Serie “De Jerusalén al Gólgota” – IX- Juan y las Santas Mujeres

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

IX - Juan y las Santas Mujeres

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No podemos negar que entre los discípulos que Jesús escogió como apóstoles había algunos que tenían una relación más directa con el Maestro.

Así, por ejemplo, todos sabían que Cefas, al que Jesús llamó Pedro, era el primero entre ellos. Y lo era porque lo había escogido así Aquel que a todos los había escogido. Y, aunque luego lo negara tres veces en la terrible noche del magnicidio que cambió al mundo, lo bien cierto es que a Pedro todos tenían en una consideración muy alta.

Seguramente por eso lo escogió en dos ocasiones muy conocidas: aquella en la que se transfiguró en el monte y, luego, para acompañarlo a Getsemaní. Aunque, como sabemos, no iba solo.

No. Lo acompañaban otros dos discípulos. Eran hermanos e hijos del pescador Zebedeo: Santiago y Juan.

Pero incluso de entre estos tres discípulos más allegados a Jesús, había uno que, a lo mejor por su juventud, tenía más sintonía con el Hijo de Dios.

Arriba lo hemos situado en una escena tan terrible como sería aquella en la que fue corriendo a informar a la Madre de que habían detenido a su hijo. Y es que Juan, el llamado discípulo amado, era mucho para Jesús.

Juan había sido discípulo de otro Juan. Era primo del Hijo de Dios y bautizaba en el río Jordán. Dejó de serlo cuando, en una ocasión, dijera el Bautista que aquel, refiriéndose a Jesús, era el Cordero de Dios. Fueron a preguntarle dónde vivía y, desde entonces, nunca se alejó de su lado.

Pues bien, aquel hombre joven que sería, no por casualidad, el último en morir de los apóstoles de Jesús, no iba a abandonar a su Maestro en las circunstancias aquellas en las que estaba y se encontraba. Ni lo pensaba ni, lo que es mejor, tenía miedo.

No. Aquel joven era el más valiente de los apóstoles de Jesús. Y es que otros, de bastante más edad que él, en cuanto vieron el panorama que se le presentaba a Cristo, huyeron a esconderse. Y no lo hicieron tan sólo para no ver aquello sino porque conocían perfectamente a los de su fe y sabían que, de haberlos reconocido, habrían recorrido el mismo camino que Jesús estaba recorriendo o, sin más, los hubieran matado allí mismo. Y es que eso es lo que estuvo a punto de pasar con el mismísimo Pedro en el patio mientras seguía a Jesús en su camino de Pasión.

Pues bien, Juan, en cuanto supo que habían detenido a Jesús fue corriendo, como hemos dicho, a informar a María. Ella estaba con otra María, la Magdalena y ya podemos imaginar lo que pasó por el corazón de Madre, como así la llamaban a María la de Nazaret.

Sin dudarlo siquiera, Juan quiso que las mujeres lo acompañaran al lugar donde habían detenido a Jesús. Ya era de noche pero no por eso iban a dejar de acudir a donde estaba el hijo.

Las calles, a pesar de la hora, estaban bastante llenas. Se acercaba la Pascua y muchos habían venido de los más diversos lugares. Pero ellos, conociendo bien la ciudad, no tardaron mucho en llegar al Pretorio donde Jesús estaba detenido. Y allí esperaron toda la noche ora calentándose en las hogueras que se habían preparado ora pidiendo a Dios que nada pasara a su hijo.

Pero las cosas estaban más que decididas. Por eso cuando muy pronto en la mañana siguiente volvieron a sacar a Jesús de donde lo habían escondido nadie dudaba lo más mínimo acerca de lo que se le venía encima.

Todo estaba, como decimos y pasó, más que decidido y, aunque Pilato trató de exculpar a Jesús y dejarlo libre, se vio obligado a entregarlo a sus perseguidores que lo único que querían era, simplemente, matarlo.

Juan sabía que yendo por viejas callejuelas podrían alcanzar aquel cortejo de muerte. Cuando alcanzaron aquel pasadizo, la Madre no quiso seguir adelante. Y Juan no hacía más que insistir en que aquella era la única ocasión en la que podría encontrarse con Jesús antes de llegar a su destino.

A María le vinieron a la mente ciertos momentos de la vida con Jesús. Y en muchos de ellos estaba presente Juan. Allí donde lo mejor le había pasado a su hijo estaba aquel joven. Nunca lo había abandonado desde que lo conoció y ahora estaba allí, ayudándole cuanto podía.

Ahora, sin embargo, era un momento de los difíciles. Si no pudieron hacer nada cuando juzgaron a Jesús menos aun ahora que era llevado al Gólgota. Tan sólo le permitirían, si acaso, acercarse algo al Maestro. Y es lo que hizo aprovechando el tumulto que acompañaba a Jesús.

Apenas pudo verlo, de cerca, unos segundos. Aquellos soldados eran unos celosos cumplidores de la misión que les habían asignado y no iban a permitir más acercamientos. Ahora, sin embargo, había podido tocar el rostro ensangrentado de Jesús y había besado aquellas manos heridas.

Pero pronto llegaron al monte Calvario. Allí todo está casi preparado. La subida de los últimos metros fue terrible para Jesús. Sólo el consuelo de ver que Simón le ayudaba hizo posible que María no se derrumbara allí mismo.

Juan, por su parte, no dejó en ningún momento ni a María ni a las otras mujeres que le acompañaban. Y es que con aquel joven pero valiente discípulo habían ido hasta allí, además de la Madre, la hermana de María. También se llamaba como ella y era esposa de Cleofás. Y con ellas iba María de Magdala, por quien tanto había hecho Jesús.

Todos ellos habían llevado una vida plena junto a Jesús. No lo habían abandonado desde que inició su ministerio público, cuando volvió del desierto tras ser bautizado por Juan. Ahora, por supuesto, no lo iban a dejar solo. En realidad, formaban parte de la misma familia y eso debía demostrarse ahora cuando peor lo estaba pasando el hijo de María y de José.

Juan

Siendo aun más joven Juan había sido discípulo de otro Juan, el Bautista. Y junto a otro que sería apóstol de Jesús, Andrés, quisieron conocer donde vivía el Maestro y eso le preguntaron. Desde entonces había sido su más amado seguidor y todos, entre los considerados sus apóstoles, lo sabían perfectamente.

Por eso siempre que alguno de sus discípulos más allegados quería preguntar algo a Jesús hacían uso de esa relación tan cercana. Eso era lo que había hecho Pedro durante la Última Cena cuando, al decir Jesús que alguno lo iba a traicionar, le hiciera señas a Juan (estaba junto al Maestro) para que le preguntara acerca de quién era el traidor.

Y es que Juan estaba más que cerca de Jesucristo.

También había mantenido una relación muy cercana con María. Había sido él quien empezó a llamarla “Madre” cuando se dio cuenta de que María era algo más que una simple mujer.

Y es que Juan había sido, seguramente, el discípulo que mejor había comprendido y entendido a Jesús.

Las santas mujeres

Desde el principio de la predicación de Jesús se rodeó el Maestro de un grupo de mujeres que lo asistieron con sus bienes. Le ayudaban cuanto podían y le acompañaban a todas partes. Y es que le habían creído desde el primer momento y también habían dejado mucho para seguirlo.

Aquellas mujeres, otra María hermana de la Madre y otra más, la Magdalena, habían decidido acompañar a María, la Madre de Jesús. Por eso iban con ella por las calles de Jerusalén y soportaron aquel su propio calvario hasta el mismo monte de la Calavera. Y allí estaban presentes cuando clavaron a Jesús a los maderos y lo subieron hacia el cielo.

Ellas supieron apaciguar a la Madre ante aquello que estaba viviendo en su propia carne porque una espada estaba atravesándole el corazón como ella misma bien sabía que pasaría desde hacía mucho tiempo.

Las santas mujeres, con su fortaleza moral, supieron convertirse en verdaderos ejemplos de comportamiento ante lo imposible de evitar pero de lo que puede obtenerse fruto espiritual. Y ellas, allí mismo, confirmaron que no es imposible seguir a Cristo si se es capaz de llevar su propia cruz.

 

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

¡Menos mal que todos no me han abandonado! Bueno… tampoco me extraña nada que haya pasado lo que ha pasado. Al fin y al cabo, al creerme ya muerto en cuanto me detuvieron en Getsemaní lo único que quisieron es preservar su propia vida. Y, en cierta forma, me alegro de eso porque, de no ser así, a lo mejor, no tendría testigos de mi predicación y el Reino de Dios no se extendería por toda la tierra. De todas formas, es bien cierto que no todos me han abandonado sino que algunos de ellos han ido tras de mí sin perderse nada de lo que me ha pasado.

Tampoco es que sean muchos pero sí son mucho. Y lo son porque mi Madre (“Madre”, como la llama Juan) ha sido capaz de soportar todo eso gracias a las dos Marías: la esposa de Cleofás y a mi gran amiga, Magdalena, por quien tanto dice ella que hice en un tiempo no muy lejano.

Les agradezco esto. Y es que, aunque comprendo perfectamente la huida de los demás, no por eso me hubiera gustado que nadie me acompañara. Gracias a Simón, es cierto, estoy llegando vivo al monte Calvario porque de no haber sido por él hace rato que estaría en la Casa de Dios. Pero entonces, precisamente entonces, no se habría cumplido todo como dicen los Santas Escrituras del pueblo elegido por mi Padre.

Está bien que sea así. Mi Madre y las otras dos Marías, junto a Juan (el amado Juan, Boanerges de trueno pero de dulce corazón) parece que van a ser capaces de acompañarme sin miedo alguno. En realidad, como creen que ya me han perdido, a lo mejor piensan que sus vidas no valen nada. Y en eso están muy equivocados porque sus existencias son de un valor incalculable porque van a ser verdaderos (y únicos) testigos de entre los nuestros de lo que allí arriba va a pasar. A ellos preguntarán las generaciones futuras y ellos serán una garantía de fe y de continuidad de mi predicación en el mundo.

En cierta manera me gusta estar aquí con ellos. Sé que me acompañan con gozo (a pesar del dolor que deben estar soportando… sobre todo mi Madre) porque me quieren y por eso no se han ido ya hace rato. Es más, sé que un día gozarán incluso con esto. Ahora, claro está, lo están pasando más que mal pero todo pasará, todo pasará…

De nosotros mismos a Cristo

Hermano Jesucristo. Nosotros no queremos ser como aquellos discípulos tuyos que se escondieron. Es cierto que lo hicieron por miedo y, más que nada, porque conocían a los suyos y no se hubieran parado en nada para matarlos en caso de haberlos descubierto.

Sin embargo, ellos no vieron tus últimos momentos y por eso no queremos imitarlos. Perdónanos, pues, cada vez que nos escondamos para no dar testimonio de Ti y de tu Reino; cada vez que parezca que nos hemos quedado mudos y que no somos hermanos tuyos; cada vez que miremos para otro lado cuando ofendan a tu Santa Iglesia católica.

Hermano Jesucristo. Queremos ser como aquel discípulo tuyo, Juan, que no quiso esconderse; como aquellas santas mujeres que tuvieron coraje y fueron valientes como para seguirte en tu camino hacia la muerte. Y ser, así, testigos de la vida de Dios en la tierra con el nombre de Jesucristo, Salvador nuestro.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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1 comentario

  
O.K
De dónde sacó tantos cuentos al menos lea María Valtorta.

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EFG

No sé a qué se refiere usted. No creo que sostenga alguna teoría extraña o algo por el estilo. Si la hay... por favor, dígame cuál.
30/09/16 11:37 AM

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