Camino a Nochebuena y Navidad – Séptimo paso: tener la esperanza como ellos la tuvieron

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Camino a Nochebuena y Navidad – Séptimo paso: tener la esperanza como ellos la tuvieron

 

Esto es, sí, por consideración a nuestra propia realidad espiritual, un paso más que damos hacia Nochebuena y Navidad pero debemos tener en cuenta que es, más bien, el mismo camino que siempre debemos realizar hacia el definitivo Reino de Dios. Y nos referimos a la esperanza que, como virtud teologal que es, ni nunca debemos perderla ni debemos caer, claro está por eso mismo, en lo contrario: la desazón. 

Nosotros tenemos el inmenso gozo de contar, a lo largo de la historia de la salvación, con ejemplos elocuentes y más que suficientes como para satisfacer el nivel más alto que queramos poner de espiritualidad esperanzada. Y a ellos nos acogemos porque siempre bien muy bien tener en cuenta lo que se debe tener en cuenta. 

No es poca cosa la esperanza. Sustenta la existencia de muchos seres humanos (deberían ser todos) en los malos momentos pero, sobre todo, alienta el ser y la vida de todo aquel que quiera, de verdad, alcanzar la vida eterna. Y es que no hay, además, otra forma para nosotros, hijos de Dios, de ver las cosas del alma. Ni hay ni, sobre todo, podemos buscar sustitutos a la misma. 

Unos tuvieron esperanza de que llegara el Mesías; otros, nosotros, y hasta que vuelva, los demás, esperanzados estamos de que, como decimos, retorne al mundo el Hijo de Dios en su Parusía. Y es que ya llegó encarnándose y siendo un buen Hijo en el seno de una más que buena Madre. 

Pues bien, nosotros debemos ser, por así decirlo o, mejor, tener el corazón, como aquellos que mantuvieron siempre la esperanza aunque, no podemos negar que, a lo mejor, alguno de ellos pudiera tener alguna duda. Todos no, claro. 

Sabemos que Abrahám o Moisés, por ejemplo, mantuvieron intacta la esperanza de llegar donde Dios había establecido que llegaran. Ellos, por tanto, no se vinieron abajo por las circunstancias por las que pasaron que, como sabemos, fueron muchas y más que muchas. Ellos supieron confiar en Dios, incluso, cuando todo parecía que se torcía. 

Nosotros, por ejemplo, debemos ser, en esto y en tantas otras cosas pero en esto, sobre todo, como fueron aquellos primeros hermanos nuestros.

 Pero, como es lógico y normal, ha habido otros muchos creyentes en Dios Todopoderoso, que han querido mantener la esperanza. 

Así, por ejemplo, la prima de María, Isabel (hija de Zacarías) siempre tuvo que creer en que Dios iba a ayudar al mundo a sus hijos. Y lo tuvo que creer y, por tanto, mantener la esperanza, porque al ver a su prima María acercarse a su casa tras el episodio de la Encarnación, supo a ciencia cierta (quiso escuchar los gemidos inefables del Espíritu Santo) que el hijo de Dios iba a nacer y a venir al mundo y que su prima María lo llevaba en su seno. Y por eso saltó quien sería llamado Juan, el Bautista, en su seno cuando escuchó el saludo de la que venía de Nazaret hasta las montañas a visitarla y echarle una mano. 

Aquella mujer, Isabel, debió pasar el resto de su vida que, a lo mejor, no fue mucha (era de edad avanzada cuando trajo al mundo a Juan), sabiendo que la esperanza en la llegada del Mesías se mantenía abierta porque sabía que había venido. Ella sí lo supo. 

Pero hay quien anunciaba al Cordero de Dios. Juan, primo de Jesús, vivió una vida entregada a la esperanza. Y es que se le había dicho (nosotros creemos que fue Dios mismo o algún enviado suyo) que iba a ser el Precursor del Mesías. Y Juan, que siempre supo que aquello no era ninguna alucinación ni nada por el estilo, supo mantener siempre la esperanza. Por eso debió exultar de gozo cuando vio venir a Jesús a que lo bautizara en el Jordán. Y supo, también lo supo, que su misión se había cumplido y que la esperanza que lo había animado a lo largo de su frugal y humilde vida, estaba dando su fruto. 

Y María. 

Siempre volvemos a la Madre de Dios. Y lo hacemos porque bien sabemos que su papel aquí, en el Adviento, no es que sea fundamental sino que es totalmente insustituible. 

Sí, pudo haber sido otra mujer la elegida pero fue ella y, por eso mismo, siempre volvemos a su corazón a su misma existencia. Dios quiso que las cosas fueran así y así fueron.

 Bueno. Decimos que volvemos a María. Y lo hacemos porque ella representa, por encima de todos los aquí traídos (¡Y los hay importantes!), la encarnación viva de la esperanza.

 Podemos imaginar a la joven María en su pueblo, Nazaret. Ella ha recibido una visita más que especial. Se le ha preguntado si quería ser la Madre de Dios y ella ha respondido que sí. Y, además, se ha manifestado ante el Ángel Gabriel (que la ha llamado la “llena de gracia”, nada más y nada menos) como la “esclava del Señor” porque así creía que lo era, con franqueza lo creía desde que se había consagrado (a lo mejor en secreto entre ella misma y Dios) en total cuerpo y alma al Todopoderoso. 

María, por tanto, sabía mucho de lo que iba a pasar desde entonces en adelante. Y en aquellos días previos al nacimiento del Mesías, en aquel primer Adviento, la Madre tuvo que pensar muchas veces en todo lo que le había pasado, lo que le estaba pasando entonces y lo que iba a pasar después de que viniera al mundo Jesús, que era el nombre que se le había dicho debía llevar la criatura que iba a nacer. Ella tuvo que mantener la esperanza porque, además nunca la había perdido. Y nunca la había perdido porque, considerándose hija de Dios y portadora de su Hijo, no podía más que creer que todo lo que había pasado era la prueba más veraz de que su esperanza se estaba cumpliendo paso a paso, momento a momento y realidad tras realidad espiritual. 

Ella, María la Madre de Dios y nuestra, nunca dejaría de mantener la esperanza. Incluso en los momentos más que difíciles (que, sin duda llegaría, como le profetizaría Simeón) sabía que su Creador nunca la iba a dejar sola. Entonces, ¿a quién iba a temer y a qué iba a temer? Y es que sabía que todo se ordena para bien de los aman a Dios y eso nadie podía ganar a la hija de Joaquín y de Ana. 

Vemos, por tanto, que tenemos más de un creyente en el que podemos confiar para que nos eche una mano en esto de mantener la esperanza. Y es que si, como se suele decir, la esperanza es lo último que se pierde, bien sabemos nosotros, hijos de Dios, que no es que no debamos perderla sino que hacerlo es un grave pecado. Caer, pues, en desesperación es hacer muy de menos a Dios que nos contempla y nos dice que nos quiere.

 Y si, acaso, tenemos alguna duda acerca de esto, echemos una mirada a los que hemos aquí traído. Toda desesperanza, entonces, caerá por su propio peso.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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