Mascotas

Yo no soy mucho de mascotas. Los animales, para mi gusto, mejor en sus propios hábitats y, a poder ser, lejos de mí. Comprendo que nos unen, a los humanos y a los animales, el común origen de ser creados y de tener, animales y humanos, la facultad  genérica de sentir. Hasta ahí, de acuerdo.

Cuando yo era niño – hace ya de eso muchos años – teníamos en mi casa una perrita, muy pequeña y lista. Muy bonita y cariñosa. De vez en cuando, la perrita tenía cachorrillos, que distribuíamos entre los familiares y vecinos con gran responsabilidad, asegurándonos, en la medida de lo posible, de que serían bien tratados. Recuerdo una vez que uno de los cachorritos, dejándose llevar por la curiosidad de explorarlo todo, metió su cabecita en una rendija de un muro y no era capaz de sacarla. Tuvimos que llamar a alguien para que, con ayuda de no sé qué instrumento, ampliase el agujero para recuperar, sano y salvo, al perrito. Consiguieron excarcelarlo de su atadura, pero alguna lesión le hizo mella y murió, por desgracia, a los pocos días.

Luego llegó Lisa, una perrita que mi hermano menor encontró por ahí perdida y rescató. Como mi hermano menor era muy fan de Michael Jackson le puso de nombre “Lisa” que era, en aquel entonces, el nombre de la esposa del famoso cantante. Lisa, nuestra perra, fue una superviviente. Vivió más de lo que la mayoría de sus congéneres viven. Y se sobrepuso, ayudada por el cariño de los míos, a varios accidentes y atropellos, alguno de ellos verdaderamente grave.

Y ahora ronda por mi casa, por el entorno de mi casa, no dentro sino fuera de ella - aunque, si le dejan entrar, entra – Miziqui. A mí los gatos no me hacen mucha ilusión y Miziqui, él no tiene la culpa de ello, es un gato. Creo que también lo encontró por ahí uno de mis hermanos, yo creo que también fue el menor de ellos. Los hermanos menores, como no tienen hermanitos a los que mimar, miman a los animales. Puede ser que sea eso.

Hoy me han enviado un enlace a un artículo que me ha parecido muy sensato. Habla del exceso de cariño a los animales domésticos que, paradójicamente, se puede convertir incluso en una forma de maltrato hacia ellos: “humanizar a los animales hace que pierdan su identidad, que se sientan frustrados, ansiosos e inseguros”.

Los humanos tendemos al egoísmo. Y humanizamos – o “deshumanizamos”  – según lo que nos convenga en cada momento. Somos capaces de deshumanizar a un embrión humano – o a alguien de otra raza o a un enfermo o a un anciano - y reivindicar el aborto como un bien, si el embarazo llega cuando no se estima que es el “mejor” momento. Algunos partidos se oponen, por ejemplo, a que se ayude a mujeres embarazadas con dificultades, casi como diciendo que, si el momento no es propicio, la única salida honrosa es el aborto. ¿Qué sería de nuestros hermanos menores si nuestros padres hubiesen pensado, en su día, lo mismo? Simplemente, no tendríamos hermanos menores. O no más de uno.

A un perro, a una mascota, puede hacerle daño que lo traten como a una persona humana, simplemente para satisfacer los absurdos deseos de sus dueños, cuando un perro no es, y eso es obvio, una persona humana. A un embrión humano, que es – al menos ontológicamente una persona humana, ya que no cabe pensar en un ser humano que no sea, ontológicamente, persona humana – le hace daño que no lo traten como persona. Un daño, encima, irreparable. Porque la muerte, en este mundo, no se puede reparar.

Para algunas personas, entre ellas ciertas feministas, el aborto es un derecho “absoluto”- independiente, ilimitado, que excluye cualquier relación - . Ni se paran a pensar, no les interesa, qué o quién es el embrión. Ni se paran a pensar si el “interrumpir” el embarazo puede causar al embrión un daño irreparable. No lo piensan porque, para este modo de ver las cosas, el embrión es algo deshumanizado, que solo se humaniza si el niño que ha de nacer es “deseado"; si no, no. Confundiendo el ser “deseado” - el capricho -  con el ser bienvenido y aceptado - la realidad - .

Algo parecido, en su sinsentido, a los que “humanizan”, saltándose la gramática de la naturaleza, a las mascotas – perros y gatos, comúnmente – que ni son humanos, ni pueden serlo, ni es conveniente que sean tratados como lo que no son. El ser nos identifica, la naturaleza nos distingue, para que cada uno sea bien tratado en conformidad con lo que es. Y ese trato diferenciado es el más realista y el más ético.

Parecería de sentido común. Pero se ve que no lo es. Algo falla. Falla la racionalidad, que es la capacidad, de la que estamos dotados, para acercarnos responsablemente a lo real.

Guillermo Juan Morado.

 

Los comentarios están cerrados para esta publicación.