Pentecostés

Un texto de gran profundidad de San Pablo, que la Iglesia nos presenta en la solemnidad de Pentecostés, dice: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom  5,5). Las palabras del apóstol están relacionadas con la justificación y con la esperanza, con una esperanza que no defrauda, porque está fundamentada en la Pascua de Cristo, en su paso – a través de la muerte – de este mundo al Padre.

Realmente, el mensaje cristiano es a la vez muy creíble y muy increíble. Es muy creíble porque tiene pleno sentido, una gran coherencia interna. Lo es porque la historia de Jesús lo respalda – en Él el “amor hasta el extremo” no es un eslogan, sino algo muy concreto - . Lo es, también, porque en esa historia encontramos las claves básicas que son capaces de iluminar nuestra vida. La creación - y en la creación, la humanidad - es la “gramática” de Dios. Es decir, Dios no es ininteligible, sino que se hace entender y nos habla valiéndose de elementos que nos hacen posible la intelección de lo que nos comunica. En el hombre hay algo divino, decía ya Aristóteles.

Pero, y sin que sea contradictorio, es muy increíble. Cuando algo muy bueno nos sucede, algo extraordinario, gratuito e imprevisible, solemos decir: “Es increíble”. No dudamos de que, de verdad, haya sucedido, sino que mostramos, de este modo, la sorpresa que nos causa ese acontecimiento. Algunas cosas son difíciles de creer, pero no por ser contrarias a la lógica, sino porque exceden lo habitual. Por ejemplo, podemos decir: “Ha sido increíble. Justo me han preguntado en el examen los temas que mejor había preparado”.

En Dios, lo más creíble y lo más increíble coinciden plenamente. Él es, a la vez, lo más afín a nosotros – hemos sido creados a su imagen y semejanza – y lo que más nos supera – Él es Dios y nosotros criaturas suyas - . Pero Dios ha querido superar esa aparente contradicción, esta enorme distancia. Ha decidido, en su infinita misericordia, en el fondo de su ser, compartir con nosotros lo que Él es. Es casi imposible imaginar una bondad tan difusiva, un bien que solo busca expandirse – aunque esa sea una propiedad del bien  - .

¿Qué nos ha dado Dios? Nos lo ha dado todo. Nos ha dado a su Hijo, el Verbo, el Logos, la Palabra. Ha querido, el Padre, que su Hijo fuese el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios en medio de nosotros. Esa donación ha sido tan radical que el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.

En Jesús, Dios ha mostrado, sobradamente, en la gramática humana, su ser, su amor: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Los extremos de Dios no son los extremos viciosos, en cuyo medio estaría la virtud, según Aristóteles. En Dios, el extremo es la superación de la virtud – del extremo bueno – en orden a una perfección que solo puede venir de lo alto.

Dios es así. Él mismo es amor. Si le preguntásemos a Dios: “¿Qué eres?”, el nos diría: “Soy amor”. Pero su ser, amor, no es impersonal, sino personal. Dios es amor personal, interpersonal: Es el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Si le preguntásemos a Dios: “¿Quién eres?”, diría: “Soy el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”.

También a nosotros pueden preguntarnos: “¿Qué eres?” Y deberíamos contestar: “Soy un ser humano”. Pero si nos preguntan: “¿Quién eres?, solo podríamos contestar con nuestro nombre. Claro que hay muchos seres humanos – muchas personas humanas que comparten un modo de ser -, pero solo hay un Dios – aunque no sea impersonal, sino tripersonal -. Solo hay una realidad divina, pero en esa única realidad, hay diálogo y amor. El único y solo Dios es Padre e Hijo y Espíritu Santo.

Dios no solo nos ha dado al Hijo, nos ha dado – el Padre y el Hijo – al Espíritu Santo. Es el gran don de la Pascua. Esto significa que Dios ha decidido comunicarnos lo que en Él, en su naturaleza, es vínculo, unión. Lo que une al Padre y al Hijo es el Espíritu Santo. Pero este vínculo, en Dios, no es una cosa, sino una Persona, una relación subsistente: El Espíritu de Dios, común al Padre y al Hijo.

Es casi imposible pensarlo, pero es real. Lo que, en el seno de Dios, une relacionalmente al Padre y al Hijo, se nos ha donado para que nuestra relación con Dios, a pesar de la diferencia de naturaleza – Él es Dios, nosotros criaturas – , sea posible por pura gracia, por puro exceso del amor divino.

Pero, a pesar de que Dios es inefable e imcomprehensible, no nos resulta del todo imposible pensar en los efectos que el Espíritu Santo causa en nosotros: Nos proporciona la capacidad de conocer más profundamente y nos da fuerza para que lo que no somos capaces de hacer, lo hagamos – gracias a su ayuda -.

En el hombre hay una chispa de lo divino. Y lo humano es la gramática – las leyes del lenguaje establecidas por la creación – de lo divino. Y es innegable que, en lo humano, el amor da luz y da fuerza. Quien ama, conoce más. Quien ama, sabe mucho más del ser amado: La madre y el padre saben mucho sobre sus hijos, el amigo sobre su amigo, el esposo sobre la esposa y viceversa. El amor es una fuente de conocimiento. El Espíritu de Dios, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, lleva al límite esta potencialidad. Solo Dios, el Espíritu de Dios, hace posible amar y conocer como Dios ama y conoce. Solo el Espíritu de Dios nos ayuda a vernos, a nosotros y a los demás, desde la misericordia, desde el amor que no disimula el mal, pero lo limita y lo transforma.

Y el amor – el amor de Dios, sobre todo – da fuerza. Lo que no se hace por dinero – aunque pensemos que el dinero es la alquimia que transmuta todos los valores, la piedra filosofal de nuestro mundo – no tiene precio. Muchas cosas, las más valiosas, no se hacen por dinero, sino por amor. Basta, para creerlo, pasar unas cuantas horas en los servicios de urgencias de un hospital.

Dios nos da fuerza. Su amor, que se une a nuestra predisposición al amor, y la transforma y la transmuta, haciendo que lo casi bueno, o bueno, pase a ser mejor, lo puede todo. Esa potencia, esa luz y esa fuerza solo pueden proceder de Dios. Solo pueden ser divinas. Y como dice el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

 

Guillermo Juan Morado.

 

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