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7.06.21

(476) La causa de todas las heterodoxias

«Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu Madre"» (Jn 19, 27)

«Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime» (LEÓN XIII, Quamquam pluries, 15 de agosto de 1889, n. 3)


«el culto a la Virgen Madre de Dios —el cual, según el parecer de varones santos, es señal de predestinación» (PÍO XII, Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947, n.220).

 

Ponerlo todo en manos de Nuestra Señora es señal de predestinación.

La Madre del Redentor es también Madre de su labor redentora.

El heterodoxo tiene entendimiento voluntariamente huérfano.

La causa de todas las herejías es no querer tener Madre.

No te fíes del que minimiza a Nuestra Madre. No lo hace para maximizar al Hijo sino para maximizarse él mismo.

 
Si se disminuye el papel de María se deteriora el Magisterio de la Iglesia, porque la Iglesia docente ha de tener por modelo a María, Maestra del Verbo.
 

Ceder al Malo un milímetro de doctrina es traicionar a Nuestra Señora.

La Hispanidad es obra de la Santísima Virgen en sus diversas advocaciones eficacísimas.

 

Pedir a San Juan nos interceda gracias de confianza ilimitada en Nuestra Madre.

María es nuestra Corredentora por consanguinidad con Nuestro Redentor.

Vivir refugiado en María, torre ebúrnea contra el mal y el error, para vivir escondido con Cristo en Dios (Cf. Col 3, 3).

La gloria de la maternidad de Nuestra Señora está por encima de la gloria de todos los santos juntos.

La maternidad de Nuestra Señora está muy por encima del orden sobrenatural de la gracia santificante

Nuestra Señora, por ser Madre de gracia, ha de ser dueña de nuestra voluntad. Para que amolde nuestra vida a hechura de su Hijo; para que acuñe en nuestras acciones la efigie del Salvador; para que imprima en nuestra alma un deseo devorador de santidad.

 

Regatearle gloria a la Madre de Dios es traicionar a la Providencia.

 

30.05.21

(475) Leviatán de tres ojos y dos cabezas

«Por último, el liberalismo muy moderado, propio de aquellos que no quieren renunciar a su fe cristiana y que rechazan (o así lo creen) todo cuanto es contrario a la Revelación, sostienen, dice el Papa, que “se han de regir según las leyes divinas la vida y costumbres de los particulares, pero no las del Estado. Porque en las cosas públicas es permitido apartarse de los preceptos de Dios, y no tenerlos en cuenta al establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia: que es necesario separar la Iglesia del Estado“» (Alberto CATURELLI, Liberalismo y apostasía, Fundación GRATIS DATE, Pamplona 2008, p.11; negrita y cursiva son mías.)

 

1. La bestia bifronte

El liberalismo es un monstruo de dos cabezas: una moderada y otra progresista.

Una cabeza ataca a la otra, mordiéndose mutuamente. Sólo miran en la misma dirección, coordinándose, para atacar a la tradición e imponer su orden nuevo, global y bifronte; el orden de 1789 y sus metástasis, sobre todo la americana.

El progresismo y el moderantismo conservador son síntomas diversos, pero no contradictorios, de la misma enfermedad.

El conservador quiere una revolución respetable, ñoña y puritana, y el progre una revolución pedante, viciosa y obscena. El primero es sentimental, el segundo pasional.

El progresismo desactiva la tradición entregándola al conservadurismo.

Dios, y no el hombre, es causa primera de todo bien personal y social. Progresistas y moderados coinciden, sin embargo, en que es el hombre y no Dios. Ambos adoran la máxima ilustrada de Volney: el hombre (la persona humana) es el ser supremo para el hombre.

El progresista entrega la tradición al conservador para que éste, imitándola, se encargue de destruirla falseándola. Y así todos contentos.

El conservador propugna una autodeterminación moderada. El progresista, una autodeterminación sin otro límite que el propio querer (Hegel). Danilo Castellano, cabalmente, insiste en denominar a este abuso libertad negativa, alma de la Modernidad conservadora y progresista, romántica y europea, antihispánica y antitradicional.

El progresista profesa la imprudencia política. El moderado la falsa prudencia carnal. 

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25.05.21

(474) Moderantismo católico y crisis de la Iglesia

El P. Meinvielle, en El progresismo cristiano (Colección Clásicos Contrarrevolucionarios, Cruz y Fierro Editores, Argentina, 1983), con gran clarividencia, señala la raíz liberal y progresista de Maritain, recalcando la ambigüedad de su moderantismo. Pues si bien Maritain se opone al liberalismo decimonónico, (esto es, el de primer y segundo grado); y también se opone al progresismo marxistoide, (por ateo); no se opone del todo a ellos, porque no se opone a la causa de ambos, que es el subjetivismo enajenado del mundo moderno.

A pesar de sus ataques a estas dos ideologías, Maritain en realidad no combate su raíz, que es la Modernidad. Y así, dice el P. Meinvielle con toda la razón:

«Adviértase bien que Maritain en sus obras posteriores continúa atacando las posiciones ateístas del mundo moderno, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX y el comunismo ateo, pero no ataca al mundo moderno en cuanto tal, es decir, en su intento de llegar al orden cristiano por el camino de los derechos o libertades públicas de conciencia y de prensa; tampoco ataca al comunismo en su tendencia fundamental de querer emancipar de toda servidumbre al hombre, lo ataca sólo por su ateísmo» (Pág. 169)

Este equívoco personalista y comunitario de Maritain consiste en criticar el liberalismo, pero siendo moderadamente liberal, y criticar el marxismo, siendo moderadamente marxista. Es la esencia, como decíamos, del moderantismo católico.

Y quiero usar, adrede, y no sin cierta ironía, el calificativo de católico para el moderantismo por lo siguiente. El católico moderado quiere permanecer entre los límites del catolicismo, no quiere salirse fuera ni de la ortodoxia ni de la Iglesia; quiere ser católico, pero con moderación. El moderado católico no quiere la cruz ni el sacrificio, porque ni en la cruz ni en el sacrificio hay moderación. Quiere canonizar la acedia moderna.  Y para ser católico y moderno va a rechazar el liberalismo (de primer y segundo grado) y el marxismo (por ateo). Pero, por modernizante, no va a rechazar ni la esencia del liberalismo, ni la esencia del marxismo, que curiosamente coinciden.

Esencia que, en este blog, hemos condensado muchas veces en la máxima ilustrada del Conde de Volney, recogida por Marx: «el hombre, ser supremo para el hombre». O, en lenguaje más moderado, la persona humana, ser supremo para el hombre. El problema es que es imposible conjugar catolicismo y Modernidad. El moderado, como todo liberal, tiene alma moderna, y en el fondo antitradicional. Por eso su catolicismo es imposible, y aunque a menudo bienintencionado y voluntarioso, está partido en dos y es contradictorio consigo mismo. No puede sino estar constantemente en crisis.

 

Y es que la falsa solución que encuentra el moderantismo al problema de la Modernidad es la siguiente. Dado que el liberalismo moderno es malo por su individualismo, imaginemos un liberalismo no individualista sino solidario; y entonces inventan el personalismo. Y dado que el marxismo es malo por su ateísmo, fabriquemos un marxismo no ateo, y entonces inventan el comunitarismo.

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22.05.21

(473) Crepúsculo del catolicismo

Cada día que pasa, signos aciagos cobran voz potente y atronadora.  En su elocuencia dramática, nos hablan del sentido de estos tiempos de crisis religiosa, suscitando en nuestra mente algunas conclusiones poderosas.

La primera de ellas puede formularse así: los antiguos bastiones han caído. El católico parece no tener doctrina inquívoca a la que aferrarse. Se ha sembrado sospecha sobre las viejas seguridades. La antigua sabiduría tradicional está descartada, la nueva ortodoxia está pendiente de reinterpretación continuadora. El deseo de Hans Urs Von Balthasar ha triunfado. El pluralismo doctrinal es un hecho.

La Ciudadela doctrinal abrió la puerta, derribó sus muros defensivos (el tomismo), y lo hizo queriendo, por mero pacifismo. Se utilizó de ariete el pluralismo, no ese radical que quieren los progres, sino el moderado, que tanto aprecian los conservadores. Los textos docentes se fueron desdibujando a la sombra de mil y una ambigüedad, hasta tal punto que el católico se ve forzado a elegir entre una doctrina antigua, que ahora se tacha de gnóstica, por ser segura; y otra novedosa, radiante de misericordia, cuya cerradura secreta se abre a discreción, con sólo usar, como palabra mágica, el título de una fatídica exhortación apostólica postsinodal: Amoris laetitia, la llave nigromántica que da acceso libre y gratuito al nuevo mundo moral de 1789.

 

La segunda de ellas puede explicitarse de esta manera: el catolicismo tradicional parece formar parte, ya, de una religión antigua, que la inmensa mayoría de los católicos nuevos desconocen y no aprecian. Venerar textos de PÏo XI, Pío XII, León XIII, o el mismo San Pío X, te hace sospechoso de ser un “positivo” en integrismo. E integrista es, ya, quien aprecia en algo el catolicismo antiguo. Gustar doctrinas precisas, inequívocamente antimodernas, es indicio de inadaptación, para muchos, incluso, de no haber tenido un encuentro personal con Jesús.

La tercera de ellas tiene un corolario político: o navegas en las aguas territoriales del Leviatán, o no hay espacio para ti en este nuevo orden. No hay voces, apenas, muy pocas, entre la jerarquía y el pueblo de Dios, que se oponga de manera manifiesta, íntegra y pugnaz al nuevo credo globalista, que no haya asentido a la revolución democrática, que no reconozca la soberanía del pueblo caído, y no consienta la descristianización total de las instituciones. No hay apenas quien disienta de esta nueva cristianidad maritainiana que quiere ser teocéntrica siendo persona-céntrica; que quiere círculos cuadrados y la Torre de Babel en las conciencias.

 

Y así, esta triple tesis queda corroborada por los hechos: apenas hay católicos que perciban el carácter antimoderno del catolicismo, apenas hay católicos que admitan su necesidad, hoy día; y apenas hay católicos que reclamen, siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados, la subordinación de toda ley a la sabiduría eterna de Dios.

Existe un sentir con la Iglesia que, mayoritariamente, ha sido inducido, durante los últimos decenios, a la conformación con el mundo de 1789. Es un sentir cuyo afecto está contra la tradición, y que, si bien en muchos adopta un rasgo moderado y continuador, en muchos más adquiere tintes de revolución. Y esto es, sin duda, lo que estamos viviendo, y que resume las tres tesis anteriores.

Existe, de hecho, una revolución contra el antiguo orden católico. Sus antecedentes remotos son Ockham, Lutero, Pico de la Mirandola, y los reformadores y humanistas católicos; su obra fue continuada, discreta y sibilinamente, por los sempelagianos encubiertos, que postularon ese humanismo que luego, tras estallar en ilustraciones y revoluciones, dio forma al liberalismo.

Se declaran, sin embargo, estos revolucionarios moderados, antiliberales, pero siéndolos, no de primer y segundo grado, sino del tercero. Precisamente ese que reclama fecha de caducidad para el catolicismo de Cristiandad, el antiguo; ese que reclama las maravillas conceptuales del pensamiento moderno, kantiano, hegeliano, husserliano y heideggeriano, bajo forma de personalismo y Nueva Teología. Precisamente ese que pretende que la Iglesia ya no es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15), sino columna y fundamento de los derechos humanos.

 

Es patente el evolucionismo infiltrado. No hay más que comparar lo que se enseña hoy en los púlpitos, de un perfil lo suficientemente bajo como para no molestar al Leviatán, con lo que se enseñaba antes, cuando el catolicismo bíblico-tradicional no era, aún, una antigualla.

Sin embargo, sabemos que la Iglesia nunca desaparecerá. Y esto nos proporciona cierta esperanza, contra toda evidencia, y a contracorriente. Nunca, como ahora, ha sido tan necesario el catolicismo. No el que viste sus conceptos con las ropas de la Ilustración, para lucir figura postrevolucionaria. No el que el numen liberal polarizó, definitivamente, entre conservadores y progresistas, desactivando así la identidad tradicional, que es contrarrevolucionaria.

No. El catolicismo que ahora es necesario no es el modernizante, kantiano, antisacrificial, festivo, globalizado. Sino el antimoderno, antikantiano, sacrificial, crucificado. Que entiende que sin Nuestro Jesucristo no podemos hacer nada (Cf. Jn 15, 5), porque de Él es nuestro obrar según su beneplácito (Cf Fil 2, 13), tanto a nivel personal como social e institucional. Que sabe que ser cristiano es una cosa muy seria y muy importante, y que no es un juego salvarse o condenarse.

 
Vivimos el crepúsculo del catolicismo, y hay que actuar en consecuencia. Pero lo nuestro no es darnos por vencidos, sino abrir los ojos, y luchar por la sana doctrina, darla a conocer, reclamarla. Porque la Escritura y la Tradición siguen siendo fuentes de la Revelación divina, y Cristo sigue teniendo un Magisterio. Que la Iglesia siga iluminando al mundo no es imposible. Y saber que Cristo sigue teniendo el control, ha de servirnos para esperar, con temor y temblor, la aurora.
 
 

19.05.21

(472) Perecer por falta de doctrina

«3.- ¿Quién es verdadero cristiano? - Verdadero cristiano es el que está bautizado, cree y profesa la doctrina cristiana y obedece a los legítimos Pastores de la Iglesia.
4.- ¿Qué es la doctrina cristiana? - Doctrina Cristiana es la doctrina que nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo para mostrarnos el camino de la salvación.
5.- ¿Es necesario aprender la doctrina enseñada por Jesucristo? - Es necesario aprender la doctrina enseñada por Jesucristo, y faltan gravemente los que descuidan aprenderla.» (Catecismo de San Pío X)

 

«[…] por no haber recibido el amor de la verdad que los salvaría. Por eso Dios les envía un poder engañoso, para que crean en la mentira y sean condenados cuantos, no creyendo en la verdad, se complacieron en la iniquidad». (2 Tes, 10-12)

«Perece mi pueblo por falta de conocimiento» (Oseas 4, 6)

«somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos» (Trento ses. VI, cap. VIII)

«864. ¿Qué es Fe? - Fe es una virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, y por la cual, apoyados en la autoridad del mismo Dios, creemos ser verdad cuanto Él ha revelado y por medio de la Iglesia nos propone para creerlo». (Catecismo de San Pío X, n. 864)

Los errores doctrinales producen falsas experiencias religiosas.

Dios permite que se difundan los errores y las heterodoxias, las ambigüedades y los disimulos conceptuales, para que queden al descubierto las malas intenciones de muchos corazones.

Los afectos religiosos están ciegos sin la guía de la fe y de la razón bajo el auxilio de la gracia. Porque el hombre está caído, y la experiencia espiritual es un obstáculo si no procede de la fe católica.

Jesucristo nos dio una doctrina para a través de ella tutelar y educar nuestra experiencia.

Dios revela una doctrina que trae la gracia, cuyo conocimiento es principio de salvación.

La fe es asentimiento a la doctrina ya revelada por Dios, doctrina que su Iglesia enseña y explicita a través del Magisterio, y que nos mereció Nuestro Señor en la cruz.

 

La fe se puede perder por culpa de malos libros. Y malos libros son los que enseñan mala doctrina.

La fe es el principio de la justificación.

La fe se sustenta en la autoridad de Dios, que no engaña.

Ser cristiano es nacer de nuevo para poder profesar la doctrina de Nuestro Señor, doctrina cuya luz es vida eterna.

 

La doctrina incluye verdades necesariamente conectadas con los datos revelados por Dios. Y esa conexión puede ser infaliblemente explicitada por la Iglesia jerárquica.

La doctrina conforma verdaderamente nuestra inteligencia con la realidad ontológica.

No hay mística verdadera que no haya sido preparada actual o potencialmente por la recta doctrina

Dios revela una doctrina que es luz y salvación de los hombres.

El hombre necesita conocer verdades morales y religiosas, naturales y sobrenaturales, para alcanzar su fin último que es Dios.