28.05.14

Que sea lo que Dios quiera: el origen del Mal

Origen del Mal

Antes de empezar tengo que decir que, como ha sucedido en otras ocasiones, son los comentaristas de este blog (pocos pero aguerridos) los que sugieren temas para traer a la palestra. Y eso es lo que ha sucedido con éste.

Nadie puede negar que es un tema bastante peliagudo y difícil de encarar. Pero como la ignorancia es muy atrevida cualquiera que lea este blog sabrá que no se va a arrugar, quien lo administra, ante tal tema.

Por si alguno no se ha dado cuenta, el Mal existe.

Esto lo digo porque hay por ahí muchas personas que tienen por buena la teoría, por ejemplo, de que no existen el Bien y el Mal y que, en definitiva, cada cual puede hacer lo que le venga en gana sin preocuparse de nada pues, al parecer, no se ha ver impelido, por nada, a hacer lo que, a lo mejor no quería hacer.

Sin embargo, el mismo San Pablo ya dejó escrito eso de que quería hacer lo bueno y hacía lo malo (cf. Rm 7, 20-21). Y eso es señal inequívoca de que el Mal, es verdad, existe.

Existe, pues, el Mal pero, preguntamos: ¿Cuál es su origen?

Es común pensar y creer que el Mal entró en el mundo cuando aquellos Primeros Padres (Adán y Eva) aceptaron la inmoral proposición de aquel animal rastrero que quiso hacerles pasar por dioses al incumplir la voluntad de Dios. Y eso, así dicho, es verdad. Y supone, por cierto, lo demás al respecto del origen de tal Mal.

Y es que, sin embargo, con aquel acto de traición y de lesa majestad (es Dios Rey del Universo) lo que entró en el mundo fue el pecado (llamado, por eso mismo, original) y la muerte.

Hemos dicho bien. Si entró en el mundo es que, evidentemente, ya existía antes pues el Mal es bastante anterior a que aquel hombre y aquella mujer quisieran ser más listos de lo que eran.

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27.05.14

Un amigo de Lolo - Construir sobre la Roca que es Cristo

Presentación
Manuel Lozano Garrido

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Construir sobre la Roca que es Cristo

“La confianza que exige la Fe se compenetra con su fortaleza. Lo bueno de ella es que un día se nos mete en el corazón y allí se queda tan firme como los cimientos de una casa de cincuenta pisos”
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (576)

La Fe (así escrita, con mayúscula) es un tema que da mucho de sí porque es crucial para la existencia de un ser humano que diga que la tiene y es como la respiración de nuestra alma.

Decir que es importante tener Fe es lo mismo que decir que el hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza, necesita alimentar su existencia con algo más que la materia que hace que siga adelante la parte física de su existencia. Pero la Fe, así escrita, con mayúscula, es más y posibilita, para nosotros, mucho más.

Quien dice tener Fe sabe lo que eso supone pues ya no se puede ser una persona al uso, del montón, llamada “normal”, sino que ha de cambiar mucho la vida de quien eso dice y sostiene. Otra cosa sería como sostner algo y su contrario al mismo tiempo.

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26.05.14

Serie Oraciones-Invocaciones – Súplica a la Virgen para ser un buen cristiano, de San Efrén

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Súplica a la Virgen para ser un buen cristiano , de San Efrén.

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25.05.14

La Palabra del Domingo - 25 de mayo de 2014

Jn 14, 15-21

Biblia

“’15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; 16 y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, 17 el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros. 18 No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros.19 Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros si me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. 20 Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. 21 El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.’”

COMENTARIO

Cristo siempre cumple sus promesas

A lo largo de su vida pública Jesús había dicho muchas veces que era muy importante tener en cuenta la Ley de Dios. Y no se refería al trasunto de norma que el ser humano había hecho con la misma sino a la que, de verdad, era la Verdad.

No extrañe, por tanto, que en la cena que compartió, la última Pascua de Cristo en la Tierra, con aquellos que le seguían más de cerca, hiciera hincapié en un detalle tan importante como era ése.

Es cierto que Dios había puesto unos Mandamientos y que se los entregó, hacía muchos siglos, a Moisés. Cuando aquel profeta bajó del monte después de estar con Dios su rostro resplandecía y traía algo que era muy importante y que debía ser cumplido. Pero no siempre se había hecho así y Jesús tenía que hablar acerca de eso.

Jesús iguala amarlo a Él a cumplir la Ley. Eso suponía que no era suficiente, con ser importante, con decir que se amaba al Hijo de Dios. Eso suponía, además, tener en cuenta los Mandamientos de Dios y, sobre todo, guardarlos en el corazón. Pero no guardarlos para que se quedaran allí escondidos sino para que tuviesen influencia en la vida de los discípulos.

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24.05.14

Serie “Al hilo de la Biblia” - Caín y Abel

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Caín y Abel (Gn 4, 1-16 )

Esto está escrito

Caín y Abel

1 Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: ‘He adquirido un varón con el favor de Yahveh.’ 2 volvió a dar a luz, y tuvo a Abel su hermano. Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. 3 Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahveh una oblación de los frutos del suelo. 4 También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró propicio a Abel y su oblación, 5 mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro.

6 Yahveh dijo a Caín: ‘¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? 7 ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar.’ 8 Caín, dijo a su hermano Abel: ‘Vamos afuera.’ Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató. 9 Yahveh dijo a Caín: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’ Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?’10 Replicó Yahveh: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. 11 Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. 12 Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra.’ 13 Entonces dijo Caín a Yahveh: ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla. 14 Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará.’”
15 Respondióle Yahveh: ‘Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces.’ Y Yahveh puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara.
16 Caín salió de la presencia de Yahveh, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén.

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23.05.14

Las llaves de Pedro – Consideraciones sobre Lumen fidei - (1) Para empezar

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

En los siguientes artículos vamos a tratar de comentar la primera Carta Encíclica del Papa Francisco. De título “Lumen fidei” y trata, efectivamente, de la luz de la fe.

Empecemos, como suele ser lo mejor, por el principio.

“1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: ‘Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas‘ (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: ‘Pues el Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno de las tinieblas’, ha brillado en nuestros corazones’ (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. ‘No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol’[1], decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, ‘cuyos rayos dan la vida’[2]. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: ‘ ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?’ (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.

¿Una luz ilusoria?

2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a ‘emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente’. Y añadía: ‘Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga’[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.

3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.

Una luz por descubrir

4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una ‘chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo’[4]. Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz.

5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: ‘He pedido por ti, para que tu fe no se apague’ (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: ‘¿Dónde están tus padres?’, pregunta el juez al mártir. Y éste responde: ‘Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él’ [5]. Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una ‘madre’, porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final.

6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe[6], en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.

7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal[7], pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a « confirmar a sus hermanos » en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre.

En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?

Lumen fidei

La luz de la fe.

Para quien no sea cristiano, aquí católico, la fe a lo mejor no tiene sentido alguno según nosotros la entendemos y la tenemos. Sin embargo, para los que nos consideramos hijos de la Iglesia católica, tener fe supone mucho más que tener una creencia como cualquier otra.

El Papa Francisco escribe esta encíclica que, a su vez, había comenzado Benedicto XVI. Por eso el nuevo Santo Padre agradece a su predecesor que hiciera tal cosa y terminara aquel ciclo de encíclicas relativas a las virtudes teologales, es decir, la fe, la esperanza y la caridad. Y él se encarga de terminar lo que había iniciado el Papa Alemán.

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22.05.14

¿Evangelizar a tiempo y a destiempo?

Evangelización

“Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio”.

En la Segunda Epístola a Timoteo, concretamente entre los versículos dos y cinco del capítulo cuatro, el apóstol de los gentiles dijo entonces, y dice ahora, que existe algo sobre lo que no podemos hacer dejación, preterir o hacer como si no nos correspondiente: evangelizar.

En tiempos de tribulación, persecución material o espiritual de la Iglesia y de sus fieles, se hace, aún, más necesaria.

Cuando concluía el Gran Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II regaló al mundo la Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, pues el comienzo de un nuevo milenio no podía quedar dejado de la mano de la Iglesia. Así, en orden a la importancia de la evangelización decía lo siguiente (40):

“Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una “sociedad cristiana“, la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la ‘llamada’ a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: ‘¡ay de mí si no predicara el Evangelio!’ (1 Co 9,16)”.

Destaca, en esta clara declaración de intenciones y establecimiento de una obligación para el católico, lo que nunca podemos olvidar:

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21.05.14

Ad pedem litterae- P. Pablo Cabellos Llorente

Al pie de la letra es, digamos, una forma, de seguir lo que alguien dice sin desviarse ni siquiera un ápice.

En “Ad pedem litterae - Hermanos en la red” son reproducidos aquellos artículos de católicos que hacen su labor en la red de redes y que suponen, por eso mismo, un encarar la creencia en un sentido claro y bien definido.

Presentación del artículo del P. Pablo Cabelllos Llorente .

Es muy conocido el texto “Yo acuso” que escribiera Emilio Zola a cerca de Alfred Dreyfus, a la sazón militar francés. Se le acusaba, al militar, de traicionar a su patria en favor de Alemania. Pero él, Zola, le dio la vuelta a la tortilla y pasó al contraataque.

Pues bien, el autor del artículo no quiere acusar pero pone el dedo en la herida para que duela (porque ha de doler saber esto) lo que dice.

Así, acusa por ejemplo, de la falta de defensa del matrimonio, de la familia… de la vida (con la muerte del nasciturus en el aborto); acusa del laicismo que anula la voluntad de tener una educación, por ejemplo, religiosa, por parte de los padres; acusa, también, del comportamiento de muchos cristianos consintiendo lo que pasa al respecto de esto.

Y lo mejor de todo (entiéndase esto que se quiere decir) es que, muchas veces, hacemos (todos) como si la cosa no fuera con nosotros, como si no existieran tales males. Y así, claro, no se arregla nada de los desarreglos existentes.

Y, ahora, el artículo del P. Pablo Cabellos Llorente.

Yo acuso

Pablo Cabellos Llorente

A finales siglo XIX, El capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, de origen judío y alsaciano, fue acusado de haber entregado documentos secretos a los alemanes. Enjuiciado por un tribunal militar, fue condenado a prisión perpetua, degrado y desterrado a la Isla del Diablo, cercana a la costa de la Guyana francesa, por un delito de alta traición. En ese momento, tanto la opinión pública como la clase política francesa adoptaron una posición abiertamente contra Dreyfus, cuya inocencia se demostró años más tarde.

Después del injusto proceso y condena, Emilio Zola escribió la conocidísima carta al Presidente de la República que concluye con una serie de denuncias a los intervinientes en el juicio, comenzando cada una de ellas con la frase “Yo acuso”, con la que ha pasado a la historia ese razonado y magnífico mensaje con trazas de gran fuerza.

Ha venido a mi mente la carta de Zola pensando en los problemas que suceden a nuestro alrededor. No pretendo inculpar a nadie de nada, porque todos somos culpables, en una u otra medida, de lo que escribo después. Además, los juicios morales han de ser emitidos con mucha cautela, sobre todo al tratarse de personas. Por eso no señalaré a ninguna. Escribo de hechos, ideas, conductas más o menos generalizadas y perturbadoras, por si sirven para averiguar soluciones positivas.

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20.05.14

Un amigo de Lolo - Todo es y será verdad

Presentación
Manuel Lozano Garrido

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Todo es y será verdad

“Nuestra esperanza tiene la razón y el poder de la Palabra de Dios”
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (867)

Nadie puede negar que no haya habido algún momento en su vida en el que todo lo ha visto negro como la noche más oscura o haya creído encontrarse en una tiniebla más que espesa de la que difícilmente se podía salir. En tales momentos hasta podría decir que había perdido la esperanza. Es entonces, justo entonces, cuando nos hemos dado cuenta de que eso, para un hijo de Dios es, simplemente, imposible.

Hay realidades espirituales (que tienen consecuencias materiales, en nuestro diario vivir) que, muchas veces, las tenemos como verdad pero no las ponemos en práctica de la forma que merecen por venir de Quien vienen.

Decimos, sí, que somos hijos de Dios. Y en eso creemos. Incluso muchas veces, siglos atrás (incluso ahora si bien lo pensamos y vemos), tal verdad ha costado muchas vidas de hermanos en la fe por decirlo y sostenerlo.

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19.05.14

Serie oraciones – invocaciones - Dueña y poderosa sobre mí, de San Ildefonso de Toledo (+667)

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Dueña y poderosa sobre mí , de San Ildefonso de Toledo (+667)

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