Serie “Un día con siete mañanas. Sobre la Creación - 2 - Dios creó libremente (Actitud de Dios) y cuando quiso (Voluntad de Dios)

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“En el principio creó Dios los cielos y la tierra.”

(Génesis 1, 1)

  

Cuando decimos, porque lo creemos, que Dios creó el cielo y la tierra y repetimos aquello de que al séptimo día descansó, no queremos decir, o no deberíamos entender con eso, que el Creador descansó y, acto seguido, se olvidó de lo creado. Muy al contrario es lo que sucedió y sucede porque Quien todo lo creó todo lo cuida y guía y que, por decirlo pronto, el mundo está en sus manos; que el ser humano no es esclavo de Dios sino amigo e hijo suyo y que, cosa que sucedió con Jesucristo, llega a ser capaz de hacerse débil para salvarnos. 

Creó, pues, Dios. Y, como dice el Apocalipsis (4, 11) “Tú has creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado”. Por eso estamos en la seguridad de que lo que existe no es producto de la casualidad sino de la puesta en práctica de un diseño inteligente en manos de una mente algo más que inteligente. Y porque “Todo lo creaste con tu palabra” (Sb 9,1) confesamos nuestra fe en tal creación y nos sometemos a ella no sin olvidar que la entregó para que no la dilapidáramos sino para que cuidáramos de misma. 

En los relatos de la Creación (Gen 1,1-2; 2,4-25) podemos constatar que la voluntad de Dios tiene pleno sentido en la comprensión de que lo que crea lo hace, digamos, en beneficio de lo que consideró como muy bueno haberlo creado, su criatura, su semejanza e imagen o, lo que es lo mismo, el ser humano. Somos, por lo tanto, herederos desde que Dios nos crea pues hijos suyos somos y nos dota de alma espiritual, de razón y de voluntad libres. 

Creó, pues, Dios. Y lo hizo con el cielo y con la tierra o, lo que es lo mismo, con todo lo que existe y, yendo un poco más allá, con todas las criaturas corporales y espirituales. Por eso dice el Credo, en su versión de Nicea-Constantinopla, “de todo lo visible e invisible” y por eso mismo se nos concede la posibilidad, don de Dios, de tener presente en nuestra existencia a los seres espirituales que no son de carne como somos los mortales pero que aportan a nuestra existencia de creyentes una solidez insoslayable. 

El caso es que Dios, cuando llevó a cabo la Creación tuvo que pensar, lógicamente, en todos los detalles de la misma. Pero a Él le llevó el tiempo que le llevó. 

En realidad, el día en el que Dios creó lo visible y lo invisible fue uno propio. Queremos decir que el tiempo del hombre y el de Dios no son lo mismo, no duran lo mismo. Por eso la Santa Biblia nos recuerda algo que, para esto, en concreto, es muy importante:

 

“Porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche (Salmo 89, 4).

 

“Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, ‘mil años, como un día.’”  (2 Pe 3, 8).

 

Sabemos, por tanto, que si para Dios ha pasado un día, para el hombre han pasado 1000 años. Así, podemos sostener que la Creación de Dios ocupó, en tiempo humano, unos 6000 años mientras que para Dios apenas habían pasado 6 días. Aunque esto, claro, sólo lo sabremos cuando, si Dios quiere y ponemos de nuestra parte, estemos en el Ciel. 

De todas formas, la Creación, obra portentosa de Quien tiene todo el poder, nos ayuda a comprender lo que significa que para Dios nada hay imposible (como le dijo el Ángel Gabriel a la Virgen María en el episodio de la Anunciación y refiriéndose a su prima Isabel –véase Lc 1, 26-38-) y que aquello, la Creación misma, fue el mejor regalo que un Padre podía hacer a quienes serían sus hijos creados, también, por Él. 

Y todo eso pasó y sucedió en un día que, por cosas de Dios, tuvo siete mañanas.


2 - Dios creó libremente (Actitud de Dios) y cuando quiso (Voluntad de Dios)

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Yo, Yahveh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas. Yo, Yahveh, ese es mi nombre, mi gloria a otro no cedo, ni mi prez a los ídolos. Lo de antes ya ha llegado, y anuncio cosas nuevas; antes que se produzcan os las hago saber.”   (Is 42, 6-9)

 

Estamos de acuerdo, según lo dicho hasta ahora, que Dios creó de la nada y que lo que ahora existe no existía antes de ser creado. Pues bien, dos realidades más hemos de tener en cuenta porque tienen mucho que ver con la misma Creación pero, sobre todo, con lo que Dios podía hacer. 

De acuerdo a la naturaleza de Dios, el Todopoderoso sólo puede escoger (de necesitar hacerlo) lo bueno entre lo bueno y lo malo. Y es que el Creador, que no hace nada bajo el influjo del Mal, sólo puede hacerse cargo de lo que es gozoso y nada que haya salido de sus manos y de su corazón puede caracterizarse por estar mal hecho o con finalidad oscura. 

Por eso decimos que Dios creó libremente y que lo hizo cuando quiso. Así, tanto la Actitud del Todopoderoso como su santa Voluntad tienen todo que ver con el fin buscado que, aunque del mismo hablemos más abajo y cuando corresponda, no por eso vamos a dejar de decir que sólo podía ser, y fue, santo e irreprochable. 

En el texto con el que hemos encabezado este capítulo, el profeta Isaías nos muestra tanto el poder de Dios como la libertad que tiene el Creador para ejercerlo. Así, vemos que a Quien ha escogido para ser su Enviado le otorga una serie de bienes espirituales que puede hacer posibles en bien del prójimo; también, por ejemplo, conoce lo que va a producirse antes de que se produzca porque su libertad le permite hacerlo. 

 

Nadie influye en Dios

 

En cuanto al primero de los aspectos, a saber, la Actitud de Dios, el hecho de crear libremente, no podemos negar que a Dios nadie había antes de la Creación que pudiera inspirar hacerla. Queremos decir con esto que, en cuanto a Creador, no pudo haber quien ejerciera algún tipo de influencia sobre el Todopoderoso. 

Sostenemos, por tanto, que Dios creó solo aunque no sin desdeñar, porque no podemos según nuestra fe católica, la presencia tanto del Hijo, la Palabra, como del Espíritu Santo o lo que es lo mismo, estamos de acuerdo con que la Santísima Trinidad era la que creó lo creado. 

El caso es que tanto de una realidad como de otra hay huellas claras en la Biblia:

 

-De la presencia del Hijo, la Palabra: 

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.” (Jn 1, 1-3). 

-De la presencia del Espíritu Santo:

 

“La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.” (Gn 1, 2).

 

Así, tanto la Palabra, el Verbo, como el Espíritu, ruaj Elohim, presenciaron, estuvieron presentes, durante el tiempo (de Dios y del hombre, distintos entre sí en cuanto a duración como ya hemos dicho arriba) que duró la Creación de todo lo visible e invisible. 

El caso es que si alguien pudiera haber influenciado en Dios bien a la hora de decidir crear como el sentido de tal creación, resultaría evidente que antes que Él había habido tal “alguien”. Sin embargo, aunque no lo podemos demostrar, como se puede demostrar, por ejemplo, la existencia del agua, sí podemos estar de acuerdo en que Dios creó libremente, sin influencia alguna, porque era totalmente consciente e inteligente y por tener pleno conocimiento de lo que hacía y de su libertad para hacerlo. Él es la causa primera y todas las demás son, en todo caso, subsiguientes.

 

La santa voluntad de Dios de crear

 

“No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas.” (St 1, 16-18)

 

Estos pocos versículos de la Epístola de Santiago a las doce tribus de la Dispersión, hacen mención expresa a la voluntad de Dios. También, claro, a lo que suponía tal voluntad, lo que quería para sus hijos los hombres. 

Dios, al crear, manifestó su voluntad infinita. Y creó, basándose en la misma, sin mancha alguna o error alguno.

  este respecto, la expresión de la voluntad de Dios nos la muestra en este pequeño texto de su libro “Luz en la noche. El misterio de la fe dado en sabiduría amorosa”, la Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia, fundadora de La Obra de la Iglesia:

 

“Por lo que Dios, que no necesita de nada ni de nadie para ser cuanto es, sido y poseído, disfrutado y saboreado en su acto inmutable de sabiduría amorosa, bajo las lumbreras consustanciales de sus infinitas pupilas; en manifestación amorosa de su voluntad y por el esplendor y para el esplendor de su gloria, en la magnificencia de su infinito poder, mira hacia fuera en voluntad creadora y hace que existan seres que por Él son; lo cual exige correspondencia, en retornación reverente y amorosa, de la criatura racional al Creador; siendo ella también voz en explicación y en retornación de respuesta de toda la creación inanimada”.

 

Algo que destaca la Madre Trinidad es la respuesta tanto del ser humano como, en general, de la Creación toda. Y es que se exige, tanto del primero como de la segunda, una respuesta, lo que llama ella, una “retornación”. 

En realidad, la voluntad de crear de parte de Dios y hacerlo como lo hizo, ha de tener consecuencias, en cuanto al agradecimiento, de los beneficiados por la Creación. Así, el respeto a tan santa Voluntad, que hizo porque quiso hacer y así se manifestó en todo bien creado, es lo primero que se espera por parte del hombre. 

El ser humano, creado por Dios al final de su Magna Obra, ha de “someterse” voluntariamente a la voluntad de Dios. Y eso, al respecto de la Creación, ha de suponer que no puede malbaratar aquello que se le ha entregado: ni su propio cuerpo y su propia alma (la persona, en suma) ni aquello que ha creado el Todopoderoso para que el hombre goce de la misma. Por eso, el ser humano, ha de cumplir con aquello que dice el propio Génesis (1, 27-30):

 

“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.’       Dijo Dios: ‘Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento. Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento.’”

 

Todo, pues, en la Creación, está dispuesto para que el hombre, digamos, haga uso de ello y es la voluntad de Dios que así sea. Crea no por crear, sin sentido alguno sino, como fácilmente puede comprobarse en el propio devenir de la creación (hombre y demás criaturas creadas; visibles e invisibles realidades), con un querer que sea su semejanza quien pueda gozar con todo lo creado.

 

La voluntad, por tanto, del Todopoderoso, es hacer que, de la nada, nazca aquello que quiso que naciera. Y aquella, qué quería Dios, es lo que ha sido y lo que fue. De aquí que en el Eclesiástico (42, 15) se diga, al respecto del Creador:

 

“Voy a evocar las obras del Señor, lo que tengo visto contaré. Por las palabras del Señor fueron hechas sus obras, y la creación está sometida a su voluntad.”

 

“Sometida”. El texto del Eclesiástico no dice algo así como, por ejemplo, la creación tiene “libre albedrío” aunque lo tenga sino, que el mismo ha de determinarse a cumplir la voluntad de Quien la ha creado. 

O en el Apocalipsis (4, 11) se dice, también, refiriéndose a la voluntad de Dios a la hora de crear:

 

“Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía y fue creado.”

                              

“No existía y fue creado”. Con estas palabras, el texto del último libro de la Biblia nos dice mucho acerca de lo aquí tratado: ni existía lo creado y lo creó Dios, simplemente, porque tal fue su disposición, su predisposición, su propósito.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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