Serie “Gozos y sombras del alma” - Gozos: 2 El amor

Gozos y sombras del alma

Cuando alguien dice que tiene fe (ahora decimos sea la que sea) sabe que eso ha de  tener algún significado y que no se trata de algo así como mantener una fachada de cara a la sociedad. Es cierto que la sociedad actual no tiene por muy bueno ni la fe ni la creencia en algo superior. Sin embargo, como el ser humano es, por origen y creación, un ser religioso (¿Alguien no quiere saber de dónde viene, adónde va?) a la fuerza sabe que la verdad (que cree en lo que sea superior a sí mismo) ha de existir. 

Aquí no vamos a sostener, de ninguna de las maneras, que todas las creencias son iguales. Y no lo podemos mantener porque no puede ser lo mismo tener fe en Dios Todopoderoso, Creador y Eterno que en cualquier ser humano que haya fundado algo significativamente religioso. No. Y es que sabemos que Dios hecho hombre fue quien fundó la religión que, con el tiempo se dio en llamar “católica” (por universal) y que entregó las llaves de su Iglesia a un tal Cefas (a quien llamó Pedro por ser piedra sobre la que edificarla). Y, desde entonces, han ido caminando las piedras vivas que la han constituido hacia el definitivo Reino de Dios donde anhelan estar las almas que Dios infunde a cada uno de sus hijos cuando los crea. 

El caso es que nosotros, por lo que aquí decimos, tenemos un alma. Es más, que sin el alma no somos nada lo prueba nuestra propia fe católica que sostiene que de los dos elementos de los que estamos constituidos, a saber, cuerpo y alma, el primero de ellos tornará al polvo del que salió y sólo la segunda vivirá para siempre. 

Ahora bien, es bien cierto que tenemos por bueno y verdad que la vida que será para siempre y de la que gozará el alma puede tener un sentido bueno y mejor o malo y peor. El primero de ellos es si, al morir el cuerpo, es el Cielo donde tiene su destino el alma o, en todo caso, el Purgatorio-Purificatorio como paso previo a la Casa del Padre; el segundo de ellos es, francamente, mucho peor que todo lo peor que podamos imaginar. Y lo llamamos Infierno porque sólo puede ser eso estar separado, para siempre jamás, de Quien nos ha creado y, además, soportar un castigo que no terminará nunca. 

Sentado, como hemos hecho, que el alma forma parte de nuestro propio ser, no es poco cierto que la misma necesita, también, vida porque también puede morir. Ya en vida del cuerpo el alma no puede ser preterida, olvidada, como si se tratase de realidad espiritual de poca importancia. Y es que hacer eso nos garantiza, con total seguridad, que tras el Juicio particular al que somos sometidos en el mismo instante de nuestra muerte (y esto es un misterio más que grande y que sólo entenderemos cuando llegue, precisamente, tal momento) el destino de la misma sólo puede ser el llanto y el rechinar de dientes… 

Pues bien, el alma, nuestra alma, necesita, por lo dicho, nutrición. La misma ha de ser espiritual lo mismo que el cuerpo necesita la que lo es material. Y tal nutrición puede ser recibida, por su origen, como buena o, al contrario, como mala cosa que nos induzca al daño y a la perdición. 

Nosotros sabemos, a tal respecto, que el alma goza. También sabemos que sufre. Y a esto segundo lo llamamos sombras porque son, en tal sentido, oscuridades que nos introducen en la tiniebla y nos desvían del camino que lleva, recto, al definitivo Reino de Dios Todopoderoso. 

En cuanto a los gozos que pueden enriquecer la vida de nuestra alma, los que vamos a traer aquí es bien cierto que son, al menos, algunos de los que pueden dar forma y vida al componente espiritual del que todo ser humano está hecho; en cuanto a las sombras, también es más que cierto que muchos de los que, ahora mismo, puedan estar leyendo esto, podrían hacer una lista mucho más larga. 

Al fin al cabo, lo único que aquí tratamos de hacer es, al menos, apuntar hacia lo que nos conviene y es bueno conocer para bien de nuestra alma; también hacia lo que no nos conviene para nada pero en lo que, podemos asegurar, es más que probable que caigamos en más de una ocasión. 

Digamos, ya para terminar, que es muy bueno saber que Dios da, a su semejanza y descendencia, libertad para escoger entre una cosa y otra. También sabemos, sin embargo, que no es lo mismo escoger realidades puramente materiales (querer esta o aquella cosa o tomar tal o cual decisión en ese sentido) que cuando hacemos lo propio con aquellas que son espirituales y que, al estar relacionadas con el alma, tocan más que de cerca el tema esencial que debería ser el objeto, causa y sentido de nuestra vida: la vida eterna. Y entonces, sólo entonces, somos capaces de comprender que cuando el alma, la nuestra, se nutre del alimento imperecedero ella misma nunca morirá. No aquí (que no muerte) sino allá, donde el tiempo no cuenta para nada (por ser ilimitado) y donde Dios ha querido que permanezcan, para siempre, las que son propias de aquellos que han preferido la vida eterna a la muerte, también, eterna. 

Y eso, por decirlo pronto, es una posibilidad que se enmarca, a la perfección, en el amplio mundo y campo de los gozos y las sombras del alma. De la nuestra, no lo olvidemos.

Serie Gozos y sombras del alma : Gozos: 2 El amor

 

Cuando se habla del amor, así, como “sentimiento”, se suele acudir a situaciones, digamos, edulcoradas: tal ama a cual o tal ha encontrado el amor con cual (que luego lo haya olvidado, eso no viene a cuento).

Sin embargo, para un fiel católico, el amor tiene mucho más que ver que con sentimientos volanderos y cambiantes. Y es que tiene que ver, precisamente, con obedecer, con la obediencia.

El caso es que la obediencia es, en la vida ordinaria, una prueba que en muchas ocasiones hemos de pasar y que supone, sobre todo, el olvido del individualismo que tanto abunda hoy día.

Así, obedecer supone dejar a un lado, las más de las veces, nuestras ideas y someterlas a las de alguien que tiene, sobre nosotros, una autoridad y legitimidad para ordenar actuaciones, comportamientos, procederes. 

Ahora, hemos de dar un paso más porque en el ámbito eclesial la obediencia juega un papel aún más importante porque, en algunas ocasiones, se deja de lado porque se sostienen posturas contrarias al Magisterio de la Santa Madre Iglesia. 

Obedecer, entonces, es amar. 

Remontándonos al Antiguo Testamento hay que temer a Dios y guardar sus mandamientos  “porque eso es el todo del hombre”  (Ecl 12,13). Por tanto, desde aquellas letras que las Sagradas Escrituras dejaron puestas para siempre queda bien sentado qué es lo que debe hacer quien se dice y siente hijo de Dios. 

Para confirmar esta idea, fundamental para el creyente, los Hechos de los Apóstoles dicen que  “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”  (Hch  5. 29). Y no dice que no obedezcamos a los hombres sino que, en todo caso, antes hay que obedecer a Dios. 

Por eso continuamente se recomienda la necesidad de obedecer a los superiores en atención a Dios (Ecl 3, 5 ss) y a la autoridad humana (Rm 3, 1; Ef 6,1; 1 P 2,13). Y es que la Santa Madre Iglesia, ella misma, se asienta en la misma obediencia:  “Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; y quien os rechaza a vosotros, a mí me rechaza”  (Lc 10, 16) porque “el que me ama guardará mi palabra. El que no me ama no guardará mis palabras”  (Jn 14, 23-29). 

Pero lo que más tenemos que tener en cuenta es que el primero de nosotros, Cristo, obedeció hasta la muerte, “y muerte en cruz” (Flp 2, 8) pues, como hemos dicho, la obediencia es, en esencia, amor y el mismo se manifiesta en la dejación de lo propio en beneficio, por decirlo así, de Quien, en definitiva, puede hacer lo que hace. 

Sin embargo, hay muchas personas que, dentro de la Iglesia católica, reniegan de lo que supone obedecer como conducta ordinaria del católico. Reniegan de la obediencia para defender sus tesis que siendo, muchas veces, contrarias a la fe que dicen defender, no pueden ser admitidas por quienes tienen legitimidad para discernir entre lo que está de acuerdo con lo católico y lo que se aparta de lo ortodoxo en tal sentido. Y eso porque en un tiempo como el que, ahora mismo, impera, donde el relativismo se adueña de todos los campos que puede, no es posible admitir cierto tipo de disidencias. 

Hace mucho tiempo ya lo entendió a la perfección aquel que se llamase Saulo y que, con su conversión, fue conocido como Pablo. Y lo dice en su Epístola a los Romanos y no es otra cosa que es necesaria la  “Obediencia en la fe”  (Rm 1,5) Cumpliendo, así, con tal obediencia, se puede llevar la fe a los que no la conocen o a los que, ¡ay!, la han perdido por entregarse al mundo.

Ciertamente que es posible discrepar con lo que no se está de acuerdo pero sin la debida obediencia cumplida con gozo es posible que muchas iniciativas que podamos tomar (más propias del egoísmo que de la comunión) terminen en nada y, sobre todo, no sembrando nada de nada la Palabra de Dios o, en todo caso y casi siempre, haciendo lo propio de la cizaña. 

Abundando sobre esto, en muchas ocasiones, aquellas personas (especialmente teólogos) que se lanzan a desobedecer la doctrina de la Iglesia católica acaban sembrando cizaña, como decimos arriba, entre las piedras vivas que constituyen el cuerpo de la misma. Y no parece que recuerden aquellas palabras de Jesús acerca de la piedra del molino que deberían colgarse los que escandalizaran a los pequeños en la fe (cf. Mc 9, 42). 

Desobedecer en la fe no es actuación que pueda ser recomendada por nadie dentro de la Iglesia católica aunque, esto también es cierto, muchos de los que incitan a la desobediencia en diversos sentidos hace mucho tiempo que son miembros de la Esposa de Cristo sólo de nombre. Y es que obedecer, muchas veces, no resulta fácil para quien es soberbio y no reconoce, humildemente, que no es nada ante Dios. 

Bien podemos decir, según vamos viendo, que amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Jesucristo dixit) viene a ser como la piedra de toque del católico. Es decir, no se puede entender un hijo de Dios que lo sea dentro de tal confesión (que, recordemos, es la verdadera porque así lo ha querido Dios) que no ponga, en primer lugar a Dios y, en segundo (por así decirlo, no por darle menos importancia que, en efecto, la tiene de menor entidad; no lo hacemos, claro, por menospreciar a nadie) a su prójimo (por muy pesado o insoportable que pueda ser el mismo -Dios nos pone algunas pruebas…-) 

¿Dicen ustedes que sí conocen a quien eso no haga?

En realidad, esto no es más que la constatación de una gran verdad y una gran ceguera: la primera acerca de lo que el ser humano es capaz de hacer a pesar de lo que quiera su Padre del Cielo que haga; la segunda acerca de lo que se puede llegar a ser sin querer ser lo que Dios quiere que sea.

Nos queda, de todas formas, el amor, como expresión verdadera de lo que ha de alcanzar  quien se dice hijo de Dios y milita en el seno de la Iglesia católica que, por universal, no puede dejar de anunciar, a través de sus fieles, que tiene un mensaje que transmitir y una doctrina que enseñar. 

El amor, en suma, no es más que la expresión que Dios nos ha dejado en nuestro corazón de su Misericordia y su santísima Voluntad. Por eso nosotros, que somos demasiadas veces díscolos en nuestras obligaciones, hacemos como si la cosa no fuera con nosotros. Vamos, que miramos pero no vemos y oímos pero no escuchamos. 

Pero, lo mejor de todo (y es que esto es más que bueno) es que Dios, a pesar de todo esto que apenas aquí apuntamos, nos sigue amando. Y así será siempre hasta que, de verdad, vivamos en Él, nos movamos en Él y, en suma, existamos en Él.

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Es cierto que nuestra alma pasa por sombras pero no es menos cierto que goza y que lo hace porque Dios quiere que lo haga.

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