Juan Pablo II Magno - María

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Como no podía ser de otra forma, María, Madre de Dios y Madre nuestra, fue tenida en cuenta por Juan Pablo II Magno para apoyarse en ella y ser, verdaderamente, un buen hijo.

Seguramente fue el amor que le tenía a María lo que le hizo elegir un lema que define su pontificado de forma perfecta: ¡Totus tuus! (todo tuyo) Se adhiere, así, al espíritu de San Luis María Grignion de Montfort.

Así lo dice el mismo Juan Pablo II Magno en “Cruzando el umbral de la Esperanza (Libro de pregunta-respuesta escrito, a medias, por así decirlo, con Vittorio Messori):

Esta formula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción; es algo mas. La orientación hacia una devoción tal se afirmo en mí en el periodo en que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo más cristocéntrico. Gracias a San Luis María Grignion de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es sin embargo, cristocéntrica, que esta profundamente radica en los misterios de la Trinidad de la Encarnación y la Redención. Así pues, redescubrí la nueva piedad mariana, y esta forma madura de devoción a la Madre de Dios me ha seguido a través de los años. Respecto a la devoción mariana, cada uno de nosotros debe tener claro que no se trata solo de una necesidad del corazón, de una inclinación sentimental, sino que corresponde también a la verdad sobre la Madre de Dios. María es la Nueva Eva, que Dios pone ante el nuevo Adán – Cristo, comenzando por la Anunciación, a través de la noche del Nacimiento de Belén, el banquete de la Bodas en Cana de Galilea, la Cruz sobre el Gólgota, hasta el Cenáculo del Pentecostés: la Madre de Cristo Redentor es la Madre de la Iglesia“.

Estaba, por lo tanto, Juan Pablo II Magno, enamorado de María. Así lo demuestra, por ejemplo, en su Carta Encíclica Redemptoris Mater (RMa desde ahora) de 1987.

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Como la historia de la salvación estaba, ya, inscrita en el corazón de Dios desde antes del comienzo de que la humanidad pudiera llamarse tal, es lógico que María estuviera “presente ya ‘antes de la creación del mundo’ como aquella que el Padre ‘ha elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad” (RMa 8)

Por eso la relación entre María y Jesucristo, el hijo amado de Dios, no deja indiferente al Papa polaco sino, muy al contrario, lo conduce por el devenir diario que lo llevó por todos los lugares del mundo transmitiendo, sobre todo, el Amor de Dios. Por eso, “María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque ‘ha creído’ y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús, y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret” (RMa 17) Al fin y al cabo existe una relación directa entre el Fiat que María dio a Gabriel y el momento exacto de la muerte de Cristo en cruz; afirmación del amor que María tiene por el Hijo. Por eso dijo sí tanto al momento inicial como al instante final que exhaló el último aliento de vida humana su hijo amado.

De esta especial relación (algo más que de Madre e Hijo) se deriva la que tenemos nosotros, los hermanos de Cristo e hijos de Dios. Cuando se nos achaca, a los católicos, que tenemos “demasiado” amor por la Virgen María (como si eso fuera en detrimento de Jesús o de Dios) habría que recordar las palabras que Juan Pablo II Magno dejó escritas en la Encíclica referida arriba: “La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial mediante la entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, ‘acoge entre sus cosas propias’ a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su yo humano y cristiano’ (RMa 45)

Por tanto, cuando Jesús dijo al discípulo amado aquellas palabras mediante las cuales le entregaba a su misma Madre no hizo, sino, que hacerlo con todos nosotros, discípulos suyos y encomendándonos, también, que la acogiéramos en nuestro corazón.

Por eso “María propone continuamente a los creyentes los ‘misterios’ de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María” (Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, 11, de 2002)

Y es que, además, por si esto no fuera, ya, suficiente demostración de la relación tan especial que tenemos los católicos con María Madre, “todos los motivos que encontramos en María para tributarle culto son don de Cristo, privilegios depositados en ella por Dios, par que fuera la Madre del Verbo. Y todo el culto que le ofrecemos redunda en gloria de Cristo, a la vez que el culto mismo a María nos conduce a Cristo” (Zaragoza, 1982)

Por eso, la Iglesia misma, de la que Jesús encomendó a Pedro llevara su primer cayado, “mantiene, con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la Humanidad y abogada de gracia” (RMa 47)

Y tal vínculo lo llevó a cabo Juan Pablo II Magno, todo de María, todo de Cristo, todo de Dios.

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