Ya cerca de los 25 años de sacerdocio

La vida pasa. Y los años de sacerdocio, también. Casi sin darme cuenta son ya, o van camino de serlo, 25.

En mi etapa de seminarista, cuando pensaba y deliberaba sobre cuál sería mi futuro – yo, casi por instinto, deseaba ser, entonces, profesor de Lengua y Literatura, o, en su defecto, de Historia del Arte – , tuvo una gran influencia el magisterio y el ejemplo de San Juan Pablo II.

El Papa, en esa época, dejó un mensaje escrito en Valencia dirigido a los seminaristas. Nos decía: “Me limitaré a recordar que os preparáis para ser “ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor. 4-1). Y es bien sabido que, en los administradores, lo primero que “se busca es que sean fieles” (Ibid. 4, 2). ¡Sedlo vosotros, de veras y con todo el corazón!”. E insistía en una triple fidelidad: a Cristo, a la Iglesia y a la propia vocación y misión. No podría exagerar la importancia que la palabra y el ejemplo del Papa tuvo en mi propia trayectoria vocacional.

Por mi gusto hubiera optado por estudiar lo mencionado: o Lengua y Literatura o, subsidiariamente, Historia del Arte. Al acabar COU, inicié mis Estudios Eclesiásticos, aunque haciéndolos compatibles, en lo que podía, con la carrera civil de Filosofía – no era la que más me gustaba, pero era, dadas las circunstancias, la más afín -. Yo siempre he creído que, como sacerdote, debía tener una carrera civil. No digo que todos tengan que hacerla. Hablo por mí.

Mi ordenación tuvo lugar en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio de 1991, en la Concatedral de Vigo. El Obispo que nos ordenó fue Mons. José Cerviño Cerviño, ya fallecido.

Tras la Ordenación, una etapa en parroquias rurales y luego la posibilidad de ampliar estudios en Roma. No era lo que yo había pensado: yo esperaba poder acabar Filosofía y doctorarme en una Universidad de prestigio. Me enviaron a Roma: a una Universidad de prestigio, pero en Teología, con la especialidad de Teología Fundamental. Así lo hice y, siguiendo ese campo de estudio, me doctoré en la Gregoriana.

Incluso tuve la oportunidad, ya siendo licenciado (civil) en Filosofía, de obtener la licenciatura eclesiástica, también en la Gregoriana. Mis años de estudios han sido muchos. Y doy gracias a Dios, y a la Iglesia, por ellos.

Ya cuando me aproximo a los 25 años de sacerdocio y a los 50 de vida – media vida, y un poco más, siendo sacerdote – tengo una sensación extraña: Me parece que no es posible; pero es obvio que, si es real, es posible.

Me gustaría, en lo que me quede, poder cumplir, con mayor profundidad, lo que Benedicto XVI pedía a los seminaristas, en una Carta de 2010:

 

  1. Ser un hombre de Dios: “El sacerdote no es el administrador de una asociación, que intenta mantenerla e incrementar el número de sus miembros. Es el mensajero de Dios entre los hombres”.
  2. La Eucaristía como centro de la relación con Dios.
  3. Confesarme y confesar.
  4. Valorar la piedad popular (no se puede decir que no haya escrito “Novenas”).
  5. Seguir estudiando. Valorando también la aportación de la Filosofía,  “la comprensión de la búsqueda y de las preguntas del hombre, a las que la fe quiere dar respuesta”.
  6. Avanzar en la maduración humana, que no siempre es pareja a los años.
  7. La apertura plena a la Iglesia.

 

Una tarea muy interesante. En el bien, siempre cabe ir a más. El Papa Benedicto pedía a los seminaristas: “Rezad también por mí, para que pueda desempeñar bien mi servicio, hasta que el Señor quiera”. Lo mismo pido yo, a mis alumnos seminaristas y a todos.

En el recordatorio de mi Ordenación puse un lema: “In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum”. A esa esperanza me remito.

 

Guillermo Juan Morado.

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