Serie “De Jerusalén al Gólgota” – VII. María

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

VII. María

No resulta difícil imaginar la escena.

Podemos ver a Juan, el apóstol más joven de Jesús, entrando raudo donde estuviera María, la Madre del Maestro, con María de Magdala. Llega corriendo y les dice que acababan de apresar a Jesús en Getsemaní. Y lo sabía porque había salido huyendo de la hueste que se lo llevó a la ciudad santa.

Luego sucedió lo que tenía que suceder: María, la Madre, y la Magdalena, junto a Juan y, a lo mejor, alguna que otra persona más allegada a Jesús, contemplarían todo el espectáculo que habían preparado para acusar a su hijo de todo lo que les viniera en gana. Todo era manifiestamente ilegal pero ¿qué podían hacer ellos sino ver y callar?

Y luego… la noche de espera hasta que llevaron a Jesús, de nuevo, ante Pilato. Ver como aquel hombre, el invasor romano, que había querido liberar a Jesús porque se daba cuenta de su inocencia y de la envidia de sus captores, acaba entregándolo a las manos de sus matarifes fue mucho más de lo que una madre podía soportar. Tan sólo se sintió algo aliviada cuando la esposa de Pilato, Claudia Prócula, le entregó un lienzo con el que María, después de la flagelación, limpió la sangre derramada por su hijo en aquel enlosado maldito.

Pero aquella mujer había estado guardando muchas cosas en su corazón.

Lo primero que guardó fueron las palabras del anciano Simeón cuando acudieron al Templo a presentar al niño recién nacido. Eran palabras, algunas de ellas, dulces de escuchar pero las había terribles como aquello de que una espada le iba a atravesar el corazón.

También guardó en su corazón aquello que le dijera Jesús cuando, en su decimosegundo cumpleaños lo llevaron al Templo (como era la costumbre) y, sin darse cuenta ni ella ni José, su esposo, lo dejaron allí. Bueno, eso lo supieron luego cuando, con mucho temor de lo que pudiera haberle pasado, lo encontraron hablando con los sabios doctores y le dijo que debía encargarse de las cosas de su Padre…

María, por eso, tenía mucho que gozar al respecto de su primogénito y único hijo. Pero también tenía mucho que temer como aquello de la espada que le iba atravesar el corazón y que, intuía, estaba a punto cumplirse. Y es que acababan de condenar a muerte a su hijo y, sin duda alguna, aquella espada iba a cumplir con lo dicho muchos años antes.

Estaba cansada. No había podido dormir en toda la noche porque había algo más importante para ella que descansar: poder consolar (¿Cómo hacerlo?) a su hijo que estaba detenido en el Pretorio a la espera de lo que pudiera pasar.

Y pasó.

Cuando, en definitiva, aquel hombre se lavó las manos para quitar la culpa de ellas, todo estaba más que claro. A Jesús lo entregaron a sus captores y le pusieron una cruz sobre su hombro. Y, además, lo acompañaban, en aquel suplicio, dos hombres a los que también habían condenado a muerte en la cruz. ¡Su hijo con el mismo destino que dos ladrones!

María a duras penas se tenía de pie. De no haber sido por la Magdalena, por su hermana María, la de Cleofás y por Juan, el más valiente de los apóstoles de Jesús, habría caído allí mismo desplomada. Pero continuó tras aquel cortejo de muerte, viendo cada cosa que pasaba y cada caída de su hijo Jesús.

Hay un momento en el que María se encuentra con Jesús. La Madre, transida de dolor al ver a su hijo amado en aquella terrible e injusta situación, le habla en silencio. ¡Sí!, le habla sin pronunciar palabra alguna. Hablan sus corazones que están llenos de amor y de paz aunque difícil sea la situación por la que ambos pasen:

-Hijo mío, mi corazón amado. ¡Cuánto dolor siento al saber el destino que te tienen preparado! ¡Con cuanto llanto estoy recorriendo este camino de sangre! Pero hijo, ¿sabes?, muchas veces he pensado qué pasaría contigo. Y todas aquellas que he guardado en mi corazón lo que pasaba contigo acababa preguntándome que qué sería de Ti. Y es que, hijo, tú siempre me has dicho las cosas para que las entienda y desde aquella vez que te quedaste en el Templo supe que Dios estaba contigo. ¡Hijo mío de mi alma y de todo mi ser! Cuando veas a Dios dile que yo también lo amo mucho.

-María, mujer y madre mía. ¡No sabes cuánto te agradezco que te hayas acercado a mí! Sí, ya sé que te estoy haciendo sufrir pero ¿no ves como hago todas las cosas nuevas? ¿Te acuerdas cuando, en la carpintería, hice una mesa alta, de las que por aquí no hay muchas, para la casa de un rico? Tú me dijiste que quién iba a comer así de pie. Pero yo tenía en mente otra cosa: también haría sillas para los comensales. Así nuestra carpintería tendría más trabajo. ¿Ves?, Madre querida y amada, de lo ordinario se pueden sacar cosas extraordinarias. Ya verás cómo, cuando muera, todos mirarán al que habrán traspasado.

María ante la Cruz

Pero en todo este sangriento e incomprensible recorrido hay un momento en el que María se entrega sobremanera a su hijo. Cuando ha llegado al Calvario aquel grupo de matarifes y víctimas, pocos quedaron para ver qué pasaba. Pero, entre ellos, no podía falta la Madre del Hijo de Dios aunque, como sabemos por las Sagradas Escrituras, los citados arriba también la acompañaron en el último momento de la vida de Cristo.

Hacemos notar que no se trata de ninguna composición extraña. Nos referimos al hecho de que haya, allí mismo, tres Marías o, lo que es lo mismo, que las tres mujeres que acompañan a Jesús en sus últimos momentos, tengan el mismo nombre. Y no lo es porque Miriam es un nombre muy común en el pueblo hebreo y que dos de ellas sean familia, abunda en tal realidad.

Bueno. El caso es que allí se encuentran. Miran a quien está clavado en la cruz cómo agoniza. Debieron ser unas horas terribles porque tal tipo de muerte, a no ser que se acelere, puede durar un rato demasiado largo. Por eso, precisamente, por eso, para que la muerte les llegara antes, les tuvieron que partir las rodillas a Dimas y a Gestas. A Jesús, como sabemos, no fue necesario porque ya había muerto.

Decimos que estaban allí mirando lo que Jesús hacía o decía. Mejor, lo que decía porque hacer poco podía hacer el Cordero de Dios.

Algo, sin embargo, sí hizo porque además de pedir a Dios que perdonara a los que no sabían lo que hacía aun tuvo tiempo de entregar a su Madre María a Juan diciéndole que ahí tenía a su hijo y, también, de dejar en manos de su apóstol más joven, que la recibió como si fuera de su propia familia, en su casa, a su Madre.

Lo que sintió Juan en aquel momento no se puede describir sin hacer uso de palabras que aún no se han inventado. Sin embargo, se resume con una que era lo que Jesús les había enseñado siempre a tener en sus corazones: amor.

Juan era aquel joven que seguía a Jesús desde que su Maestro Juan el Bautista les dijera que era el Cordero de Dios. Desde entonces no había pasado por su cabeza otra idea que no fuera seguir al Maestro. Es cierto que no siempre lo pasaron bien; es más, la mayoría de las veces lo pasaron bastante mal porque una vez dijo Jesús que no tenía ni donde recostar la cabeza. ¡Y era cierto!

Sin embargo, estaba seguro que María aceptaría aquello último que le estaba pidiendo su hijo. En aquella cruz, a punto de entregar su espíritu a Dios Padre Todopoderoso, sus palabras cobraban una importancia mucho mayor de la que ya tenían en vida.

Y María supo, de repente, que el destino de su vida estaba en manos de aquel joven que tanto había amado a su hijo. Y es que, seguramente, su juventud le hacía arrojado. Tal es así que le habían dicho que Jesús les llamaba, a él y a su hermano Santiago, algo así como Boanerges que quiere decir truenos. Y es que, la verdad siempre hay que decirla, aquellos dos hermanos, los hijos de Zebedeo, eran de armas tomar. Pero, precisamente por eso, se sentía segura en su compañía. No obstante era el único de los discípulos más allegados de Jesús que le había acompañado hasta el último momento aquel.

El caso es que cuando Jesús les hizo gestos de que se acercasen (ellos lo entendieron así) los soldados nada repusieron. Al  fin y al cabo estaba a punto de morir.

Y, con aquellos ojos que habían visto lo bueno y lo malo del mundo y que habían amado tanto a los que necesitaban amor, les miró. Con amor indecible e inimaginable a uno le entregó a su Madre, y a su Madre, le entregó a Juan. Y ambos supieron, en aquel preciso instante, que nunca más se separarían hasta que fueran llamados por Dios a su Casa.

Ciertamente podía pensarse que era muy cruel que una madre viera morir así a su hijo pero, ¿Cómo era posible que María no estuviese allí? ¿Acaso podía hacer otra cosa?

María

Aquella joven que había dicho sí al Ángel del Señor lo había pasado muy mal en aquellos últimos momentos de la vida de su hijo. Pero no siempre había sido así.

Durante muchos años, antes de que muriera su esposo José, habían llevado una vida austera en Nazaret. No eran ricos, por supuesto sino, al contrario, bastante pobres. José trabajaba mucho y Jesús le echaba una mano en lo que podía. Le había enseñado todo lo que sabía y el muchacho había aprendido bien.

María, ella, la madre de Aquel que acudía a la sinagoga los sábados a leer la escritura santa, siempre había tenido la sensación de que Jesús estaba destinado para cumplir una misión muy importante. Y es que ya su concepción no fue usual y el Espíritu Santo, como le había dicho el Ángel, había hecho su trabajo como estaba dicho que se tenía que hacer.

Pero María quería mucho a su hijo. Lo quería, primero, como cualquier madre quiere al que lo es suyo pero, también, porque sabía. Ella sabía…

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

¡Mi madre! ¡Ella es mi madre! Y la quiero con amor que no sé explicar. Y es que ella me ha acompañado siempre. Desde que era pequeño siempre la tuve a mi lado y siempre me ha alentado a que cumpliese con lo que tenía que cumplir.

Seguro que ahora lo debe estar pasando muy mal. Verme así, en esta situación tan terrible, con esta cruz y la sangre, ¡la sangre de su hijo!, cayendo gota a gota al suelo… debe ser algo que no podrá soportar mucho tiempo más. Menos mal que la acompañan algunas mujeres y mi buen amado Juan.

A lo mejor en alguna ocasión podría parecer que la he tratado con excesiva distancia, como si quisiera alejarla de mí. Lo digo porque una vez en aquella boda de Caná, la llamé “mujer”. No es que no lo sea, claro, sino que siempre se espera que un hijo llame a su madre “mamá” o “madre” y aquello que le dije seguro que desconcertó a más de uno. Incluso recuerdo aquella ocasión en la que, yendo a buscarme cuando predicaba, les dije a quienes me avisaron de que estaba en la puerta buscándome, que mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra. Lo que muchos no sabían, al parecer, es que mi Madre era la primera persona que había escuchado la Palabra de Dios y la había puesto por otra. Ella era, por eso mismo, mi Madre y, también, mi primera y mejor discípula.

María, ¡cuántos recuerdos se agolpan ahora en mi corazón! Quieren salir todos atropellados, como queriendo demostrar que mucho te he amado y mucho te amo. Y me quedo con todos pero, sobre todo, con aquel que me trae al ahora mismo la ocasión en la caí al suelo jugando y dejaste (más bien tiraste al suelo) lo que tenías entre las manos y corriste a correrme. ¿No llores, no ves que estoy aquí que soy tu madre?, me dijiste. Y desde entonces, nunca te olvidé, nunca de dejé en la memoria como un recuerdo sino que  siempre has estado presente en mí y conmigo aunque estuviese lejos de nuestra casa de Nazaret.

Lo mejor que puedo hacer es entregarte al único que no ha tenido miedo a los judíos para estar aquí contigo. Seguro que te recibe bien entre los suyos. Sí, eso haré.

De nosotros mismos a Cristo

Jesús, siempre has gozado mucho al tener una madre como María. Ella era muy joven cuando el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Luego nacerías tú pero ella permanecería virgen de una forma que sólo Dios, tu Padre y el nuestro, sabe y entiende. Nosotros, como mucho, nos limitamos a creer que es posible porque podía hacerlo, quiso hacerlo y lo hizo. Aquello también, además de su concepción sin mancha alguna de pecado original ni de ningún otro.

Hermano nuestro y Dios hecho hombre. Tú has podido gozar con aquella mujer que era tu Madre; Tú has predicado por los pueblos de Israel sin quitártela del corazón y Tú has procurado siempre tenerla donde merece estar que no es en otro lugar que bien dentro de tu corazón, el de Dios.

Gracias a que la entregaste a Juan, nosotros también la tenemos como Madre nuestra. Y no es una maternidad estéril o vacía sino llena de auxilio, llena de mediación, plena de intercesión. Gracias a eso, Cristo enviado por Dios para salvar al mundo, podemos consolarnos en las tribulaciones y salir de ellas más fuertes que como entramos en la tiniebla.

Al menos nos gustaría que estuvieses seguro de nuestro amor por María y que siempre la tendremos, también, en nuestro corazón.

           

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

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