Serie el sufrimiento – 5- La fe y el sufrimiento

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El tema del sufrimiento tiene mucho que ver con nuestra vida de hombres, de seres creados por una voluntad santa cuyo dueño es Dios mismo, Creador y Todopoderoso. 

Todos sufrimos. Queremos decir que en determinados momentos de nuestra vida somos visitados por alguien a quien no quisiéramos recibir pero que se presenta y no hay forma humana de deshacerse de él. Está presente y no podemos negar que muchas veces se hacer notar y de qué manera. 

El caso es que para el ser humano común el dolor es expresión de un mal momento. Así, cuando una persona se ve sometida por los influjos de la enfermedad no parece que pase por el mejor momento de su vida. Lo físico, en el hombre, es componente esencial de su existencia. 

Pero hay muchas formas de ver la enfermedad y de enfrentarse a ella. No todo es decaimiento y pensamiento negativo al respecto del momento por el que se está pasando. Y así lo han entendido muchos creyentes que han sabido obtener, para su vida, lo que parecía imposible. 

Dice San Josemaría, en el número 208 de “Camino”, “Bendito sea el dolor. —Amado sea el dolor. —Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor!” porque entiende que no es sólo fuente de perjuicio físico sino que el mismo puede ser causa de santificación del hijo de Dios. 

Por eso en “Surco” dice el santo de lo ordinario algo que es muy importante: 

“Al pensar en todo lo de tu vida que se quedará sin valor, por no haberlo ofrecido a Dios, deberías sentirte avaro: ansioso de recogerlo todo, también de no desaprovechar ningún dolor. —Porque, si el dolor acompaña a la criatura, ¿qué es sino necedad el desperdiciarlo?”

Por lo tanto, no vale la pena deshacerse en maledicencias contra lo que padecemos. Espiritualmente, el dolor puede ser fuente de provecho para nuestra alma y para nuestro corazón; el sufrimiento, una forma de tener el alma más limpia. 

En el sentido aquí expuesto abunda el emérito Papa Benedicto XVI cuando, en una ocasión, en el momento del rezo del Ángelus, dijo que

 

“Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento que restaura, en el cual experimentar la atención de los otros y ¡prestar atención a los otros! Sin embargo, esta será siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil.”

 

Sin embargo, en determinados momentos y enfermedades, el hecho mismo de salir bien parado de la misma no es cosa fácil y se nos pone a prueba para algo más que para soportar lo que nos está pasando. 

Entonces,

“Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura apropiada –la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos agradecidos–, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36). Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios.”

Fe en Dios. Recomienda el Papa Alemán que no olvidemos lo único que nos puede sustentar en los momentos difíciles de nuestra vida y, siendo la enfermedad uno de los más destacados, no podemos dejar de lado lo que nos une con nuestro Creador. 

En realidad, lo que nos viene muy bien a la hora de poder soportar con gozo el dolor es el hecho de que nos sirva para comprender que somos muy limitados y que, en cuanto a la naturaleza, con poco nos venimos abajo físicamente. Nuestra perfección corporal (creación de la inteligencia superior de Dios) tiene, también, sus límites que no debemos olvidar. 

Pero también el dolor puede servirnos para humanizarnos y alcanzar un grado de solidaridad social que antes no teníamos. Así, ver la situación en la que nos encontramos puede resultar crucial para, por ejemplo, pedir en oración por el resto de personas enfermas que en el mundo padecen diversos males físicos o espirituales. 

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Es bien cierto que la humanidad sufre y que, cada uno de nosotros, en determinados momentos, vamos a pasar por enfermedades o simples dolores que es posible disminuyan nuestra capacidad material. Sin embargo, no deberíamos dejar pasar la oportunidad que se nos brinda para, en primer lugar, revisar nuestra vida por si acaso actuamos llevados por nuestro egoísmo y, en segundo lugar, tener en cuenta a los que también sufren. 

Y si, acaso, no comprendemos lo que aquí se quiere decir, bastará con conocer al Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, como para darnos cuenta de lo que en verdad hacemos negando, si así lo hacemos: el bien que podemos hacernos al gozar del dolor o hacer, del mismo, algo gozoso. 

Sufrimos: sí. ¿Podemos cambiar el negativo peso de espada de Damocles sobre nuestra vida que tiene el sufrimiento por liberación del alma?: también podemos responder a esto afirmativamente. Pero no podemos negar, ni queremos, que no es cosa fácil y que es más que probable que nos dejemos ir por el camino con una carga muy pesada. De todas formas, es seguro que podemos caminar mucho mejor sabiendo que tal carga la comparte con nosotros nuestro hermano Jesucristo. No miraremos, así, para otro lado y afrontaremos las circunstancias según las afrontaba el Mesías: de cara para no darles nunca la espalda. 

5 - La fe y el sufrimiento

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Ya hemos dicho en un artículo anterior que la fe tiene mucho que ver con el sufrimiento aceptado en el corazón del creyente católico. Veamos a qué es debida tal realidad espiritual. 

Espiritualmente hablando, el sufrimiento viene a ser como aquella reacción que se tiene al dolor. Por eso resulta muy importante tenerlo en cuenta porque según sea nuestra fe (tibia o arraigada en nuestro corazón) reaccionaremos de una u otra forma ante esa forma tan especial de afección sobre nuestro espíritu y nuestra alma

Es más que cierto que no ha de sufrir de la misma manera una persona que no tenga fe que una que lo tenga. Y en este sentido tampoco sufrirá lo mismo quien, teniendo fe, la tiene tibia y quien, teniéndola, es una parte muy importante de su vida y hasta tal punto lo es que daría hasta la vida por ella. 

No, sin duda alguna, quien sufre, quien ha pasado del escalón del simple dolor a una personalización íntima del mismo que se manifiesta en el sufrimiento, no puede entender, por sí mismo y acerca del mismo, que es intrínsecamente malo sufrir. Por eso hay hermanos nuestros en la fe (a los que hemos hecho referencia arriba) que se dieron cuenta del detalle que diferencia a los que, sufriendo, parece que abominan de Dios y los que, pasando por igual o similar situación, agradecen al Padre que su situación haya sido la que ha sido. 

Así, por ejemplo, cuando San Manuel González, el santo del Sagrario abandonado, sentía inminente su muerte aprovechó para ser agradecido. ¡Sí!, en aquel momento dijo estas palabras: 

“Corazón de Jesús, gracias te doy por tantos dolores como me das; gracias por lo que me has hecho sufrir. Bendito seas por todo y porque ahora quieres que me vaya. Tuyo soy, haz conmigo lo que quieras. Si quieres que muere, bendito seas. Y, si no quieres que muera, bendito seas. Si quieres curarme, bendito seas; y si no, ¡lo que tú quieras! ¡Ea, vamos!”

 

Y cuatro días después, un 4 de enero del año de Nuestro Señor de 1940 fue llamado por Dios a su presencia. 

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Nadie puede negar que San Manuel González era de fe profunda y arraigada en su corazón. Y es que sólo así se puede entender que, después de una vida de grandes sufrimientos y gozos parejos supiera cómo actuar en un momento tan delicado como el de devolver la vida a Quien se había dado y presentarse ante su santo tribunal. 

Vemos, por tanto, que la fe nos ayuda mucho a situarnos ante la muerte de una forma muy especial. En casos más normales de lo que podamos creer, muestra que somos capaces de una heroicidad espiritual de notable importancia: morir siendo conscientes, incluso entonces, de que no somos nada y de que todo se lo debemos a Dios a quien, no por casualidad, queremos volver: salimos de sus manos y a su corazón queremos retornar. 

La fe, para el propósito aquí tratado, es un buen instrumento espiritual. Y es que sin ella nos faltaría el aliado mejor que podemos tener y que nunca nos abandona: Dios mismo. 

En efecto, quien cree, quien tiene confianza en Dios y sabe que lo espera para estar siempre con él, no duda nunca cuando sufre. Es decir, cuando sufre, sin duda, lo pasa mal (ningún sufrimiento puede ser agradable; gozoso, sí, pero agradable, no puede ser pues estaríamos hablando de no poco masoquismo y aquí hablamos de quienes no actúan como suicidas sino como fieles hijos de Dios) pero no por eso va a renunciar a una creencia. Ella ha sostenido, en lo bueno, su vida espiritual y ahora, en lo malo material o inmaterial no puede actuar de forma relativista y mirar para otro lado como si no creyese en Quien puede consolarlo (María), en Quien puede echarle una mano con su ejemplo (Jesucristo) y quien, en definitiva, puede privarle del sufrimiento (Dios mismo). 

No podemos olvidar que la palabra “sufrimiento” tiene un ascendiente latino que es “suffere” que quiere decir “sostener”. Por eso el sufrimiento supone un sostenimiento de nuestra alma mediante el debido uso de nuestra fe. Creemos y, por tanto, somos conscientes de que eso supone mucho más que decir “Señor, Señor” pues, como dijo Cristo, eso (decirlo) no es suficiente para entrar en el Reino de los Cielos. Ahora bien, sí lo es si, ante el sufrimiento decimos “Señor, Señor” y, acto seguido, implicamos todas nuestras potencias espirituales (dones y gracias que Dios nos ha entregado) en menoscabar en nosotros la tentación de sucumbir ante el dolor y su expresión espiritual el sufrimiento. 

Hablamos, por tanto, de fe. Y sabemos, por eso, que es como aquello en lo que estamos de acuerdo pero, sin embargo, ni podemos tocar ni podemos hacer uso de ella de forma torticera, equivocada, errada. 

Queremos decir que, como dijo Cristo, son bienaventurados quienes creen sin haber visto. Por eso nosotros, discípulos de un tal Maestro, estamos de acuerdo en que los principios que sostienen nuestra fe católica son más que suficientes como para evitarnos el mal trago de esconder debajo de cualquier celemín lo único que, en el sufrimiento, nos puede echar una mano (grande) para obtener buen fruto del mismo. 

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Ya hemos dicho arriba que, en cuanto al fruto, del sufrimiento muchos podemos obtener, gozar y acumular como tesoros para la vida eterna. Y es que nuestra fe, en esto, en la vida más allá de la vida terrena que llevamos, tiene mucho que decir. 

En realidad, como ya hemos dicho antes, si hay algo que necesita de la fe, de mucha fe, es el sufrimiento. Y es que la puerta que nos lleva al Cielo no es que tenga amplias columnas y dinteles inacabables. No. En realidad, es todo lo contrario. Por eso, en palabras del Hijo de Dios, nuestro esfuerzo de filiación divina, de fe, ha de estar centrado en buscar la forma de abocarnos a la estrechez de lo que supone no sucumbir ante lo que nos haría perder la entrada de una puerta tan estrecha pero que, tras ella, tanta anchura de Dios guarda y tantos bienestares vigila. 

El sufrimiento, claro, es cruz. Es decir, la cruz que llevamos nos hace sufrir porque nadie podría decir que la suya le hace gozar, aunque pueda haber gozo en ella. 

Esto, seguramente, requiere una explicación algo más extensa porque es cosa bien misteriosa y tiene que ver con nuestra propia fe. 

Gozar, pero no gozar. Con esto queremos decir que el sufrimiento, que a nadie puede gustar, llevado como lo ha de llevar un hijo de Dios consciente de que lo es, es fuente de donde mana bienestar espiritual. Y no se trata, esto o hablar así, de nada que tenga que ver con malas interpretaciones o voluntaristas de un momento de sufrimiento. No. Se trata, al contrario, de saber interpretar la intención que tiene, en nosotros, el momento del que nada puede esperar quien nada espera de Dios y de quien tanto espera al esperar mucho del Todopoderoso. 

A este respecto de la fe en cuanto instrumento gozosoSan Juan Pablo II, en el documento ya citado arriba Salvifici doloris (20-21) nos dice esto que sigue:

“La participación misma en los padecimientos de Cristo halla en estas expresiones apostólicas casi una doble dimensión. Si un hombre se hace partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto acontece porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre porque Él mismo en su sufrimiento redentor se ha hecho en cierto sentido partícipe de todos los sufrimientos humanos. El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado. 

Este descubrimiento dictó a san Pablo palabras particularmente fuertes en la carta a los Gálatas: ‘Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí’. La fe permite al autor de estas palabras conocer el amor que condujo a Cristo a la cruz. Y si amó de este modo, sufriendo y muriendo, entonces por su padecimiento y su muerte vive en aquél al que amó así, vive en el hombre: en Pablo. Y viviendo en él –a medida que Pablo, consciente de ello mediante la fe, responde con el amor a su amor –Cristo se une asimismo de modo especial al hombre, a Pablo, mediante la cruz. Esta unión ha sugerido a Pablo, en la misma carta a los Gálatas, palabras no menos fuertes: ‘Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo’. 

21. La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión de Cristo son a la vez testigos de su resurrección. Escribe San Pablo: ‘Para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos’”.

 

Es bien cierto que Jesucristo no tuvo fe porque, en realidad, no le hacía falta. Él era Dios hecho hombre y, por eso mismo, no le había falta la confianza, por decirlo así, en Él mismo en el sentido en el que otro ser humano la tiene en Dios que lo ha creado. Sin embargo, el hombre, como decimos creación de Dios a su imagen y semejanza, sabe que colabora, en cierto y exacto sentido, en la redención de la humanidad con su sufrimiento. Pero no con uno que lo sea asqueante o como por olvidar sino, justamente, al contrario: digno de ser llamado propio de quien sabe que, en efecto, colabora en el bien general de la humanidad cuando ofrece su sufrimiento a sabiendas de ser escuchado por Dios. 

De todas formas, nuestra glorificación depende, en gran medida, de un sufrimiento bien entendido como muy bien nos dice San Pedro en este texto (I Pedro 4, 15-16) donde nos manifiesta hasta qué punto es importante saber sufrir: 

“Que ninguno de vosotros tenga que sufrir ni por criminal ni por ladrón ni por malhechor ni por entrometido: pero si es por cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar este nombre.”

Y es que el sufrimiento, llevado al extremo de dar la vida por Cristo, es un verdadero timbre de honor y, además, propio de quien sabe lo que, en su vida, vale la pena acometer porque tiene una fe que lo sostiene. 

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 

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