Serie “De Jerusalén al Gólgota” – V. El que ayuda a Cristo

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

 

V. El que ayuda a Cristo

Abrazado a la cruz, con esa mansedumbre que predicó, con ese sometimiento a la ley de los hombres que lo determinó a cumplirla, a no revocar, para sí, tales normas; con esa libertad que hace suya, como regalo y gracia del Padre; con esa sumisión que no rechaza porque sería incumplir lo que había profetizado; con todo eso que sostiene el madero, abrazado, siguiendo la ruta hasta su muerte.

El polvo de ese camino terrible, alfombrado por la traición y sostenido por lo inicuo, oscuro, fosa del hombre donde permanece por no querer ser verdadero hijo de Dios. Besa, ese polvo, los pies, magullados y maltratados, oprimidos pero vivos describen la pauta franca que ha de seguir el hombre.

Pero no sólo abandonado: solo en ausencia de manos que conforten su peso; solo sin la compañía de los que han sido compañeros en el camino, predicadores de la Verdad y dueños, como Él, de su vida; solo permanece, con esa carga de espíritu de insoportable peso, llevando su cuerpo a la espera de quien pueda confortarlo y de ese Simón, extranjero, de Cirene, que lleve, con el aliento de su abandono, el olvido que deshace el recuerdo maduro de su vida.

Seguramente Simón llevaba una vida muy tranquila. Su labor diaria, regresar del campo junto a sus dos hijos, Alejandro y Rufo, era su quehacer. Pero en aquella ocasión algo debió llamarle la atención.

Podemos imaginar a Simón parado allí. Había escuchado el ruido ensordecedor de la gente. No sabía qué pasaba y la curiosidad lo llevó al lugar de donde venía el griterío.

No daba crédito a lo que estaba viendo. No es que nunca hubiese visto un séquito de aquellas características pues aquellos eran unos tiempos convulsos y no eran pocas las ocasiones en las que hombres eran conducidos a las afueras de la ciudad para cumplir con alguna sentencia romana o propia de su pueblo. Sin embargo, en aquello había algo más.

De verdad que no conocía a ninguno de aquellos hombres que acarreaban maderos muy pesados. Ciertamente, podían haberles aligerado de ellos si pronto iban a morir en una cruz. Era como una forma de hacerles más difícil su pronto final. Y se quedó mirando en silencio mientras sus hijos le preguntaban qué estaba pasando.

No sabía qué decir. Pero pronto tuvo que decir que no.

De repente, aquel hombre cayó en el suelo de bruces. No le extrañaba nada porque el aspecto que tenía le hacía ver a Simón que había sido muy maltratado y aun no se explicaba cómo podía cargar y caminar con aquel peso tan terrible encima. Y tuvo lástima de quien eso estaba soportando.

Alguien, sin embargo, se fijó en él. La verdad es que era casi de los más jóvenes y fuertes de los que miraban. Y aquel soldado se dirigió a él diciéndole que le ayudara a cargar con la cruz.

Él no quería. Ni sabía quién era aquel condenado ni iba a cargar con aquella cruz. Y aquello, así pensado, podía ser algo muy razonable pero el soldado romano no atendía a según qué tipo de razones. Y le obligó a ayudar a Jesucristo.

En un principio le produjo repulsión el estado en el que estaba aquel hombre al que habían obligado a ayudar. No podía negar, ni quería, que no era nada agradable caminar tan cerca de alguien de quien emanaba un horrible hedor y cuya sangre había dejado un reguero en el suelo.

Sin embargo, no sabía la causa de eso, pronto le había tomado cierto cariño, fruto de la compasión que sentía por aquel hombre.

Cuando empezó a ayudarle a cargar con la cruz lo miró. Aquel hombre lo miró y, de repente, supo que estaba ayudando a alguien que era muy importante. Su mirada, muy a pesar de la situación por la que estaba pasando, era dulce y parecía que entendía lo que sufría e, incluso, que lo daba por bueno. Era muy extraño todo aquello.

En realidad, lo que pasaba era que había aceptado la cruz. Y no podía negar que nunca había conocido a nadie que eso hiciera si sabía que en poco tiempo aquella cruz iba a ser objeto de su propia muerte. Pero aquel hombre, que pronto supo que se llamaba Jesús, iba a ser muy importante en la vida de sus propios hijos, Alejandro y Rufo que, por cierto, se quedaron al cuidado de algunos vecinos que por allí estaban.

Simón, de Cirene porque de allí era aquel hombre, no dijo ni una palabra. Tampoco a quien estaba ayudando a bien morir dijo nada de nada. Les bastó con la mirada para decirse muchas cosas.

Supo, nada más y nada menos, lo supo en su corazón, que aquel hombre, que sangraba (¡Aun sangraba después de todo lo que le tuvieron que hacer para estar como estaba!) perdonaba a los que le estaban infiriendo tanto daño. Y no fue capaz de entender cómo era posible tan misericordiosa forma de pensar. Su fe judía no le permitía hacer eso sino, al contrario, le ordenaba odiar a su enemigo y él sabía, de una forma que no acababa de entender, que eso no estaba bien, que ya no estaba bien, y que algo había cambiado en su corazón.

Pero también supo que su vida ya no podía seguir siendo la misma. Y no podía seguir siendo la misma porque la mirada de aquel hombre le había dado la vuelta a muchas cosas que tenía por ciertas y verdaderas. Ya no podría mirar a las personas de igual forma y no podría, tampoco, amar de igual forma a como había amado hasta ahora. Los suyos, sus más cercanos, sus familiares y amigos ya no iban a ser los únicos a los que iba a manifestar amor. Y no podían serlo porque aquel hombre, que no lo conocía de nada, le hizo saber (¡con tan sólo mirarlo!) que también lo amaba a él y no sólo porque lo estaba ayudando sino porque era, luego lo supo eso Simón, hermano suyo por ser hijo de Dios como él lo era.

Es verdad, de todas formas, que Simón, después de ayudar a subir al Calvario a Jesús, y por medio de sus discípulos, pudo saber a quién había ayudado. Y todo eso, sin duda alguna, acabó por trastocar su vida. Y lo hizo para bien, siempre ya para bien.

Simón de Cirene

Aquel hombre, de unos cuarenta años de edad y padre de Alejandro y Rufo, hubiera preferido escoger otro camino para ir a su casa. Sin embargo, era el mismo que escogía todos los días. No iba a cambiarlo porque una comitiva sangrienta pasara por el mismo camino que el andaba un día sí y otro también.

Pero su vida dio un vuelco del que ahora, que han pasado muchos años, recuerda lo esencial: dejó de ser el hombre que era y fue mejor. Eso era lo que le decían sus conocidos. Y no es que antes fuera mala persona pues era trabajador y honrado pero ahora le veían… distinto. Y es que había sido tocado por un corazón tierno y de carne y una mirada misericordiosa le había atravesado de parte a parte su alma. Por eso desde entonces no podía ser el mismo.

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Hay quien no sabe que todo está escrito. Ya se darán cuenta pero, por ahora, les basta con saber que sobre mí todo estaba escrito. Muchas veces les he dicho lo que iba a pasar. Algunas veces no me han creído y otras han tratado de disuadirme de que subiéramos a Jerusalén. De todas formas, cuando llegue el momento de mi resurrección muchos acabarán de comprender y juntarán una cosa con la otra. Pero, por ahora, lo que abunda es el miedo.

La verdad es que ya falta poco para llegar al lugar que me tienen preparado. Estos dos hombres que me acompañan tampoco lo están pasando muy bien pero a ellos no los han flagelado ni se han burlado hasta la extenuación de su situación, ni les han llamado reyes de los gusanos poniéndoles una corona de espinas… Ellos sufren porque saben que van a morir.

Yo, es verdad, no puedo más. Necesito que me alivien esta carga. Ellos no lo van a hacer. Están obligados a llevarme al lugar donde me darán muerte pero no pueden ayudarme. Espero que a alguien se le ocurra algo pronto.

Al fin se han dado cuenta. Pero este hombre que viene hacia aquí y que ha protestado no puede soportar esta carga que yo llevo porque quiero llevarla. De todas formas, si ha aceptado poner su hombro junto al mío acepto esta buena acción por su parte. Es cierto que le han obligado pero no es menos cierto que parece buena persona, un buen hijo de Israel que, a lo mejor, espera la salvación de este pueblo que tan perdido está sin saberlo.

Su mirada no tiene odio. En realidad, no lo conozco de nada y creo que él a mí tampoco. Sin embargo a partir de ahora nos une la sangre que también le va a salpicar porque aun queda, aunque poco, camino de sufrimiento para mí y, ahora también, para él. Y es que acabamos de confirmar, con su actitud y aceptación, que somos hermanos, también, de sangre. ¿Y aquellos niños? Sus hijos, más pronto de lo que ellos creen y saben estarán de mi lado.

Le han llamado Simón. Aquellas mujeres con las que se han quedado sus hijos le han llamado Simón. Para que viera que sus hijos quedaban con personas que conocía y honradas. En eso este repentino samaritano no aumentará su preocupación porque sabe que, en cuanto llegue allí arriba, lo echarán con cajas destempladas del lugar de mi muerte. Y él, a lo mejor, entonces (porque habrá comprendido más de lo que ahora comprende) no querrá irse pero ya nada más podrá hacer. Sólo convertirse. Y eso ha de bastar para él y para su salvación eterna.

De nosotros mismos a Cristo

En realidad a nosotros nos puede pasar lo mismo que le pasó a Simón, llamado el Cireneo. Sin embargo, nosotros, que sabemos lo que le pasó, podemos empezar por no negar nuestra posibilidad de echar una mano. Eso te lo decimos muy a menudo en la oración, hermano nuestro e Hijo de Dios.

Nosotros, al igual que hiciera aquel que te ayudó, tenemos muchas posibilidades de poner nuestro hombro junto al de otro ser humano. Y es que, aunque muchas veces no conozcamos las necesidades ajenas son muchas las que sí las conocemos. Por eso, hermano Cristo, prometemos ser fieles al mandato de amar al prójimo.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

 

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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