Las iglesias siempre abiertas

“La Iglesia ‘en salida’ es una Iglesia con las puertas siempre abiertas”, dice el Papa. Y añade: “Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes” (Evangelii gaudium, 46-47).

Tiene razón el Papa. El deseo de cualquier párroco, o de cualquier responsable de una iglesia, es que las puertas estén abiertas durante el mayor tiempo posible. Recuerdo al párroco de mi parroquia natal, que se negaba a cerrar, durante el día, la iglesia: “No soy el carcelero de Dios”, decía.

Pero los deseos, por buenos que sean, no siempre equivalen a la realidad. La realidad, lo que es, se impone con una contundencia absoluta. Y esa realidad nos dice que lo ideal no siempre es lo más prudente; lo que, de modo razonable, podríamos llevar a cabo aquí y ahora.

Durante el día, durante bastantes horas del día, es posible acceder a la Basílica de San Pedro. Pero no sin pasar unos controles de seguridad muy parecidos a los de los aeropuertos. ¿Justificados? Sin duda. Justificadísimos. No se trata solo de velar por la integridad de la Basílica, sino también por la de quienes la visitan.

Otros templos del mundo – la Iglesia es muy grande – no corren, quizá, tantos riesgos, pero tampoco tienen los medios de seguridad de los que dispone la Basílica de San Pedro. Y una norma de prudencia, a mi modo de ver, aconseja no dejar la iglesia abierta sin nadie que vigile. Y los sufridos feligreses no pueden vigilar durante todo el día.

El ideal es claro: la iglesia abierta. La realidad habrá de moderar ese ideal en el plano de lo razonablemente posible. Y todos, o muchos, tenemos experiencias desagradables de lo que puede pasar si la iglesia está abierta sin nadie que vigile. La peor posible, pero, por desgracia, no extraña, es la profanación de la Eucaristía.

La iglesia abierta todo el día, hoy, no es posible, en general, sin un sistema – bastante caro – de seguridad. Quizá baste con cámaras, o con guardias. Pero ese servicio hay que pagarlo.

También me asombra que algunas personas muestren su extrañeza por el hecho de que se cobre una entrada si se trata de hacer una visita turística a, digamos, una catedral. Se ve que no saben lo que cuesta mantener abierta una catedral.

Parece que inunda todo un sentimiento irresponsable de que “la vida es bella”. Lo es, la vida es bella, porque es un don de Dios. Pero Dios nos ha dado la razón y la voluntad para que gestionemos del mejor modo posible nuestras cosas.

No está mal que seamos utópicos. Pero tampoco lo es que seamos responsables. La loable propuesta del Papa debe llevarnos a un examen de conciencia: “¿Hago lo posible para que la iglesia esté abierta durante el mayor tiempo?”. Con ese examen me conformaría.

 

Guillermo Juan Morado.

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