un solo Dios. Exige el monoteísmo y la monolatría: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5). “Al Señor tu Dios adorarás” (Mt 4,10). Este único Dios se ha acercado a nosotros enviándonos a su Hijo, que se hizo hombre, y al Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo y, por consiguiente, hombres nuevos.

El Catolicismo no es incompatible con la buena vecindad con ateos, agnósticos, fieles de otras religiones o cristianos no católicos. El Catolicismo es incompatible con la confusión, con la mezcla, con el sincretismo, con el intento de conciliar lo que no es conciliable.

El Catolicismo – el Cristianismo en general – apuesta por el Logos, por la Razón. Que no permanece distante e inaccesible, sino tan próxima que se hizo carne. Pero, a veces, la lógica parece ya no regir. El problema es, hoy, ese. Ya no se reconoce que la razón sea el puente.

Hoy imperan los sentimientos – y hasta los sentidos – que son, sí, dimensiones de lo humano, pero no el único elemento a considerar. Los sentimientos son volubles. Hoy “gusta” una cosa y mañana deja de hacerlo. Y no digamos solo los sentidos. Sabiendo que somos también “sentidos”.

La ceremonia de la confusión entre las religiones no nos va a aproximar a los seres humanos, porque lo que tenemos en común como seres humanos, aquello en común que puede ayudar a que nos entendamos, es el logos, es la palabra y la razón. No una palabra fría, sino unida al amor. Pero, sin palabra y sin razón, será imposible saber lo que el otro dice. Y en esa tesitura no hay amor que resista. Ni diálogo ni nada.

A veces parece que la lógica no rige. Que no nos entendamos, los cristianos, en temas de fe, con otros hombres es, a priori, posible. Que no nos entendamos los cristianos entre nosotros es, por desgracia, una triste realidad.

Puede ser precioso que una colectividad de hindúes que celebra una de sus fiestas religiosas se acerque a una catedral católica para presentar sus respetos a Santa María, la Virgen. Quizá ven en María una manifestación de la presencia de lo divino en el mundo. Está muy bien que los católicos que celebran su fe en esa catedral acojan a los hindúes.

No es normal, no obstante, que entre en la catedral una imagen de una deidad de una religión politeísta que nada tiene que ver con el Cristianismo. Y que, para colmo, los católicos, toquen el anda sobre la que va esa imagen – de un dios con cuerpo de niño y cara de elefante – y se santigüen, como si hubiesen estado cerca de un paso de la Semana Santa.

No es normal. Los hindúes, si se les explica, lo entenderán perfectamente. Lo más grave es que algunos católicos se nieguen a entenderlo.

Y no deja de ser “chusco” que, en plena vigencia de la sinodalidad y de la colegialidad en el gobierno de la Iglesia, se amenace con recurrir al Papa para desautorizar a un Obispo que ha dicho lo normal. Si “amenazan” los hinduistas, sería lo de menos. Lo más grave sería que hiciesen lo mismo los católicos. Como si el Papa fuese algo más de lo que es: el Papa. No es la razón humana, ni Dios, ni Jesucristo… Es solo, y no es poco, el Papa.

Decía una máxima tomista: “actus specificatur ab obiecto formali”. Es el motivo por el cual se da culto a Alguien – a Dios, Uno y Trino, por ser nuestro Dios y Señor – la razón que especifica cómo ha de ser el acto de culto.

Hoy los principios metafísicos – que obedecían al principio de realidad -  han sido sustituidos por la tiranía de lo políticamente correcto; al capricho del que manda. Debemos sublevarnos contra esa tiranía, como contra cualquier otra. Si no, será inútil hablar, porque jamás podremos entendernos. Solo podremos obedecer. Ya no al Papa, sino al que sea capaz de imponer su criterio, su interés, a la mayoría.

 

Guillermo Juan Morado.

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